Roberto Cataldi[1]
Cuando uno visita Praga percibe que sus callecitas, sus plazas, sus lugares históricos, los cementerios, en fin, toda la ciudad está penetrada del espíritu y de la evocación de Frank Kafka, su máximo escritor, más allá del negocio turístico y del merchandising montado en torno a su figura y su obra.
Pero el problema que llega hasta nuestros días lo originó su amigo y editor Max Brod al desobedecer el deseo de Frank de quemar sus manuscritos, actitud que dio lugar a un dilema moral y también a un litigio. En efecto, la duda surge sobre si los papeles de Kafka debían haber sido quemados o por el contrario hacerse públicos, si eran de propiedad privada o en todo caso estatal, si pertenecían a Israel porque los considera un “bien cultural del pueblo judío”, más allá de que durante el Holocausto sus tres hermanas fueron asesinadas, o pertenecen a Alemania por ser Kafka un escritor de Praga que escribió en lengua alemana, que no era sionista, que nunca viajó a Palestina y que murió antes de que se creara el Estado de Israel.
El intríngulis surge de la jurisdicción o pertenencia, es decir, Kafka pertenece al lugar donde nació, al país en cuya lengua escribió su obra universal, a Jerusalén que jamás conoció aunque fantaseó con montar allí un restaurante…. En sus últimos años padeció el deterioro progresivo que le ocasionó la tuberculosis y que le obligó a recorrer diferentes sanatorios.
El autor de La Metamorfosis y El Proceso sobrellevó una vida atormentada desde la infancia, bástenos leer la Carta al padre publicada póstumamente. La fuerte y despótica figura paterna siempre le infundió miedo y lo hizo sentir culpable, y confiesa que delante de él no podía pensar ni hablar, por eso terminó por callar. Kafka tuvo un final cruel, pues, la tuberculosis laríngea le impidió alimentarse y murió a los cuarenta años de inanición en una época que no se conocía la alimentación parenteral.
El epónimo es el nombre propio con el que se nombra un lugar, una época, o una enfermedad y, en la antigüedad recurrir a la eponimia era muy frecuente. Por eso Alejandro Magno es el epónimo de la ciudad de Alejandría, el emperador César Augusto lo es del mes de agosto, Américo Vespucio de América o Rómulo es el epónimo de los romanos, entre muchos otros.
En Medicina ciertas enfermedades, estructuras o mecanismos llevan el nombre de quien los descubrió o los describió por primera vez como una forma de enaltecerlos o quizá premiarlos. Es así cómo se ha procurado honrar a los alemanes Julius Hallervorden, Hugo Spatz y Hans Reiter, el checo Hans Eppinger o el austríaco Max Clara. Todos ellos, además de profesar la ideología nazi, desarrollaron sus investigaciones científicas en campos de concentración. Como ser, Hallervorden estudiaba el cerebro de niños con enfermedades hereditarias o defectos congénitos, también niños judíos o gitanos, asesinados dentro de un programa de eugenesia y, él mismo llegaba a practicar las extracciones de los cerebros previo examen del paciente todavía vivo… Ellos, al igual que otros científicos cuya capacidad técnica no se discute, revelaron que se podía hacer ciencia sin necesidad de respetar la ética, discusión permanente a lo largo de la historia de la ciencia. En mi libro “Introducción a la bioética del siglo XXI” puede hallarse más información al respecto.
Ignác Fülöp Semmelweis fue un médico húngaro con gran capacidad de observación, quien advirtió hacia 1840 que el lavado de manos antes de asistir a un parto disminuía las posibilidades de que una mujer falleciera por fiebre puerperal. Sus conclusiones fueron tomadas por la corporación médica como una ofensa y, los obstetras continuaron asistiendo a las parturientas “sin lavarse las manos”. Semmelweis fue desacreditado y murió en la pobreza. Él se adelantó a Pasteur en medio siglo y sentó las bases del control de las infecciones mediante el lavado de manos, práctica que tardó mucho tiempo en ser aceptada por la comunidad médica. En el 2015, cuando se cumplieron 150 años de su muerte, la Unesco decidió honrarlo y reparar las injusticias que padeció en vida y, organizó congresos internacionales en París y Budapest.
Cuando era adolescente pude ver la película Lawrence de Arabia, protagonizada por Peter O´Toole, y secundado por Omar Sharif, Alec Guinness y Anthony Quinn. El film llegó a impresionarme, aunque más me impresionó la figura de Thomas Edward Lawrence, un joven militar del ejército británico, que además fue arqueólogo, espía y escritor. Lawrence desarrolló una intensa tarea de campo como arqueólogo durante varios años y fue un estudioso de la cultura y la lengua árabes, pero sobre todo fue un intelectual de acción, un hombre de armas tomar, al extremo que se convirtió en guerrillero para liderar y unificar a las tribus árabes del norte de África contra el Imperio Otomano durante la Gran Guerra, eso sí con la promesa de fundar una nación. Él, junto al príncipe Huseyn Faisal lograron salir victoriosos en el campo de batalla, sin embargo la realpolitik se impuso luego del armisticio de 1918, pues los británicos no cumplieron con la promesa y atendieron sus propios intereses y los de Francia que era su principal aliada. En efecto, lo que se ganó en el campo de batalla se perdió en la mesa de negociaciones de Versalles. El pacto secreto entre Mark Sykes y George Picot, representantes del Imperio Británico y de Francia respectivamente, repartió Medio Oriente entre esas potencias y alejó el sueño de Lawrence y de millones de árabes: un Estado panárabe independiente y soberano.
Los árabes fueron utilizados por los aliados para derrotar a los turcos y luego los traicionaron. Como diplomático Lawrence pretendió defender la posición árabe en Versalles. Vivió el dilema moral de ser fiel a su patria y ser fiel a la causa árabe por la que había luchado. Tras su fracaso retornó a Oxford deprimido. En esos años escribió Los siete pilares de la sabiduría. Él quería que ese libro fuese el aporte de Inglaterra a la rebelión. Consideraba que escribía mejor que la mayoría de los oficiales retirados pero se creía distante del arte literario. De todas maneras, el tema ameritaba el trabajo escriturario y prefería eso a una escritura perfecta acerca de temas insignificantes. Llegó a traducir la Odisea del griego clásico al inglés.
Decía que todos los hombres sueñan, aunque no de la misma manera, y pensaba que los que sueñan de día son peligrosos porque pueden llevar sus sueños a la práctica. Lawrence lucho por concretar sus sueños, de ahí que se lo consideró un soñador diurno. Terminó siendo famoso por sus hazañas, pero la fama no le borró la desilusión que lo acompañó hasta su muerte. Durante la guerra fue torturado por los turcos que no le reconocieron, logró escapar salvando la vida, pero el episodio lo marcó.
También sufrió no pocas contrariedades y sinsabores a su regreso. Sus amigos escritores Thomas Hardy, John Buchan y George Bernard Shaw procuraron ayudarlo. Sobre su figura hubo muchas controversias, y hasta fue acusado de mentiroso, tener ambiciones desmedidas y ser desequilibrado, pero la imagen que terminó imponiéndose después de la exitosa película es la de un hombre valiente que luchó por sus ideales, claro que su vulnerabilidad permitió que fuese manipulado, convirtiéndose en víctima. Para André Malraux la vida de Lawrence no fue ejemplar y no pretendió serlo, pero sí fue intensamente acusadora… Así como galopaba al lado de los beduinos en el desierto, le gustaba la velocidad cuando montaba en su motocicleta y, un día de 1935, a los 47 años, un accidente le produjo un grave traumatismo craneoencefálico y a los pocos días falleció internado. A su muerte Lawrence se convirtió en una leyenda.
Hace poco me comuniqué con Mónika Zgustova, escritora de origen checo que vive en Barcelona, para expresarle mi aprobación por una nota que publicó en El País de Madrid, en la que recordaba que en 1937 hubo una Gran Purga que puso en marcha Stalin y donde fueron ejecutados 700 000 presos políticos. En el 97 se hallaron unas fosas con los restos de 9000 cadáveres. Para Boris Yeltsin el hecho fue significativo, no para Putín, quien es de la idea que demonizar excesivamente a Stalin significa atacar a Rusia. Mónica comenta que muchos han olvidado el Gulag porque intentan buscar una opinión favorable del pasado.
En fin, más allá de que la vida está llena de ficciones, la reescritura de la historia es una obsesión para los dictadores así como el olvido planificado es una herramienta que intenta modificar el pasado, que a la larga termina imponiéndose, al menos en los que tienen por hábito escuchar su conciencia.
- Roberto Miguel Cataldi Amatriain es médico de profesión y ensayista cultivador de humanidades, para cuyo desarrollo creó junto a su familia la Fundación Internacional Cataldi Amatriain (FICA)