Iba yo esta mañana por la orilla de la playa contemplando el mar levantino, un mar en absoluta calma y un lugar donde disfruto unas breves vacaciones, cuando de pronto me vino a la mente, con cierta añoranza de patria chica, mi condición de murciano por parte de madre, y me dije: ¡hay que reivindicar el panocho!
Pero inmediatamente se han revelado en mi interior mis ancestros paternos leoneses, a cuya región me unen fuertes vínculos sentimentales, y me he dicho ¿y por qué no el leonés, sea el de Los Ancares, el del Bierzo, el de la Cabrera o el de Sanabria (cuyo lago inspiró a Unamuno una de las mejores obras por él escritas y en el que tantos días de solaz he pasado); o el astur-leones,periférico entre dos comunidades tan hermanadas entre sí, como son la leonesa y la asturiana?
Porque, necesario será aclararlo desde ahora mismo que yo ser, soy madrileño. Allí nací, allí me eduqué, allí he vivido la mayor parte de mi vida, allí se han criado mis hijos y han nacido y se están criando y educando mis nietos… Pero ser madrileño, en los tiempos que corren, perteneciente a una comunidad que no reivindica ser nación, que no tiene un simple dialecto que llevarse a la boca y donde todo el mundo habla y entiende el español (¿o hay que decir castellano ignorando que hay quinientos millones de hispano-hablantes que lo identifican directamente como lengua española?), donde to quisque, venga de donde venga, es recibido con los brazos abiertos, sin preguntarle ni por su origen ni por su destino, donde nadie puede sentirse apátrida y cualquier “forastero” puede ser alcalde de sus municipios o presidente de la comunidad autónoma, sin que tenga que hacer profesión de madrileñismo ni abjurar de sus orígenes; ser madrileño, digo, pudiera parecer como si te faltara algo, como estar incompleto.
Así es que miro hacia atrás y busco refugiarme en mi estirpe, bien sea murciana o leonesa a ver si consigo superar el desánimo que me ha invadido por sentirme un tanto apátrida. Porque resulta que tampoco ser “español”, salvo cuando “la roja”, es decir, la Selección Nacional de Fútbol, gana el Mundial (uno solo, tampoco hay que echar las campanas al vuelo), es algo de lo que puedas presumir impunemente; hay que cuidarse mucho cómo y dónde lo exhibes, porque puede convertirse en un estigma y acarrearte ser señalado como un apestado, invasor o simplemente un advenedizo.
Veamos las opciones. Supongamos que me decido por reivindicar mi condición de murciano. Nuestro aliado google (tampoco voy a pretender hacer una sesuda investigación filológica con su correspondiente aparato crítico, en un tema como es éste que no es de mi especialidad, así es que asumimos el riesgo de una posible imprecisión, dada la vulnerabilidad de la fuente consultada) me aclara que el panochoes un dialecto (mal empezamos si ni siquiera idioma podemos denominarle) que se habla “en el sudeste de la península Ibérica, concretamente en la Región de Murcia, sur de la provincia de Albacete, sierras orientales de Jaén, en la comarca alicantina de la Vega Baja del Segura, y el oriente de la provincia de Almería (Comarca de los Vélez y Almanzora)”. ¡Vaya! Se trata, de un habla interregional que ni aún puede adjudicarse en exclusividad a Murcia. Aclara, no obstante, que “los rasgos dialectales están especialmente patentes hoy día sólo entre ciertos segmentos de población, especialmente en aquellos que han permanecido más al margen de la alfabetización en castellano y la presión de éste (agricultores, obreros, etnia gitana y otros colectivos)”. Es decir, algo parecido a lo que ocurriera en Galicia o en el País Vasco y en una buena parte de Cataluña, País Valenciano o Islas Baleares, hasta fechas muy recientes en las que las políticas lingüísticas de sus “países” respectivos están consiguiendo (en algunos de esos lugares a duras penas, como es el caso del País Vasco) una gramática y una fonética común, cosa que mi linaje murciano no ha cultivado. Afirma la misma fuente que “los rasgos del murciano son muy heterogéneos y variables, pero no más heterogéneo y variable que el castellano o el catalán o el aragonés, pudiéndose considerar que se mantiene un mismo patrón dialectal a lo largo de todo el territorio lingüístico murciano, el cual apenas sufre grandes variaciones lo cual hace que no pueda hablarse de `hablas murcianas’ sino de ‘dialecto murciano’ con sus naturales variedades subdialectales”, afirmación que no suena nada mal, porque le da un rango de proximidad a otros hermanos mayores.
La otra opción que tengo es acogerme al leonés (llionés) o, tal vez, al astur-leones, dados los vínculos familiares que me unen con Asturias, donde he pasado uno de los pocos asentamientos de cierta duración aparte de mi enclave principal que, como queda dicho, es Madrid. Continúa nuestra dependencia de Wikipedia y con ella la posible limitación que ello implica, para fijar su ubicación: León, Zamora, Miranda do Douro (región Tras-os-Montes de Portugal, donde es lengua reconocida) y su rama trufada en Asturias. En este caso no solamente interregional, sino internacional. Un habla derivada del latín que se ha dejado colonizar progresivamente por el castellano hasta que éste se convirtiera en español que cuenta (al leonés, me refiero), con defensores muy conspicuos que tratan de encumbrarlo en el lugar que se merece, como Eva González Fernández en el siglo XIX y una nueva generación de autores que en la actualidad tienen el empeño de evitar que se convierta en una lengua en extinción.
Pero constato, por mi conocimiento del medio, que tanto en Murcia como en León, por mucho amor que se tenga a sus tradiciones, por mucho empeño que se ponga en la defensa de sus rasgos culturales, por mucho esfuerzo que se haga en estructurar su ancestral forma de comunicarse y aun en el supuesto de que se lograra elevar su condición de dialecto al de idioma, tanto Murcia como León, repito, jamás renunciarían a serEspaña y a sentirse orgullosos de haber contribuido a hacer del español una lengua universal que muy pronto puede llegar a ser la segunda con más hablantes del mundo. Porque ser murciano o ser leonés no está reñido con ser español; porque hablar panochoo llionésno lleva implícito renunciar al patrimonio común, fruto del esfuerzo de la suma de las Españas, que quiere ser patria común, no sólo para conservar lo que nos une e identifica sino para promover y potenciar los rasgos distintivos que enriquecen las diferencias intercomunitarias.
Aprovechando la brisa matinal, cuando hacía apenas una hora que un tímido sol pugnaba por abrirse espacio entre las nubes, me doy un baño en las tibias aguas de la playa de Denia; mi mente se ha despejado y me he dicho: si ser murciano o leonés, regiones o comunidades tan alejadas entre sí, no es óbice para ser español, por mucho amor que cada uno tenga por su terruño, por su patria chica, por sus ancestros, por sus raíces, por su lengua aborigen; y si, por otra parte, ser madrileño es un crisol de culturas de las Españas, donde murcianos y leoneses, catalanes y vascos, gallegos y andaluces, extremeños y aragoneses, castellanos y manchegos, cántabros y riojanos, asturianos y valencianos, canarios y mallorquines, navarros y ceutíes o melillenses pueden sentirse como en casa; donde una sola lengua permite entendernos y convivir sin que nadie se sienta forastero, ¿qué necesidad tengo de refugiarme en patrias chicas, a no ser para disfrutar de su encanto y belleza, de sus paisajes y de su arte, de su comida y de sus vinos, de sus costumbres y de sus lenguas; de sus gentes maravillosas, al fin y al cabo ¿Cabe mayor ecumenismo que éste? ¿Cabe mayor y mejor caldo de cultivo para promover el entendimiento y la fraternidad, sin necesidad de elevar barreras innecesarias? Porque el secreto no está en restar, en escoger entre una u otra patria, entra una u otra lengua, entre una u otra cultura regional; tenemos la posibilidad de añadir una a la otra, podemos ser murcianos, o leoneses, o cántabros o asturianos, o andaluces, o de cualquiera otra parte del territorio nacional, sin renunciar a nuestra parte alícuota de españoles. ¿Cabe mayor riqueza? Así es que me vuelvo a mi viejo y acogedor Madrid, aprovechando las verbenas del Carmen y de la Paloma, donde seguro que podré compartir con muchos de esos conciudadanos, sin que ni ellos ni yo preguntemos por nuestro origen, ni por nuestra lengua, ni por nuestra bandera, una universal “clara con limón” que nos hará sentirnos confortablemente instalados, como en nuestra propia casa.