La viuda alegre se estrenó en Viena en 1905 y es la opereta más famosa de todos los tiempos. Tanto, que su título ya se ha convertido en un tópico del buen vivir y del glamour que da el dinero ganado sin esfuerzo y gastado con los amigos.
Ahora, Natalia Millán, bajo la dirección de Emilio Sagi, protagoniza una versión rejuvenecida de La viuda alegre, con producción del Teatro Arriaga.
A través de sus imágenes y de su música, el autor Franz Lehár nos traslada al glamuroso mundo del París de los años 20 (Maxim’s, Folies Bergère, salones de embajadas y palacios), lo que podemos saborear siguiendo el libreto de Victor Léon y Leo Stein
La puesta en escena es un canto de amor al «cancaneo» más desinhibido, con especial atención a la escenografía y al vestuario. Los intérpretes pasaban de 20, y a veces coincidían todos en la pista de baile del Casino, Chez Maxim’s, o en los lujosos salones privados, escenarios en que se iba transformando el inmenso y altísimo espacio de la Sala Roja. Y todo se hacía a la vista del público, sin ocultaciones, sin cortes ni telones de boca.
No quiero decir que los demás ingredientes que componen el espectáculo no fueran también buenos. Las voces y la música en directo son preciosos, ya arropen a una voz o a un coro, pero de no ser por las partes habladas y por el argumento que ya llevamos conocido, uno se quedaría sin entender más que por señas. Esto depende también del sitio que se ocupe en el Teatro, que estaba completamente lleno y con un público entregado.
La orquesta, allá abajo en el foso, fue muy aplaudida antes y después de la función. Era un tendido de disfrute en butacas y palcos, con murmullos discretos antes de comenzar y atención máxima una vez comenzada la representación, un ambiente civilizado y colaborativo: nada más empezar la puesta en escena, a una señora se le rompió el collar de perlas y éstas cayeron rodando con alborozo escaleras abajo. Suspendida de inmediato la búsqueda, ésta siguió después de los aplausos finales, ayudada por amigos y desconocidos de entre el público, que se afanaban por recogerlas de debajo de las butacas, alumbrándose con el teléfono.
El ambiente abajo en el escenario era festivo por demás y esto se transmitía: las candilejas del Folies Bergère parisino sucedían al despacho de un notario orondo que acababa de anunciarle a Hanna, la viuda desconsolada, la inmensa fortuna que acababa de heredar de su difunto esposo. Ay, cómo sonaba esto a música celestial. A partir de aquí, todo son bailes y ver la manera de gastar esa inmensa fortuna: «mucho dolor», dice ella, «mucho dinero», se relame el notario, al que luego, en el tercer acto, veremos bailar el cancán completamente desatado.
Fue un gran acierto ponerles a los hombres por encima de su traje de etiqueta, los volantes del cancán. Aunque también hay alguno sin el traje de rigor y luciendo los bajos «acancanados».
Por tanto, todo está muy bien, muy en su sitio y muy claro, pero hay tres partes que destacan por encima de las demás, como digo: la escenografía sencilla y preciosista a la vez, el vestuario de ensueño, y sobre todo el momento cumbre en que los hombres se lanzan detrás de las mujeres a bailar el cancán. Lo que se dice puro «cancaneo» aplaudidísimo.
- Título: La viuda alegre
Música – Franz Lehár
Libreto – Victor Léon y Leo Stein (basado en la comedia L’attaché d’ambassade, de Henri Meilhac)
Dirección musical – Jordi López
Dirección escénica – Emilio Sagi
Compañía: Teatro Arriaga
Reparto – Natalia Millán, Antonio Torres, Silvia Luchetti y Guido Balzaretti… hasta 21 intérpretes en escena, más los músicos de la orquesta, en el foso.
Espacio: Teatros del Canal – Sala Roja (Cea Bermúdez, 1, Madrid)
Fecha: 17 de enero de 2016