Entonces, ¿hay que reformar la Constitución?
A la vista de lo dicho hasta aquí, parece que hay una mayoría social y política proclive a la reforma de la Constitución. Si eso es así, ¿por qué no está en marcha la reforma de la Constitución? Sin duda que hay serios obstáculos para ello. Por eso, me gustaría dejar apuntados siquiera algunos mitos que se han extendido en torno a la posible reforma de la Constitución española.
a) El miedo a la reforma
El miedo a la reforma de la CE forma parte de la especie general del miedo al cambio y constituye un elemento esencial del ADN de las posiciones más conservadoras. Por eso no es de extrañar que desde ese sector de la sociedad se alcen voces en contra de la modificación, de cualquier modificación, constitucional.
En la Introducción al Informe para el Debate elaborado por veinte profesores constitucionalistas, coordinado por Javier García Roca, titulado “Pautas para una reforma constitucional”, publicado en diciembre de 2014, se sale al paso de este mito urbano de modo tajante: “La reforma constitucional no es un abismo o precipicio. Un accidente que previsiblemente nos aboque a un desastre difícil de superar. Una situación en la que quepa esperar una caída de la nación que provoque un daño irreparable. El temor a equivocarse podría estar atenazando a algunos de nuestros representantes e impedir la reforma. Cualquier reforma constitucional no es una camino sin retorno”.
En realidad, ese miedo puede tener hasta una justificación historicista, si se quiere: en España, que tenemos, después de ingleses y franceses, la más rica historia constitucional de todo el continente europeo, no tenemos, sin embargo, tradición de reformas constitucionales. Nunca hemos procedido a una reforma de una Constitución, siempre hemos sustituidor una por otra (solo reparar en las dificultades con que los políticos de 1834 se encontraron en su afán de reformar la Constitución de Cádiz, o los de 1845 con respecto al Estatuto Real, que desembocaron finalmente sendas nuevas constituciones). En parte por los avatares de la vida política española y en parte, también, por la rigidez del procedimiento de reforma que instauró la constitución gaditana y de la que somos deudores en la de 1978 de una extremada rigidez para la realización de reformas.
b) La desconfianza entre los partidos
La desconfianza entre los partidos se constituye en este momento en el principal obstáculo para la reforma constitucional. Es evidente que en el contexto actual hay un clima de desconfianza generalizado. Todos admiten el problema, aunque solo el PP lo ve insalvable. Pedro Gómez de la Serna, portavoz del PP en la Comisión Constitucional del Congreso, opinaba hace poco que “falta la condición fundamental para poner en marcha un proceso de reforma. La condición que sí ha existido en otros países: la lealtad”, deslealtad sobre todo, afirma, por parte de CiU; pero también la “incógnita” que percibe en el PSOE actual.
Es verdad que la lealtad es importante para los consensos políticos, como ya decía Cicerón, en su diálogo “Sobre la amistad”, en el siglo I antes de nuestra era, “Nada es estable si es desleal”. Desde luego que las deslealtades existen y las desconfianzas mutuas también, nadie está libre de ellas. Pero la lealtad se negocia y se pacta. No puede ser un obstáculo insalvable, porque estaríamos negando la condición primera de toda acción política, la de lograr cristalizar lealtades en torno a proyectos.
c) El momento es distinto al de 1978
Este es otro importante mito que se ha extendido entre nuestros políticos, expertos y opinadores. Quienes sostienen esta posición creen que la Constitución del 78 fue elaborada con uno de los consensos más amplios de nuestra historia y que ahora no estamos en onda, no se dan las condiciones para repetirlo.
Sin duda que las circunstancias no son las mismas. La historia no se repite, aunque se parezcan demasiado unos momentos a otros. Ni las fuerzas políticas en escena son las mismas, ni los problemas y retos de la sociedad son los mismos, ni las condiciones que cristalizaron en los consensos del 78 son los mismos. Ni partimos de cero como entonces. Pero nada de lo dicho debe ser obstáculo para la reforma de la Constitución.
Los consensos nunca son un a priori, siempre son el resultado de la negociación, son un a posteriori. No se puede pretender que cada fuerza política presente un texto consensuado de antemano porque eso es sencillamente caer en el esperpento. Es preciso abrir el proceso, debatir, negociar y acordar. El acuerdo será el consenso necesario de la y para la reforma de la Constitución.
d) La reforma no es necesaria
Dos líneas argumentales coinciden en la innecesaridad de la reforma constitucional. Unos piensan que la CE es una de nuestras mejores obras constitucionales, que no está necesitada de reformas, que aún tiene virtualidad para otros treinta años de vigencia (Peces Barba, en el treinta aniversario de la CE) o, más recientemente Herrero de Miñón destacando las virtualidades de nuestra Constitución, concebida con el suficiente grado de ambigüedad como para adaptarse a las circunstancias cambiantes sin necesidad de reformar el texto, constitución “epicena” la llama (recordando las famosas intervenciones de Ortega en el debate parlamentario del texto republicano de 1931, aunque en aquella ocasión lo hiciera para alertar sobre los “peligros de una constitución epicena” y no como una “virtud” como lo hace ahora Herrero). Creo que no debemos dejarnos morir de éxito, ni perder de vista que las sociedades, más que por la economía, mueren por las instituciones.
Otros consideran que hay cosas más importantes y urgentes que la reforma constitucional, que la reforma es difícil y puede ser traumática. Si consideramos la CE como un simple “papel” jurídico, desde luego que hay cosas más importantes de las que ocuparse ante que de escribir “papeles”, pero no es el caso. No conviene equivocarnos: ambos aspectos son inseparables. La verdad es que ni la democracia en sí misma ni las leyes –y, por tanto, la Constitución- solucionan por sí los problemas sociales, no crean empleo, no prestan los servicios de sanidad, educación , dependencia, no son el estado de bienestar. Pero no admite duda en contrario que la democracia y la Constitución ayudan a la resolución de los problemas. Una constitución buena, un buen marco de convivencia constitucional favorece la resolución de los retos de la sociedad.
e) Reforma frente a ruptura
Siempre que se pone sobre la mesa el tema de la reforma constitucional, reaparece la vieja polémica entre ruptura y reforma. Hasta cierto punto es triste esa falta de tradición constitucional reformadora a la me refería antes, porque si ahora volvemos a plantearnos el tema como en la transición es que no hemos aprendido nada, es que no hemos avanzado.
Entonces éramos rupturistas con respecto al régimen dictatorial: teníamos que romper con la dictadura, por lo que a trancas y barrancas logramos convertir el proceso en rupturista, porque teníamos que dotarnos de un texto constitucional del carecíamos. No servía lo anterior, porque, a pesar del esfuerzo “racionalizador” de profesores e intelectuales del régimen, no había una Constitución democrática.
Ahora es distinto: vivimos en una democracia y tenemos una Constitución que han propiciado un largo período de paz y prosperidad antes de entrar en el túnel del octenio negro. La democracia, por esencia, es el único sistema que permite canalizar el cambio sin rupturas, el cambio pacífico. Y como quiera que las constituciones no son textos poéticos sino que responden a la necesidad de resolver los retos y problemas de la ciudadanía, ahora, frente a 1978, contamos con los instrumentos necesarios para efectuar la adaptación de democracia y constitución a los cambios operados en la sociedad española durante estas décadas.
La reforma pues, es una decisión política, que, como dicen los autores del libro “Pautas para una reforma constitucional”, no puede venir de “la labor de académicos sino de políticos, pues se trata esencialmente de la decisión política por antonomasia”. Y añado, de políticos y ciudadanos.
Pero conviene no olvidar que estamos en una sociedad madura, de democracia avanzada. Y tenemos que ser conscientes, asumir que estamos en el siglo XXI, que formamos parte de la Unión Europea, que pertenecemos a la franja más desarrollada del mundo civilizado. No podemos resucitar nuestros viejos demonios del catastrofismo, dejándonos llevar por “los discursos maniqueos que fomentan la irresponsabilidad”, como decían Arruñada y Lapuente en reciente artículo de prensa.
Solo nos será válido ayudar a que el debate se encauce en el buen camino que nos lleve a resolver los retos de la sociedad española actual, teniendo en cuenta que sería beneficioso abandonar el rígido constitucionalismo actual en aras de otro facilitador de una democracia más robusta; cohonestar los cambios constitucionales necesarios con el más elemental principio de seguridad jurídica; lograr la convivencia pacífica, leal y solidaria de las distintas unidades territoriales que conforman España, logrando un eficaz modelo territorial, y asegurar constitucionalmente los instrumentos constitutivos del estado de bienestar.
Sin traumas. Siendo conscientes de que ni una Constitución debe ser flor de un día ni vivir eternamente como la milenaria planta ornitorringo que crece en los desiertos de Angola y Namibia. Que entre el artículo 136 de la Constitución de México de 1917 que poco menos que constitucionaliza que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella o la flexibilidad a ultranza de la Constitución de Cúcuta de 1821, de la Gran Colombia, hay términos intermedios satisfactorios.
Y en cualquier caso, no perder de vista que no hay obra perfecta, por lo que nos deberían servir las reflexiones con las que Benjamin Franklin cerró las deliberaciones sobre la Constitución americana, en su famoso “Discurso a la Convención”, en 1787: “Así, pues, apruebo esta Constitución, porque no espero nada mejor v porque casi estoy seguro de que es la mejor. La crítica que he hecho de sus errores la sacrifico al bien general. Jamás diré una sola palabra de esta crítica fuera de aquí. Dentro de estos muros han nacido y dentro de estos muros morirán”.
- Félix Muriel Rodríguez. Palabras pronunciadas en la Academia Española de la Administración Pública, en la sesión del 29 de enero de 2015