A favor y en contra de reformar la Constitución Española

¿Por qué queremos cambiar la Constitución?

No existe una idea clara acerca del motivo por el cual queramos modificar o reformar la CE, o, al menos, no hay unanimidad en torno a una idea o motivo concreto, aunque si se ha ido perfilando una mayoría considerable de opiniones que justificaría el cambio constitucional asociado a la reordenación del modelo territorial. Voy a apuntar algunos de los motivos que se han venido esgrimiendo para pedir y justificar la revisión de nuestra Constitución.

a) El transcurso del tiempo

La Constitución Española envejece. Es una cuestión de la que se habla cada vez más; en esto coinciden todos los partidos y los expertos en Derecho Constitucional. No solo por la obsolescencia del texto sino porque algunos de sus preceptos han caído en desuso. El veredicto es claro: Necesita un lifting.
Este es un viejo mito de la teoría política y constitucionalista. No hay constancia de que se haya cambiado nunca una constitución simplemente porque sea muy vieja o porque lleve mucho tiempo en vigor, o en desuso. El tiempo, la obsolescencia, el desuso no han sido ni son motivos para el cambio (podría citar casos en los que se mantienen legislaciones a pesar de su vetustez y su desuso). Lo que no quiere decir que no sea un recurrente tema en la teoría y en la práctica política.

En los albores mismos del constitucionalismo liberal ya se planteó la polémica en la famosa controversia entre Jefferson y Madison. Jefferson, sobre la base de supuestos cálculos matemáticos a los que era tan aficionado, desde su retiro dorado parisiense, donde ejercía de embajador de los neonatos Estados Unidos, estableció una cabalística cifra de duración de las Constituciones: 19 años, que era más o menos lo que él mismo consideraba que abarcaba una generación. Frente a esta postura, Madison era partidario de la permanencia de las constituciones. Aquí ya aparece formulada la polémica entre constitucionalismo formal y democracia, a la que luego me referiré, que no otra cosa se esconde bajo la neutra envolvente de la duración temporal de las constituciones.

En España llueve sobre mojado porque la historia política y constitucional de los dos últimos siglos se ha visto recorrida por una profunda inestabilidad: nueve textos constitucionales, algunos de los cuales solo duraron dos o tres años a lo sumo, sin contar con los proyectos que no vieron la luz que no fueron pocos; tres guerras civiles en el siglo XIX y una verdaderamente traumática en el siglo XX; dos periodos dictatoriales, uno de ellos de casi 40 años, y dos Repúblicas de corta duración y de final infeliz, la última desembocando en un periodo convulso y oscuro de nuestra historia.

Se comprende, pues, que todos quisiéramos vacunarnos de lo que Agesta llamó “la fiebre con que el siglo XIX devoró las constituciones” y cuenta la anécdota de uno de los viajeros de la España romántica, Gautier, quien durante su visita a España en 1840, al leer sobre la piedra de un antiguo edificio un letrero que titulaba en cal “Plaza de la Constitución”, hace un agudo comentario: “esto es una Constitución en España: una pellada de yeso sobre granito”. Y no solo fue Gautier, también Richard Ford reparó con su habitual ironía en la fragilidad de las constituciones españolas y se hace eco de una anécdota que le contó Borrow, el viajero incansable propagador de la Biblia protestante, sobre la petición que un alcalde “ilustrado” dirigió a Bentham, de quien se confesaba lector.

Esta visión crítica sobre nuestro pasado constitucional, también estuvo presente durante el debate de 1978. Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón calificó de “hemipléticas” a ese rosario de constituciones –en especial a las Constituciones de 1876 y 1931- y “muy útiles para ser utilizadas como armas arrojadizas por la mitad de España frente a la otra media, pero en las que no podía verse reflejada la España integral y total”.

Deudores de ese mito de la permanencia constitucional fueron nuestros constituyentes, cuando se lamentaban de la disruptiva historia del constitucionalismo en España, como hizo Emilio Attard, diputado valenciano por la UCD, presidente de la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas del Congreso de los Diputados, al inicio de la sesión constitutiva de la misma, el viernes 5 de mayo de 1978, para dar comienzo al debate del proyecto de Constitución, decía solemnemente, con cierto aire a lo Fray Luís de León, que “hoy vamos a reanudar el tracto sucesivo constitucional tantas veces interrumpido en nuestra Patria”, para, a continuación, afirmar que “No aspiramos a hacer un Constitución centenaria. Nos contentaríamos con que hiciéramos una Constitución que fuera hábil y practicable para los españoles, los pueblos, las regiones, los países y las nacionalidades de España, en términos hábiles para crear la España, una e indivisible, que todos anhelamos”.

Y en esa misma línea, Gregorio Peces-Barba, representante del PSOE, pedía que «la Constitución tiene que ser estable; debe tender a permanecer, pero son precisamente las constituciones más flexibles las que han tenido más permanencia». Y el representante de Alianza Popular, Manuel Fraga Iribarne, se pronunciaba en su habitual modo singular: «Es evidente que la Constitución no puede ser un metálico cinturón de castidad, pero tampoco un bikini en el que, como suele decirse, se exhibe todo menos lo esencial; tiene que ser un equilibrio y ese equilibrio se encuentra en todas las partes del proceso de reforma».

Y solo citaré, finalmente, a Santiago Carrillo, quien declaraba con la modestia del recién admitido: «Se trata de lograr una Constitución que dure, que no sea fácilmente empujada por cualquier vendaval. Aunque no sea perfecta, que nos dé cobijo a todos y sea sólida. Quizá la práctica nos haga ver defectos que necesitan corrección. Tiempo habrá para verificarlo […] sería menester que los mecanismos de modificación resultaran menos rígidos».

Pero el tema, más allá de su inicio en el temprano constitucionalismo liberal americano y más acá de la historicidad española a la que acabo de referirme, ha seguido vivo en la teoría y el debate político. Una prueba, el reciente estudio que han publicado Elkins, Ginsberg y Melton, “The Endurance of National Constitutions” (Cambridge, 2009), en el que, partiendo de una comparación entre la vida de las personas y la de las constituciones, sobre la base de que una larga vida es una vida mejor y que la supervivencia es el éxito, afirman que una larga esperanza de vida es el mejor indicador de la salud constitucional y, correlativamente, cuanto más tiempo dura una constitución es mejor la salud constitucional de la nación. El ejemplo, la Constitución americana que perdura desde hace 227 años y no tiene visos de que se vaya a quebrantar su probada longevidad.

Con independencia de lo criticable que sea ese recurso al “biologismo” constitucional (no tengo claro que una larga vida sea de más calidad y de que la analogía sea siquiera acertada), lo cierto es que los autores fundamentan su estudio en un trabajo laborioso de análisis de 935 textos constitucionales, de doscientos estados-nación diferentes, durante un período de más de doscientos años, para llegar a la conclusión de que en las democracias las constituciones tienen una duración promedia de 21 años, que el mayor riesgo de mortalidad (hazard rate) se sitúa en torno a los 17 años, que ese riesgo se amortigua con el paso del tiempo y se hace casi mínimo cerca de los 50 años y que “la esperanza de vida de constituciones, en todo caso, ha disminuido en los últimos doscientos años [de tal manera que] a diferencia de las de los seres humanos, la salud constitucional no está mejorando con la modernidad”.

Todo este aparato documental para dar respuesta a la preocupación respecto a la duración de las constituciones nacionales, no es más que un importante arbotante de soporte a la concepción extrema del constitucionalismo liberal formal, que consagra las constituciones como “pactos formales entre las elites” por encima de las exigencias de la propia democracia que las habilita. En definitiva, no es más que la culminación de una concepción conservadora de la democracia y la teoría constitucionalista. Por eso, cuando se habla de reformar la constitución porque está obsoleta inmediatamente surgen los cantores de las excelencias de la longevidad constitucional, es decir, de la permanencia del statu quo, del pacto o equilibrio que en un momento lograron las elites. La Constitución, noli me tangere. No es el tiempo, es la ideología.

b) La brecha generacional

Se ha extendido una especie de mito en torno a la idea de que las generaciones jóvenes actuales no votaron la Constitución y que esa es la causa del desapego hacia el texto constitucional e, incluso, la puesta en cuestión del pacto social que le dio legitimación. Por tanto, las generaciones que no se ven reconocidas en la CE claman por su reforma.

Nunca he sido muy partidario de utilizar el concepto de generación porque me ha parecido un constructo más encubridor que clarificador en el debate político. Las generaciones no se suceden unas a otras sin solución de continuidad, sino más bien al contrario las generaciones se superponen, se entrelazan, se imbrican unas a otras. Hablar en nombre de una generación es, por tanto, hablar en nombre de una parte, de una parte con delimitación difusa e inconcreta, de la sociedad. Puede ser un concepto romántico propio de la literatura o de la utopía, pero no parece apropiado para la teoría y la práctica políticas.

Tuvo su entrada en el constitucionalismo, también, de la mano de Jefferson, con la idea de que las constituciones deben ser reescritas por cada generación, expresada con una importante carga emocional, cuando proclamaba que: “La tierra pertenece a los vivos […] los vivos tienen la tierra en usufructo; y los muertos no tienen poder ni derechos sobre ella. La porción que ocupa un individuo deja de ser suya cuando él mismo ya no es, y revierte a la sociedad […] ninguna sociedad puede hacer una constitución perpetua, ni tan siquiera una ley perpetua. La tierra pertenece siempre a la generación viviente: pueden, por tanto, administrarla, y administrar sus frutos, como les plazca, durante su usufructo […]”. “Algunos contemplan las constituciones con una piadosa reverencia, y piensas que son como el Arca de la Alianza, demasiado sagradas para tocarse. Atribuyen a los hombres de las épocas precedentes una sabiduría más que humana y suponen que lo que hicieron está fuera del alcance de toda enmienda” (Carta a Madison, 6 de setiembre de 1789).

En el fondo, expresado con un lenguaje poético, lo que está defendiendo Jefferson en esa famosa carta no es otra cosa que su posición a favor de un republicanismo democrático movilizador y participativo frente a las posiciones del constitucionalismo liberal radical. Nuevamente, no son las generaciones, es la ideología

c) El impacto de la integración europea

Cuando se debatió y aprobó la CE, España no formaba parte de las entonces Comunidades Económicas Europeas, ni éstas habían evolucionado hasta convertirse en la actual Unión Europea. Al mismo tiempo, la dinámica de la Unión y la reacción de esta ante la crisis, nos han situado en un espacio y en una tesitura cuyas repercusiones los constituyentes no pudieron ni siquiera imaginar.

Para empezar, en aquellos momentos la CE respondía al clásico esquema del constitucionalismo del Estado-nación, donde la Constitución era el cuadro de mandos jurídico del sistema basado en el poder soberano de los estados. Hoy ese esquema ha saltado por los aires; las cosas ya no son así. Y empezaron a no serlo desde que en 1979 el Estado español ratificase el Convenio Europeo de Derechos Humanos y, sobre todo, desde que en 1986 ingresase en las Comunidades Europeas. La vida jurídica española, desde ese instante, no se rige exclusivamente por la Constitución nacional, sino que otras normas determinan materialmente su constitucionalidad.

Aunque la Constitución había previsto ya que pudiera producirse la incorporación española al proceso de construcción europea en marcha, mediante el artículo 93, la aceptación del acervo comunitario y su penetración en el derecho nacional ha terminado desbordando las timoratas previsiones iniciales dictadas en la prudencia de la preservación de la soberanía del Estado español. No hace falta mirada de especialista, para ver cómo hoy en día una parte –y no de menor importancia- de los poderes del Estado deja de gestionarse directamente por las autoridades nacionales, sometiéndose a la acción de un ente supranacional y rigiéndose por normas dictadas por éste desde Bruselas. Entiendo que ese era realmente el espíritu del artículo 93.

Pero me interesa resaltar ahora un fenómeno que tiene relación con el tema de la reforma que estamos debatiendo hoy. No es otro que el de la profunda transformación que están experimentando un nada desdeñable número de previsiones contenidas en la CE y que han terminando por producir, en palabras del profesor Barrero Ortega de la Universidad de Sevilla, una verdadera “mutación constitucional”: “El texto constitucional no ha cambiado formalmente, ni se añadió ni se quitó nada, si bien es claro que ha quedado hondamente transformado. Y todo se ha hecho por el cauce previsto en la propia Constitución, el artículo 93”.

El resultado es que muchas previsiones constitucionales se han visto afectadas por ese proceso de integración europea y que el centro de decisiones transcendentales se ha desplazado desde las instituciones nacionales a las europeas, desde Madrid y las Comunidades Autónomas hasta Bruselas y Estrasburgo. Y en donde más ha visto afectada la Constitución ha sido en el Título VIII, arruinando la ya de por sí endeble distribución competencial que en el mismo figuraba.

Como dice el profesor Barrero, “no se ha tocado la Constitución y, sin embargo, el sistema constitucional se ha transformado de forma sustantiva. Además, se trata de un proceso abierto, de una «mutación continuada», que van revalidando sucesivas leyes orgánicas ante cada cambio de los Tratados”.
Y la transformación se inicia ya con el cambio de interpretación del mismo artículo 93, que de “cauce privilegiado para la interconexión” entre la Constitución de 1978 y el Derecho comunitario la Declaración 1/2004, de 13 de diciembre, del Tribunal Constitucional ha cambiado su doctrina para permitir la asunción por nuestro ordenamiento del principio de la primacía del Derecho comunitario sobre el nacional sin necesidad de proceder a la reforma constitucional.

Probablemente esta reorientación de la doctrina constitucionalista del TC hubiera ameritado sobradamente la reforma del texto de la Constitución para evitar la situación un tanto pintoresca y anómala de que los jueces españoles tengan que dar prioridad a las normas comunitarias sin que haya asidero formal en el propio texto de la Constitución, con lo que ello supone de una cierta pérdida o minoración de la normatividad de la misma.

Y todo ello desde la perspectiva futura de la evolución de la Unión Europea. Todos somos conscientes que el proceso de conformación de la Unión no ha llegado a su cristalización definitiva, que estamos viviendo un proceso realmente constituyente que va a eclosionar en los próximos años y que deberíamos estar constitucionalmente preparados para ello.

d) El centrifuguismo nacionalista

Las constituciones son instrumento para solucionar los retos que en cada sociedad se plantean. La CE de 1978 se encontró con una serie de retos entre los que no era menor el de la distribución territorial del poder y a la resolución del mismo dedicó el Título VIII. Transcurridos más de treinta y seis años desde su aprobación, se puede afirmar que no solo no se ha resuelto el tema, en especial por lo que respecta al encaje de Cataluña y País Vasco, sino que se ha agravado, hasta el punto de convertirse en uno de los factores exógenos justificadores de la reforma, por utilizar la terminología que usan Elkins, Ginsberg y Melton en el trabajo antes citado (donde distinguen entre factores endógenos –básicamente los relacionados con el diseño del propio cuerpo constitucional, y de los que no es el momento ni la ocasión para que me refiera en extenso a ellos- y los exógenos, como crisis económicas, políticas , sociales o quiebra de las instituciones, etc.).

Desde luego que no se trata, para expresarlo en términos orteguianos, de un tema “nuevo” sino más bien de un “viejo” tema político. Por descontado que no es hora de entrar aquí en los remotos antecedentes del problema ni en profundizar en cuestión tan compleja (aunque quizás sea asunto que deba ser tratado por la Academia de modo monográfico, porque presente y requetepresnte si que va a estar en el horizonte político más inmediato), solo consignar que, con ocasión del debate del Estatuto de 1932 en pleno régimen republicano, este asunto protagonizó uno de esos momentos de escasa brillantez que nos suelen brindar los debates parlamentarios, con el enfrentamiento de dos de nuestros mejores intelectuales, Azaña y Ortega, sosteniendo cada uno sus posiciones encontradas: Azaña, más por la creencia de una definitiva solución del problema, Ortega por la escéptica y desengañada “conllevanza” mutua.

Curiosamente, en ese debate Azaña dejó para la posteridad una frase que pudiera se premonitoria en estos momentos, la idea de que “todos los problemas políticos, tienen un punto de madurez, antes del cual están ácidos; después, pasado ese punto, se corrompen, se pudren”. Como se suele decir, el texto lo dice todo y casi no admite comentario.

Coincidiendo con el día de la Constitución del pasado diciembre, Santos Juliá publicó un artículo en EP titulado “Alegato por una reforma de la Constitución” en el que abogaba por la reforma para intentar una última posible solución al llamado problema territorial. Recordaba que en el momento de la elaboración de la Constitución veníamos de una dictadura que nos había hecho mirar con un cierto desdén y alejamiento a la nación “ahítos de la única, católica, verdadera nación española, vagamos durante años con hambre de Estado democrático. Estado y valores correspondientes a la ciudadanía política: libertad, democracia, garantía de derechos, justicia, nos importaban infinitamente más que los valores atribuidos a la identidad nacional”. Y creímos que la solución podría estar en el estado de las autonomías, que, de alguna manera, era continuador del estado integral republicano aunque, como explica Juliá, invirtiendo el principio dispositivo: “No era el Estado el que establecía y llenaba de contenido la autonomía de nacionalidades y regiones, sino estas las que veían reconocido por el Estado una especie de derecho ancestral”.

A la República no le dio tiempo de mostrar las virtualidades de su modelo territorial regionalizado, pero a la democracia actual sí. Como escribe Juliá, “desde la aprobación de sus estatutos, las élites políticas y los gestores de la cultura dispusieron de un libre y continuado poder de Estado que ejercieron, con mayor o menor intensidad, al servicio de la construcción de identidades diferenciadas”. A la altura de los treinta y seis años de Constitución, no podemos culpar al texto de los males de la patria -sería muy decimonónico el hacerlo- por eso Juliá es tajante: “ha sido esa política, no la Constitución ni el sistema autonómico finalmente alumbrado, la que nos ha traído al punto en que estamos y que, a la vista de los nuevos estatutos de autonomía promulgados en la primera década del [presente] siglo, podría definirse como inversión radical de las preocupaciones que dieron origen a la Constitución: ahora, lo que nada importa es el Estado, aplicados como están todos los poderes regionales a la construcción de naciones”.

La solución no es fácil –como reconoce el citado historiador, aunque él abogue por ofrecer una-, pero de algo nos habremos curado: no deberíamos abandonarnos más a los cantos de sirena de un inexistente centripetismo nacional español y ser conscientes que el futuro deberíamos construirlo sobre la base meridianamente palmaria del centrifuguismo de la idea de España que caracteriza las relaciones entre las distintas partes del Estado.

Y este sí que es un motivo más que suficiente para la reforma de la Constitución española de 1978. Así se percibe por la sociedad, tanto que son un río incontenible la cantidad de estudios, manifiestos, encuestas, publicaciones y propuestas que están apareciendo en los últimos tiempos sobre la necesidad de modificación de nuestro modelo territorial.

e) La crisis ha puesto en el orden del día la reforma constitucional

Entre los factores exógenos que pueden provocar el cambio constitucional, es común señalar como el más decisivo el de situaciones de crisis profundas. Desde hace ocho años venimos padeciendo una crisis que, aunque en su inicio apareció como financiera circunscrita a las hipotecas subprime norteamericanas, ha devenido en lo que los analistas no dudan en calificar como una crisis sistémica, es decir, económica, social, institucional, política y moral de las sociedades avanzadas y, más en concreto, del occidente europeo.

Los efectos de la crisis han sido devastadores. En apenas un octenio ha saltado por los aires el pacto reparador que a partir de la segunda posguerra mundial abrió, con la implementación del estado de bienestar, uno de los períodos de desarrollo más igualitarios de la historia; han desaparecido prácticamente las clases medias y se han precarizado las clases trabajadoras; han quebrado naciones, caído gobiernos de todo signo y condición; se han hundido partidos políticos y organizaciones sindicales; los Estados y las políticas se han inmolado en el altar del austericidio y el poder de los mercados; las sociedades se han ensimismado en sus fronteras y los pueblos y ciudadanos han renunciado a buena parte de las señas de identidad largamente construidas en torno a la tolerancia, las libertades y los derechos fundamentales…

No es de extrañar, pues, que estas circunstancias hayan desatado la indignación popular y colocado al frente de las reivindicaciones la exigencia de mayor democracia, más democracia participativa frente al formalismo de la democracia representativa. Y volvemos a encontrarnos con la polémica central a la que ya me he referido: la oposición entre el constitucionalismo liberal y la democracia, entre el formalismo y el legitimismo material de las constituciones.

De la vieja controversia entre Jefferson y Madison salió triunfadora la posición madisoniana a favor de la permanencia de las constituciones. La idea básica del constitucionalismo contemporáneo es desde entonces que las constituciones no son obra de un momento sino que son la ley superior que atesora los principios y valores que cimientan la democracia misma y por ende deben permanecer más allá de los consensos puntuales porque son la expresión del “pacto social” mismo y la garantía del propio sistema democrático. Por tanto, las constituciones deben ser tocadas lo mínimo posible porque en su conjunto o en partes específicas de su texto se contienen, en expresión jeffersoniana, poco menos que el arca de la alianza. En esa posición, con matices, desde pronunciamientos más conservadores hasta más aperturistas, se pueden considerar las aportaciones al debate político y constitucionalista contemporáneo, desde Schumpeter, Joseph Nye, Robert Dahl, Dworkin, o los mencionados Elkins, Ginsberg y Melton, o las más aperturistas de Akhil Reed Amar, Stephen Holmes o Bruce Ackerman.

Pero la crisis ha puesto en valor las posiciones más legitimistas de la democracia, desde el revival de Jefferson, del que se destacan ahora sus posiciones democráticas más radicales y próximas a un republicanismo democrático, sus propuestas atrevidamente innovadoras, como la necesidad de un consentimiento ciudadano permanente para legitimar las decisiones políticas, la necesidad de reforma continua de las constituciones, los mandatos breves, la revocación de los representantes, la desconfianza en la fuerza de la riqueza sobre la consideración del interés general, el compromiso ciudadano, la elección popular y revocación de jueces, la confianza en el pueblo.

Así, la concepción de la democracia como gobierno de todos por todos y no para todos ha puesto en la picota a la democracia representativa que había minimizado la participación de la ciudadanía al mero juego de la elección periódica de los funcionarios electos y convertido la política en poco menos que una farsa en la que solo actuaban los partidos del sistema. Ahí está el pensamiento de los Castoriadis, Frank Michelman, Michael Hardt, Toni Negri y Allan Hutchinson, entre otros, que han terminando prestando consistencia teórica al movimiento de la indignación y la protesta que recorrió buena parte del mundo occidental a partir de 2011. Y que está en la base de las posiciones de los partidos revelación griego y español, Syriza y Podemos, y sus pretensiones de iniciar un proceso constituyente que acabe con los bipartidismos “secuestradores de la voluntad popular”.

De manera que volvemos a encontrarnos ante el gran reto de reforma –o cambio- de la Constitución como algo frente a lo que no podemos adoptar la posición del avestruz.

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