Debemos tomarnos en serio el acabar con el daño que estamos haciendo a nuestro idioma desde los sindicatos y la izquierda, señala Manuel Nolla en esta columna sobre el lenguaje actual políticamente correcto. En los documentos de quien quiere manifestar sensibilidad feminista se viene generalizando un esfuerzo por modificar la gramática. Si bien es cierto que en la conversación coloquial y en la literatura aún no ha calado, ya se empieza a oír en medios de comunicación la moda que impone un lenguaje farragoso.
Me resulta curioso que este asunto no lo trate casi nadie en público, cuando me consta que mucha gente (mujeres y hombres) lo piensan. Creo que la causa es que hay un respeto comprensible a la lucha feminista, que lleva incluso a un cierto “miedo” ante lo políticamente incorrecto.
La lucha por la igualdad entre sexos es una de las batallas permanentes y más importantes de la humanidad. Con importantes logros, aunque tiene aún mucho camino por delante. Y, como es lógico, el papel de las mujeres en esa lucha es el determinante. Todos los hombres estamos en deuda y además avergonzados del machismo de las generaciones anteriores y de los restos en la nuestra.
Pero creo que en esa lucha (como en todas) se cometen errores como el que aquí resalto. Consiste en confundir el sexo con el género de las palabras. En castellano, las palabras tienen género con relativa dependencia de su terminación, con una regla genérica de atenerse a las terminaciones en “a” o en “o”.
El sexo de animales y personas es otra cosa. Igual que “mesa” no es sexualmente femenina, “dentista” tampoco lo es.
Hay más o menos machismo en todas las sociedades de este planeta. Hay machismo por tanto también en el lenguaje, en muchas expresiones que hay que erradicar. Pero las gramáticas de distintas lenguas son diferentes y unas tienen un tratamiento de los masculinos y femeninos o un tratamiento de los genéricos diferentes a otras, y no lo son por ser sociedades mas o menos machistas. ¿Son acaso más feministas los españoles de hace 50 años que los ingleses de hoy porque estos no tienen, por ejemplo, ni siquiera una palabra propia para designar a las profesoras?. Por el contrario ¿fué por feminísmo el no tener diferenciados los pronombres?. ¿Han tenido hace siglos un solo artículo (the) para no discriminar a las mujeres?. Obviamente NO.
Leo a menudo que estamos ante un esfuerzo-batalla lingüistica que busca hacer “visibles“ a las mujeres. Cosa muy loable en la sociedad. La gramática son normas para el entendimiento.
La cuestión se manifiesta fundamentalmente en dos aspectos:
1.- La búsqueda de palabras nuevas.
Fundamentalmente en las profesiones o actividades. Esto no complica mucho el lenguaje. De hecho hay varias actividades en las que, de manera natural siempre ha habido o han aparecido otras palabras.
Una cosa es que la mayoría de las profesiones fueran ejercidas por varones y otra el género de las palabras. Las profesiones acaban en “o”, en “a”, o en otras terminaciones y eso no debe ser asimilado al género sexual.
Así, las profesiones terminadas en “ista”(periodista, dentista) ,o en “l” o “z” (cónsul, púgil, portavoz, juez), o en “e”(amanuense, cicerone) se les deja quedar, pero hay que cambiar otras que acaban en “o” porque parecen masculinas, aunque admiten que se mantengan otras terminadas en o, como “piloto, o modelo ”, que funcionan como comunes.
¿Por qué se plantea como invisibles a las mujeres en las profesiones terminadas en “o” y sin embargo pudieran quedar invisibles los hombres en las profesiones terminadas en “a”? (periodista, fisioterapeuta, taxista…). ¿Creamos periodisto y fisioterapeuto?..
En castellano los artículos el/la y los/las sirven perfectamente para distinguir a hombres y mujeres en profesiones o adjetivos de muy variadas terminaciones cuando hace falta diferenciación. Pero ¿y cuando nos referimos a todos? (genérico)
2.- El uso del genérico plural.
Sencillamente se propone que desaparezca el genérico. Y este es un asunto muy grave.
Se necesita un único genérico y desde hace siglos el lenguaje ha elegido uno, añadiendo una “ese”. De modo que diremos: “las cebras, las jirafas y los nús de la sabana” sin decir con ello que no hay machos o hembras entre ellos. O: “es una película para niños, jóvenes y ancianos”. NINGÚN IDIOMA se para a decir: los niños y las niñas, los y las jóvenes y los ancianos y las ancianas. El genérico (como su nombre indica) presupone ambos sexos.
A mí lo que me preocupa es que la necesaria lucha contra el machismo en el lenguaje y en las expresiones populares se traslade a unas prácticas que hacen farragosa la expresión. Entre otras cosas, porque en castellano deben concordar en género el nombre con el artículo y el adjetivo, cosa que ni los escritos más “correctos” se atreven a hacer.
Es una lucha absurda porque creo que el lenguaje evoluciona de otra manera, que suele ser la simplificación. (obsérvese como están desapareciendo muchos artículos entre los periodistas).
En esta cruzada lingüista, ni siquiera los textos más supuestamente feministas pasan la prueba del algodón de utilizar siempre “os/as”. Se hace imposible. Ejemplo:
“Los/las cooperantes y cooperantas de los campos de refugiados y refugiadas están contentos y contentas porque los/las leones y leonas han dejado de merodear…..” Sería curioso “traducir” a ese lenguaje las obras maestras de la literatura. Es curioso que JAMÁS se usa el doble empresarios/empresarias.
Se usa también decir: «personas paradas». Redundancia, porque es claro que no nos referimos a… caballos parados. Se hace para variar después de unos cuantos «parados y paradas».
Otros pequeños problemas.
La arroba. Sólo puede emplearse cuando se parte de una palabra terminada en “o”. La barra inclinada. Los/as compañeros/as están concienciados/as. Puede valer para ahorrar espacio en los textos escritos.
Pero tanto la barra como la arroba tienen un problema si ese texto debe ser leído en voz alta, porque entonces obliga sobre la marcha a una traducción, como: los compañeros y las compañeras están concienciados y concienciadas. (Porque las compañeras no están “concienciados”)
Ese camino de pretender cambiar el idioma a golpe de consigna se está concretando en inventos que cualquiera pueda proponer.
Así, en el movimiento del 15M (en el que participo) pretenden evitar el doble genérico mediante otro signo: la «x». Otros siguen usando la «@».
La novedad ahora es usar sólo el femenino. La confusión no tiene límites. Parece un signo de identificación grupal a modo de jerga de secta. A lo mejor a las feministas argentinas se les ocurre otro signo.
Probemos a mezclar: Nosotrxs estamos decididos y decididas a enfrentarnos a los/las patron@s, y por eso, debemos estar todas unidas.
Esta locura hará feliz a los traductores automáticos, los diccionarios, los estudiantes del castellano.
En definitiva, este camino destroza el lenguaje. PARA NADA. Años buscando acercar el lenguaje cotidiano a oficial y nos encontramos ahora con un lenguaje que sólo se utiliza ante públicos, y sólo si son “amigos”.
Como ya hemos visto, ¿por qué habríamos de limitarnos a aplicar estas normas en los humanos y no en los animales, que también tienen diferencia sexual? Deberíamos igualmente hacer el mismo esfuerzo con el género humano, con los animales que “no tienen femenino” y crearlo. Así, deberíamos imponer poco a poco el uso de ornitorrinca, antílopa, o buitra.
Pero claro, entonces los que terminan en “a” se quedan como están, y los jirafos hienos, águilos y cebros se quedan “invisibles”. ¡¡POR FAVOR ¡!
Se que toco un tema sensible, pero es un tema en el que además tenemos responsabilidad.
Y ES URGENTE, porque lo peor es que una vez que empieza a triunfar el error de duplicar los genéricos, entonces se hará necesario hacerlo siempre, porque, caso contrario, se entenderá que nos estamos refiriendo exclusivamente a los varones.
Entre lo «farragoso» y lo «invisible»
Cada cierto tiempo, solemos encontrar en los medios de comunicación artículos como éste de Manuel Nolla que nos advierten sobre los peligros del lenguaje políticamente correcto, especialmente en cuestión de género, y nos auguran todo tipo de males para el idioma. Es cierto que en su mayoría provienen de las filas conservadoras, pero no siempre es así, y a la prueba me remito.
Si nos atenemos al meollo aparente del asunto, el tema no da para mucho. En español podemos encontrar muchos ejemplos de doble denominación según género (escritor y escritora, arquitecto y arquitecta, monje y monja), bastante comunes también en el ámbito de la representación política e institucional (rey y reina, príncipe y princesa, infante e infanta, presidente y presidenta, diputado y diputada, director y directora, ministro y ministra, alcalde y alcaldesa, etc.). Las denominaciones que acaban en “a” (como periodista, pediatra, pianista) no suelen masculinizarse o feminizarse, pero ahí están modisto, poetisa o enfermero (una vez escuché a un profesional masculino denominarse a sí mismo como “enfermera”, con gran pasmo de los que le escuchaban, incluidas mujeres). En otros casos, por razones tanto lingüísticas como de tradición, no existe la duplicación (edil /edila, sargento/sargenta), o se usa con significados equívocos y burlescos. De todos modos, algo que da idea del relativismo de estas costumbres es lo polémico que resultó en su momento hablar de “psicólogas”, “juezas”, “médicas” o “concejalas”, términos hoy perfectamente normalizados en el habla popular.
En inglés uno tiene “brothers and sisters” cuando tiene hermanos y hermanas, y ejemplo paradigmático en ese idioma es la conocida introducción de la declaración del Gobierno Provisional de la República de Irlanda: “Irishmen and Irishwomen: In the name of God and of the dead generations…”. Todo el mundo en España se dirige a un público de ambos sexos con la expresión “señoras y señores”. “Bonjour mesdames et messieurs”, dicen los franceses…..
Nunca está de más apelar a la corrección gramatical, a la economía lingüística o la tradición, pero dejando de lado una excesiva vehemencia como cancerberos de la pureza mancillada del idioma, a la vista de lo mudable del asunto. El discurso conservador se me antoja, en este sentido, menos hipócrita: sus propagadores han vislumbrado el peligro de una “ingeniería social” que, cambiando el lenguaje, pretende cambiar las conciencias. Citan a Víctor Kemplerer y a Orwel, y advierten sobre un mundo futuro totalitario dominado por izquierdistas, feministas y homosexuales. No les preocupa que Esperanza Aguirre diga “lideresa”, pero sí que Bibiana Aído (¿recuerdan?) diga “miembras”. Y no cabe duda de que, a despecho de sus cantos apocalípticos, seguramente tienen razón: hacer visibles a las mujeres en el lenguaje debería generar cambios en la mentalidad social y contribuir a esa mayor visibilidad en el mundo tangible. Ahí está, en el fondo, el verdadero “pecado” del lenguaje «farragoso»
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