En estos momentos difíciles que vive París, deseo recordar todo el esplendor de esta ciudad, centro de cultura, arte y pensamiento.
Evoco entonces la ruta de dos escritores latinoamericanos que conocí:
el escritor argentino Julio Cortázar y el intelectual cubano Severo Sarduy, ambos vivieron durante la segunda mitad del siglo XX en París y conocieron, como yo, los monumentos de piedra ennegrecidos por el tiempo y alcanzaron a verla radiante y luminosa como se la ve ahora, gracias a la limpieza edilicia realizada por el exministro de Cultura, el escritor André Malraux, con sus museos renovados y la nueva urbanización en sus barrios.
Vieron los dos rostros de la ciudad luz, el antiguo y el moderno, y trenzaron su amor por París en sus libros y en su literatura.
Al caminar por la ciudad, su recuerdo se aviva en cada puente, en cada café. Tuve el privilegio de ser amiga de Severo Sarduy y de conocer a Cortázar, cuando era estudiante.
Aunque Cortázar y Sarduy se conocían, no se relacionaban, sus vidas y sus ideologías eran diferentes pero los unía París y la nostalgia de sus tierras lejanas: Argentina y Cuba respectivamente.
Julio Cortázar
Vivía en el Nº 4 de Rue Martell, cerca de la Gare de l’Est, un barrio no muy turístico, pero eran esas calles parisinas las que le encantaban y las que aparecen descritas en sus cuentos, incluso en la bella película “La cifra Impar”, dirigida por Manuel Antin.
Aunque Cortázar extrañaba Buenos Aires y me preguntaba sobre la ciudad porteña, un día me confesó que París le daba todo lo que deseaba, por eso, en l951, fijó su residencia hasta su muerte en l984.
Le gustaba caminar por la Rive Droite, perdiéndose en el Viejo Marais y en Les Halles. Estos dos antiguos barrios están, hoy, totalmente recuperados, Les Halles ofrece un circuito de galerías y negocios subterráneos, formando un complejo urbanístico con jardines y paseos que conducen al Centro Pompidou, núcleo cultural y artístico del París actual. Desde su imponente estructura se observa una espléndida vista panorámica de la urbe, sobresaliendo la colina de Montmartre con su monumental iglesia Sacré-Coeur.
El portavoz de prensa del Pompidou me comentaba: “Por el Pompidou pasan más de cinco millones de personas que visitan la importante colección de arte contemporáneo, video art y arte alternativo. El Pompidou es el corazón cultural de Paris.”
El Marais, renace en torno a este coloso arquitectónico; galerias, cafés, el Museo Picasso, el Instituto Cultural Suizo, son algunos de los centros culturales que acompañan al Pompidou. Ya desapareció el bar Trottoirs de Buenos Aires, donde Cortázar escuchaba tangos.
Cortázar, como sus personajes de la novela Rayuela, la Maga y Oliveira, solía cruzar los puentes y caminar junto al Sena.
Actualmente, se puede disfrutar de un bello paseo en barco (hay varios tour en bateaux-bus) deteniéndose en diferentes puntos turísticos. Entre ellos, la Torre Eiffel, diseñada por el arquitecto Gustav Eiffel para la Feria Universal de 1889, o el Arco del Triunfo, construido por Napoleón en honor a sus batallas militares.
Mirando hacia el fondo del rio Sena se observa otro imponente arco, el Arco de la Defensa, levantado en l989, símbolo del París moderno y de la nueva zona financiera con rascacielos y centros comerciales.
Cortázar trabajaba como traductor en la Unesco, pero prefería vivir sobre la Rive Droite, transitar la aristocrática avenida Champs Elysées, la Opera, las galerias del Louvre y el perfil medieval de Notre-Dame, con sus maravillosos vitrales y sus ojivas.
Fue después de Mayo del 68 cuando Cortázar dio un gran cambio en su vida. Según me contaba Ugné Karvalis, su segunda mujer, editora de Gallimard y luego ministra de Cultura de Lituania (su país natal), esta mutación del escritor, se debió, en parte, a ella. Ugné consideraba que Cortázar había descubierto Latinoamérica y al socialismo, a partir del 68, una etapa que compartieron juntos y que lo proyectó a un nivel internacional.
Cuando se separaron, según Ugné, Cortázar se había enamorado de la muerte ya que su tercera compañera estaba muy enferma. Cortázar murió en Paris, con su mundo mago, entre Historias de Cronopios y Famas.
Severo Sarduy
Era sol del Caribe en medio de la nieve de París, la vida cantaba en su acento cubano. Le dolía Cuba y le dolía el comunismo que lo había exiliado. Me contaba como había salido de su país, su falta de pasaporte, como se sentía un paria por momentos, mientras me mostraba las callecitas medievales del Quartier Latin.
Me había adoptado como su hermanita argentina y cada vez que nos veíamos me daba un listado de los Museos que debía visitar: el Museo de Cluny con sus bellos tapices medievales, el Museo Rodin con sus colosales bronces, el Museo de Arte contemporáneo y el Museo de L’Orangerie con la colección de los impresionistas, actualmente totalmente renovado.
El Museo del Louvre era punto permanente de referencia, con su famosa Gioconda, su Venus de Milo, los pintores del Renacimiento, la sala de artistas flamencos, que tanto le gustaba.
Hoy, el Museo Louvre luce la pirámide de cristal creada, en l989, por el famoso arquitecto I.M Pei, con un gran salón de entrada subterráneo y la revalorización de los fundamentos del Castillo, una obra arquitectónica de admirable rescate del patrimonio.
Severo conocía París como su natal Camagüey, le encantaba la Rive Gauche, el boulevard Saint Michel y Saint Germain, con sus cafés, librerías y aire estudiantil. Su trabajo en la editorial estaba en el corazón del Quartier Latin, lo mismo que el movimiento estructuralista del Grupo Tel Quel al que Sarduy pertenecía, iniciado por el famoso pensador y escritor Roland Barthés, a quien conocí gracias a Severo.
Las tertulias de café eran parte de sus rituales y los restaurantes de comida oriental sus preferidos. Otro lugar que frecuentábamos, la Plazoleta Fürstenberg, donde el pintor Eugène Delacroix tenía su atelier convertido en Casa-Museo, o los quioscos de libros, junto al Sena.
Actualmente, se ha creado una playa artificial y se ha recuperado el paseo a orilla del rio, diseñando terrazas y jardines donde la gente baila salsa, tango, valses, y otros disfrutan un picnic con baguette, queso, patè y champagne, durante la temporada estival.
Mientras las barcas se deslizan por el Sena y las primeras luces iluminan la ciudad, flota en el aire el recuerdo de estos dos escritores latinoamericanos que tanto amaron París, como la amamos nosotros.