El lunes 17 de septiembre de 2018, los presidentes de Rusia, Vladimir Putin, y Turquía, Receb Tayyib Erdogán, se reunieron durante más de cuatro horas en la ciudad rusa de Sochi para tratar de encontrar soluciones a sus diferencias evidenciadas en la cumbre de Teherán que les unió junto al presidente iraní, Hassan Rohani, apenas dos semanas antes, sobre Idlib, último bastión de la oposición siria.
A principios de mes, el enviado especial de la ONU para Siria, Staffan De Mistura, había advertido que el régimen sirio y sus aliados se preparaban para un ataque inminente y masivo para asaltar Idlib, anuncio que provocó reacciones internacionales, como los tuits amenazantes de Donald Trump o la preocupación de las principales capitales europeas sobre el desastre humanitario que podría provocar semejante ofensiva.
La presión internacional ha ayudado sin duda a dilatar el ataque en el tiempo, pero la iniciativa y el peso de las negociaciones han sido de Turquía, Rusia e Irán, los tres países que se juegan mucho en Siria, dejando al margen a EEUU, Europa y la siempre ausente Liga Árabe. En la cumbre de Teherán, los rusos e iraníes defendían un ataque contundente para erradicar a todas las facciones armadas de la oposición que califican de terroristas, mientras que los turcos se resistían a calificar a toda la oposición armada de terrorista, y como muestra de sus buenas intenciones, aprobó la inclusión de Ahrar Al Sham, la anterior Nusra, de terrorista. Pero ha sido sobre todo su amenaza de implicarse militarmente para impedir el asalto en caso de no llegar a un acuerdo el argumento más contundente.
Justo antes de entrar a la reunión en Sochi, Putin y Erdogán manifestaron su optimismo a los medios de alcanzar un acuerdo, optimismo al que se unió Irán en boca de su ministro de asuntos exteriores, Yavad Zarif, quien manifestó que la mayor prioridad para su gobierno en este momento es la dimensión humanitaria, por lo que vería muy positivamente una solución que no fuera militar.
Efectivamente, en la reunión se alcanzó un acuerdo que contempla la instauración de una zona desmilitarizada de seguridad de entre 15 y 20 kilómetros para separar las fuerzas rebeldes y las del régimen, zona que será patrullada por fuerzas mixtas rusas y turcas; el pacto también contempla la entrega del armamento pesado de la oposición, así como la rendición de la organización Ahrar Al Sham o su disolución si quiere evitar un conflicto abierto con turcos, rusos, sirios e iraníes a la vez.
El acuerdo ha sido aceptado por el régimen sirio y por las principales organizaciones armadas de la oposición siria, así como ha sido aplaudido por la ONU. El secretario general, António Guterres, ha reclamado a las partes garantizar el acceso de la ayuda humanitaria sin restricciones y ha pedido acciones rápidas para hacer frente a las causas que originaron el conflicto.
Por su parte, Staffan De Mistura ha dicho que la solución armada no hará más que complicar la situación, y ha señalado que “no hay razones para no avanzar rápidamente hacia una solución política”. El acuerdo entre los gobiernos ruso y turco es un buen punto de partida, que de respetarse, tendrá consecuencias dispares para las partes.
El acercamiento entre rusos y turcos le ha valido a Erdogán una fatua, un dictamen religioso, del ideólogo de Al Qaeda en Oriente Medio, el jordano Mohamed Al Maqdisi, que le ha declara infiel tras la inclusión por el Ejecutivo turco de Ahrar Al Sham en la lista de las organizaciones terroristas y por la presión que ejerce sobre esa organización para su rendición. La fatua es una declaración de guerra que podría traducirse en atentados terroristas en suelo turco a semejanza de los atentados de ISIS o del PKK de los últimos años, escenario que perjudicaría mucho la inestable economía del país otomano. Las facciones armadas kurdas, aliadas de EEUU, también salen perdiendo por el acuerdo y la influencia que gana Turquía en Siria, lo que podría hacer reactivar sus atentados también.
No obstante, se abre una gran oportunidad para que los sirios pongan fin al conflicto armado que dura siete años y se sienten a negociar un nuevo marco político para el país, que pasa sin duda por establecer un estado democrático que ponga fin a décadas de una dictadura férrea, y hacer frente a una transición en la que probablemente Al Assad siga teniendo protagonismo. Mantener Idlib fuera del control del régimen sirio le obliga a llegar a un acuerdo.
Se trataría de una solución intermedia que no contenta a nadie pero es necesaria. Al régimen sirio y sus aliados les priva de una victoria incontestable, mientras que a la oposición la priva de la conquista de su principal objetivo, la caída de Al Assad, un objetivo por el que hace pocos días se manifestaban muchos sirios en la última provincia liberada que queda fuera de las garras del régimen.
El éxito del pacto entre Rusia y Turquía supondrá una victoria para ambas potencias, aunque el precio sea diferente para unos y otros. Irán saldría perdiendo si finalmente es obligada por la presión israelí a abandonar su presencia directa en el país árabe. EEUU y Europa pierden más influencia.
El acuerdo de Sochi ha logrado evitar un baño de sangre y la huida de cerca de un millón de refugiados hacia Turquía y Europa y propicia el ambiente necesario para la solución política; no obstante, para que Siria alcance la reconciliación y la transición hacia un futuro mejor para todos sus ciudadanos y comunidades, es imprescindible el compromiso de la comunidad internacional por la reconstrucción del país en una región muy inestable y volátil.