La política, bajo el “síndrome Penélope”

Mientras Ulises, el legendario héroe de la mitología griega, rey de Ítaca, luchaba en las guerras de Troya o intentaba infructuosamente regresar a su reino, afrontando mil y una penalidades y aventuras e invirtiendo en ello media vida, Penélope, su mujer, símbolo de la fidelidad conyugal, tejía y destejía a la vez que esperaba el regreso de su marido, negándose a aceptar su desaparición. Para poder defender su fidelidad ante los hombres que la pretenden, Penélope se aviene a aceptar a uno de los candidatos cuando termine de tejer un sudario en el que trabaja; y para dilatar el desenlace el mayor tiempo posible, se busca la treta de tejer por el día y destejer por la noche, de tal forma que la tarea se hace interminable. Además de una fiel esposa, Penélope se muestra como una gran estratega.

En España, sin saber exactamente quién es el Ulises al que esperan, y sin que ninguno de ellos sea un prototipo de fidelidad, ni un maestro de la estrategia, la conducta de nuestros líderes políticos y los partidos que los sustentan, especialmente los dos más prominentes y representativos, no deja de recordarnos la tragedia homérica. Los unos, tejen compulsivamente el sudario para su propia mortaja incorporando a toda prisa al acervo jurídico los elementos más representativos de su ideología; los otros, anuncian a voz en grito que cuando vuelvan a detentar el poder, cosa dudosa en los tiempos que corren, pondrán todo su empeño en destejer todo lo tejido. Una película que se repite cíclicamente, aunque los actores intercambien entre sí los papeles que, según el caso, permite que representen con igual contundencia y entusiasmo uno u otro rol.

Ya me recordaba mi abuela, mujer que aunque no tuviera muchas letras sí tenía una gran experiencia y una agudeza de ingenio digna del mayor encomio, que con las cosas de comer no se juega. Pagamos a nuestros políticos para que se tomen su trabajo en serio y no como un mero entretenimiento floral encaminado a su mayor gloria (y, todo sea dicho, buscando medrar en el empeño y acrecentar su patrimonio personal tanto como las circunstancias se lo permitan).

Por ello, esperamos que, en momentos de gran desolación social como los que estamos atravesando, una desolación debida en gran media a su ineficacia, los políticos tengan la grandeza de aparcar su orgullo y sus miserias y que olviden la posible rentabilidad política que pudiera reportarles la confrontación con los rivales. Es necesario que dejen de lado la maquinaria electoral y elaboren proyectos creíbles, homologables en el contexto europeo en el que vivimos y con el que tenemos comprometido nuestro presente y nuestro futuro.

Esperamos de nuestros políticos que se dejen de pendencias intestinas; que se juramenten de verdad en la lucha contra la corrupción, cualquiera que sea su procedencia y el nido en el que se haya incubado; que se dejen de ocurrencias demagógicas pensadas para embaucar a los propios seguidores y tratar de desestabilizar a los adversarios; que hagan de la ética un referente programático para su conducta ciudadana; que antes de implantar la austeridad que conduce a la ruina y a la marginación en el pueblo, apliquen la tijera a sus ingresos incomprensible e intolerantemente millonarios en tantas ocasiones; que hagan realidad el principio de que la justicia es igual para todos y su aplicación es proporcional al delito cometido, tanto para el que roba una gallina, para el que incurre en malversación de los fondos que le han sido confiados o para el personaje más popular o encumbrado, con independencia del lobby al que pertenezca o de los avales con que cuente…

Corren tiempos de consensos, de acuerdos, de compromisos serios, de aunar esfuerzos, de apoyos mutuos; incluso, tal vez (cosa harto discutible) de un gobierno de coalición. Mientras que los políticos no demuestren la grandeza y la capacidad de poner en orden la casa, de proveer trabajo para el que no lo tiene, de racionalizar la cultura, de dignificar la educación, de garantizar la sanidad con alcance universal, de recuperar la confianza de los votantes, de velar por los intereses de los ciudadanos, de proteger a los más débiles, de imponer un orden social justo… mientras que no hagan realidad el eslogan tan falsamente repetido de que han ido a la política por vocación y renuncien por lo tanto a enriquecerse medrando a costa del puesto que ocupan y, consecuentemente, sean capaces de anteponer los intereses del pueblo a los suyos propios, seguiremos siendo testigos de cómo la llamada clase política se va hundiendo en su propio fango, contemplando la creciente desafección de los ciudadanos. Y en tanto que los políticos se auto enardecen en congresos internos, lamiéndose las heridas de la derrota popular, “la calle” va cobrando protagonismo e imponiendo nuevas reglas que sean capaces de dar paso a otro tipo de sociedad menos depredadora.

Lamentablemente, los políticos parecen haber perdido la capacidad de entender el mensaje que les llega del pueblo; falta la sensibilidad para llorar con los millones de familias que lloran cada día porque unas mentes malévolas les han excluido de la clase media trabajadora y han sido arrojados a la cuneta de la pobreza y de la indigencia más lacerante. Y ante el fracaso estrepitoso de sus mayores, los cachorros, criados en los rescoldos de los partidos, se preparan para el relevo, sin más bagaje que las consignas y los eslóganes partidistas de siempre, sin haber pasado antes por la fragua de la vida real, la de los currantes, sin haber cotizado jamás a la Seguridad Social gracias a un trabajo fuera de las órbitas de la política.

Es probable que “la calle” no tenga la capacidad de formular programas alternativos, pero le sobra olfato para interpretar la ruina en la que se encuentra. Y “la calle” demanda que los dirigentes políticos se encierren en un cónclave ininterrumpido hasta que sean capaces de acordar soluciones estables, se dejen de zarandajas partidistas, de sutilezas estériles, de separatismos extemporáneos, de rentabilidades políticas, de soberbias ideológicas y de dialécticas estériles y se impliquen en un gran acuerdo que asuma como el mayor objetivo programático sacar de la ruina a la población. Y, a la vez, que no solamente abandonen, sino que condenen y persigan con contundencia toda práctica de corrupción directa o indirecta; que pongan un techo razonable a sueldos, bonos e indemnizaciones procedentes del erario público y, sin escatimar esfuerzos ni buscar sobresueldos, dediquen a su tarea el tiempo que un trabajo de vocación requiere.

“La calle” le está pidiendo tanto a Rajoy como a Rubalcaba y a quienes les sustituyan en próximas mayorías que surjan de las urnas (si el sistema no explota antes), que se olviden del síndrome Penélope y se pongan a tejer juntos. Tiempo habrá, cuando la situación mejore, de volver a los juegos dialécticos, siempre y cuando aprendan bien la lección de que con las cosas de comer no se juega.

Máximo García Ruiz
Nacido en Madrid, es licenciado en Teología por la Universidad Bíblica Latinoamericana de Costa Rica, licenciado en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad Pontificia de Salamanca y doctor en Teología por esa misma universidad. Profesor de Sociología, Historia de las Religiones e Historia de los Bautistas en la Facultad Protestante de Teología UEBE durante 40 años (en la actualidad emérito) y profesor invitado de otras instituciones. Pertenece a la Asociación de Teólogos y Teólogas Juan XXIII; es uno de los dos únicos teólogos protestantes incluido en el Diccionario de Teólogos/as Contemporáneos editado por Monte Carmelo que recoge el perfil biográfico de los teólogos a nivel mundial más relevantes del siglo XX. Ha sido secretario ejecutivo y presidente del Consejo Evangélico de Madrid y ha publicado numerosos artículos y estudios de investigación en diferentes revistas, diccionarios y anales universitarios y es autor de 21 libros, y otros 12 en colaboración.

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