Laura Fernández Palomo
Si entendemos, resumiendo la teoría política, que una revolución supone poner patas arriba un sistema, voltearlo, convertirlo en algo diferente, Egipto se quedó en el intento.
Campaña de referendo constitucional. El Cairo, 2014Ya se advirtió cuando, derrocado el dictador Hosni Mubarak, fue el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (CSFA) el encargado de tutelar – como lo vuelve a hacer ahora – la transición hacia una democracia. Los 18 días de movilizaciones ciudadanas consiguieron un cambio político, sí, terminar con la punta visible del sistema, pero el cuerpo, los brazos y las piernas quedaron y Egipto se siguió moviendo de la misma manera hasta, aparentemente, las elecciones legislativas y presidenciales de 2012, cuando el Partido Libertad y Justicia, brazo político de los Hermanos Musulmanes, copó el Parlamento y el candidato de la Hermandad, Mohamed Morsi, accedió al poder tras las elecciones más democráticas que ha vivido el Egipto moderno.
Hasta ese momento, el CSFA había demostrado que poco se podía hacer en Egipto sin su consentimiento. Las protestas, que continuaron en 2011 y 2012 para evitar el secuestro de la revolución por la Junta Militar, fueron reprimidas con la misma violencia que en épocas pasadas; los juicios militares siguieron – en mayor número que antes – sentenciando a civiles, incluidos blogueros que se atrevían a denunciar los abusos de las fuerzas de seguridad; y la transición se inauguró en el mismo estado de emergencia que había estado vigente durante los 30 años de Mubarak, hasta su derogación en mayo de 2012, unas semanas antes de que se celebrara la segunda ronda de las elecciones presidenciales de junio. Previsiblemente un golpe de efecto para ganar electorado liberal y laico hacia el candidato de los militares y exprimer ministro de Mubarak, Ahmed Shafiq, quien se enfrentaba al islamista Mohamed Morsi. Una manera de simular que se rompía con el antiguo régimen.
Recuerdo el desánimo de esos días porque los egipcios debían elegir entre dos de las opciones menos deseadas y con menos propuesta de cambio. Poco antes del cierre de las urnas, el Ejército promulgó nuevas enmiendas constitucionales para hacerse con todos los poderes legislativos, ya que el Tribunal Constitucional había anulado días previos los resultados de las elecciones parlamentarias y por tanto el Parlamento de mayoría islamista. Aquello se interpretó como “un golpe militar blando” y Tahrir se volvió a llenar, en esta ocasión, sobre todo, de simpatizantes de la hermandad.
Aquella noche coincidí en un café cercano a Tahrir con Abdel Rahman Monsour, uno de los que junto a Goel Woalim, decidieron en 2011 que el 25 de enero, Día de la policía, podría comenzar una revolución. Me sorprendió la tranquilidad con la vivía los acontecimientos. “Déjales”, me dijo mientras actualizaba la emblemática página que gestiona – “Todos somos Jaled Said – “se van a quemar ellos solos”. El plural se refería tanto a los Hermanos Musulmanes como al Ejército. Los jóvenes revolucionarios ya se habían comenzado a sentir fuera de escena.
Fue en ese cara a cara electoral, el de la hermandad y los militares, donde comenzaron a manifestarse las intrigas. Los resultados presidenciales tardaron más de una semana en proclamarse, con la consiguiente sospecha del pacto que estarían tramando los dos bandos. Mohamed Morsi finalmente fue nombrado presidente – el Ejército entrega la presidencia a Morsi, se comentó – pero con un decreto complementario para definir las facultades claves que mantendrían los militares, incluyendo la cartera de Defensa, entregada al mariscal Husein Tantaui, el mismo que había asumido todo el control del Estado tras la caída de Mubarak, liderando la Junta Militar. El Ejército, además debía darse un descanso de la escena pública, para contrarrestar el desgaste que había sufrido durante el periodo de transición.
En agosto de 2012, el nuevo presidente, sin embargo, parecía imponer su autoridad en el Ejército jubilando al todo poderoso Tantaui y poniendo en su lugar a Abdel Fatah al Sisi. Comenzó a rodar, posiblemente convencido de que estaba ganando el pulso a los militares. Pero Morsi inició un mandato excluyente y tropezado con el gran reto de reavivar la economía y expuesto a las negociaciones con el Fondo Monetario Internacional (FMI) que debía conceder a Egipto un respiro económico en forma de préstamo. Las políticas islamistas no se acoplaban a los parámetros liberales de los negociadores internacionales. Mientras, en la calle, desaparecían las fuerzas de seguridad, se multiplicaban los cortes de electricidad y los egipcios trinaban con el rumbo del país.
La impopularidad de Morsi fue cayendo en picado hasta que en noviembre aprobó una declaración constitucional, para blindar sus poderes, que hizo estallar a la población. Una semana después derogó el decreto, tras días de altercados, pero ya se había desatado la ira contra el Gobierno islamista que no estaba resolviendo, sino complicando, los problemas de los ciudadanos. El divorcio islamista con la población llegaría con la aprobación de la Constitución en diciembre de 2012 con todas las fuerzas opositoras fuera de la Asamblea Constituyente.
Así que lo ocurrido el 30 de junio 2013, con millones de personas en las calles pidiendo la dimisión del presidente, era un paso lógico y legítimo en el ambiente social y revolucionario que vivía el país. Lo que ha parecido también lógico, pero no tan legítimo, es que el Ejército aprovechara esa corriente de descontento para volver el poder, a la zona visible, porque en el trasfondo, demostrado, no habían dejado de estar.
Que en Egipto no haya habido una revolución no significa que su espíritu revolucionario no haya marcado el pulso social durante estos tres años; tampoco significa que todo sea igual que antes. Escribía ayer el profesor libanés de Ciencias políticas, As’ad AbuKhalil, que para analizar lo que está ocurriendo en el mundo árabe hay que tener en cuenta las variables que han introducido estos procesos, como la pérdida del miedo. Y los egipcios han demostrado que no van a parar, otra cosa es que, como apunta el analista, “el éxito de Al Sisi esté siendo instalar de nuevo el miedo como factor en la mente y los corazones de los egipcios”. Miedo a la incertidumbre en la que han vivido, miedo a disentir, miedo a los terroristas, que el Ejército ha vuelto personificar en los Hermanos Musulmanes, cuando han dejado de ser aliados.
Aunque sus pasos lo contradigan, los militares insisten en que están dispuestos a llevar al país por la senda democrática, pero eso significaría autoexcluirse del propio proceso y si, finalmente, Al Sisi se presenta como candidato y gana las elecciones, como se prevé, supondrá la consolidación del status quo y no de una revolución democrática.
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