Tal día como hoy, hace medio siglo, el 25 de enero de 1968, la Universidad Católica de Lovaina (UCL, en Bélgica), fue escenario de violentos incidentes. La expulsión de la UCL de los profesores y estudiantes de lengua francesa estaba en marcha, tras una larga serie de enfrentamientos políticos entre francófonos y flamencos.
Diez días antes, la voluntad de “purificación” o flamandización de la UCL –en su sede histórica- había sido confirmada mediante una movilización de los estudiantes y del profesorado neerlandófono (flamenco). Rechazaban un plan del Consejo Académico que insistía en mantener el bilingüismo en aquella universidad fundada en el siglo XV. La policía detuvo a casi 700 personas y la seguridad fue reforzada en todo el país. Hubo incidentes muy graves, intervención policial y una huelga universitaria. Una vez más, la unidad de Bélgica estaba en peligro.
El texto que encendió la ira de los flamencos decía –entre otras cosas- lo siguiente. “El Consejo Académico no ignora que la destrucción o el desmantelamiento de la sección francesa podrían ser decretados por las autoridades políticas despreciando nuestras libertades fundamentales. Si esa posibilidad se confirmara, traería consigo consecuencias fatales para la UCL, para la enseñanza universitaria y para la unidad del país”.
¡Fuera los valones!
“Walen buiten!”. Ese fue el grito que empezó a circular en medios nacionalistas flamencos y en la propia universidad. En un período cúspide de la guerra de Vietnam, con la guerra fría en uno de sus momentos más implacables, Europa confundió aquel 1968 universitario belga con el Mayo francés. Pero el contenido fue muy distinto. “¡Fuera los valones!”, decían.
Bélgica vivía entonces una de sus más duras querellas internas. El nacionalismo flamenco concentraba sus reivindicaciones en temas muy precisos. En este caso, pasaba por una especie de limpieza (¿étnica?) de la universidad: la movilización buscaba convertir a Lovaina en una universidad monolingüe (sólo flamenca). Seguramente con razón, muchos flamencos estaban convencidos de que habían sufrido discriminación cultural y política desde 1830 (año de la independencia del país). En la enseñanza, el francés había sido la lengua dominante. Lo mismo había sucedido en la justicia y en los tribunales; en la administración en general. Pero el nacionalismo flamenco había recuperado el terreno. Había avanzado políticamente y reivindicaba lo impensable años antes. De modo que el estallido de Lovaina no fue único, ni repentino.
La frontera lingüística
Pasada la primera mitad del siglo XX –e incluso después de que se aprobaran las leyes lingüísticas de 1962-1963, que confirmaron el carácter monolingüe de las regiones de Bélgica, excepto Bruselas–, la Universidad de Lovaina (situada en Flandes) seguía ofreciendo clases en francés (también en flamenco o neerlandés, también llamado holandés). Constituía una excepción tras el trazado previo de una inflexible frontera lingüística interior. A la hora de diseñarla, las zonas de mayoría francófona habían sufrido un asedio militante por parte de los flamencos (con disturbios en la zona francófona de los Fourons, por ejemplo). El 10 de marzo de 1960, los universitarios flamencos de Lovaina impidieron el desarrollo de una conferencia del ex primer ministro Jean Duvieusart. Para muchos, esa acción militante fue el primer acto de las hostilidades entre las dos comunidades: los flamencos y los francófonos (que incluyen a los valones y a la gran mayoría de los bruselenses).
Cuando, tiempo después, el Walen buiten empezó a extenderse, los profesores francófonos de la Universidad de Lovaina fueron a ver al Rector (flamenco), para protestar y pedir su amparo. Según un testigo de la época, éste les respondió educadamente aunque con frialdad. Y los acusó de exagerar los incidentes.
De la histórica Lovaina a Lovaina la Nueva
La UCL es una institución fundada en 1425. Es algo más que una institución de Bélgica. Forma parte fundamental de la historia y de la cultura europea. Pero en 1963 la UCL -situada en el núcleo urbano, medieval, de Lovaina (en Flandes)- ya había empezado a dividirse sin que los francófonos tuvieran (aún) que cambiar de zona.
Las facultades se habían separado. Se partieron en dos secciones distintas. Y cada comunidad lingüística tenía ya su propio rectorado y su propia administración. Pocos años después, en 1971, la sección francófona de esa universidad tuvo que abrir sus puertas en un nuevo lugar, Lovaina la Nueva (LLN), a 30 kilómetros de su corazón histórico, en el territorio francófono de la región de Valonia. En ese divorcio, se partió y se dividió todo: los aparatos administrativos y -libro a libro- la biblioteca. Tremendo.
La separación física se había decidido en 1968, tras las numerosas demandas de los más extremistas y las masivas manifestaciones flamencas de 1967, que reclamaban “la expulsión” (sic) de los francófonos. El día 5 de noviembre de 1967, la prensa habló de 120.000 manifestantes en Amberes. Entre ellos estaban 35 diputados conservadores, democristianos, también grupos de extrema derecha (Volksunie y el grupúsculo fascista Vlaamse Militanten Orde). Incluso algunos diputados socialistas flamencos. En el debate sobre dónde debían situarse las distintas facultades participaron también voces francófonas que empezaron a asumir la lógica de la escisión. Es preciso señalar, además, que hablamos de un período en el que la universidad (en sentido amplio) empezaba a convertirse en una institución de masas en todas partes.
En ese ambiente, buena parte de los nacionalistas flamencos trató de evitar que los asociaran a las ideas reaccionarias de su pasado reciente. La estrategia nacionalista flamenca pasó por adoptar determinados discursos precursores de la globalización muy propios de 1968. Un anticipo del lenguaje políticamente correcto: el planeta es de todos, abajo el autoritarismo, viva el Tercer Mundo porque se rebela contra la colonización… y “nosotros” también. Pero casi inevitablemente contaban en sus filas también con una extrema derecha, digamos, pura, que recuperaba las ideas de siempre: las de aquellos que –en Bélgica- habían colaborado con los nazis durante la ocupación. Se adaptaban así a los nuevos tiempos manteniendo lo esencial del nacionalismo flamenco.
¿Los enterradores de Bélgica?
En este ambiente, la posición de la Iglesia Católica belga pasó de la defensa de la unidad de la UCL (como principio) a sostener la necesidad de la separación. Y no hay que olvidar el adjetivo histórico (católica) de la UCL desde su fundación. Esa crisis precarizó la estabilidad de los sucesivos gobiernos belgas. El país se convirtió en un Estado frágil e inestable, socialmente muy tenso. El socialcristiano Pierre Harmel, que fuera jefe de Gobierno, ministro de Asuntos Exteriores y presidente del Senado, dijo una famosa frase dirigida a la clase política de entonces: “Seremos los enterradores de Bélgica”.
Por fortuna, Bélgica existe; pero la UCL quedó dividida. La Lovaina histórica es flamenca y Lovaina La Nueva es –en realidad- otra universidad (LLN) con el mismo nombre (cerca de donde se sitúa el Museo Tintín, eso sí). La primera piedra de la universidad de LLN se puso en 1971 en una pequeña población, Ottignies. Pasó a llamarse Ottignies-Louvain-la-Neuve. Y hay que recordar que no todos los francófonos deploraron el cambio, lo que nos hace reflexionar dos veces sobre aquella crisis.
Los partidos belgas terminaron –a su vez—escindidos en función del idioma de sus militantes. Eso incluyó a los partidos de izquierdas. Bélgica se partió un poco más, cada día un poco más. Hasta que se alcanzó una especie de congelación del conflicto lingüístico y el país logró edificar unas estructuras federales siempre en equilibrio inestable y verdaderamente complejas. Lo que no evita que las tensiones se reproduzcan de vez en cuando. Sin embargo, nunca –por ahora- han llegado al punto de romper un cierto statu quo. Después del punto álgido del conflicto de Lovaina, hubo un auge del voto federalista, pero esa reacción no ha logrado jamás –en lo esencial– que la realidad vuelva atrás.
Naturalmente, las falsas noticias jugaron –ya entonces– un gran papel en la excitación de unos y otros. Los rumores (entonces nadie hablaba de eso de las fake news o feiqueniús) decían que el presidente francés Charles de Gaulle atizaba el conflicto interno de los belgas para avanzar la quiebra de su vecino del norte en su propio beneficio: para terminar integrando a la Bélgica francófona en Francia. Su famoso y provocador grito de “Vive le Quebec libre!” estaba cercano. Así que las autoridades belgas desconfiaban de las intenciones del general-presidente. Al fin y al cabo, Canadá sufría un conflicto parecido entre anglófonos y francófonos. De Gaulle llegó incluso a intentar que le invitaran a Bruselas en visita oficial. Pero las autoridades belgas de entonces se negaron. Y en Bruselas, fue declarado persona non grata.
El reacomodo belga
Bélgica se ha adaptado a sus escisiones y divisiones, aunque a veces la situación se parezca a una mini guerra fría interior. Las viejas querellas –incluida Lovaina- nunca han desaparecido del todo. Siguen ahí, enterradas, entre múltiples detalles y matices. Pero, para la mayoría, prevalece la convivencia. En este contexto, hay que citar a la pequeña comunidad germanófona de Bélgica. Suele jugar un papel de acercamiento entre unos y otros. Claro que la división lingüística es un hecho profundo (excepto en Bruselas, que sigue siendo multilingüe) y persiste la separación tajante de los partidos políticos. Y de casi todas las instituciones belgas, divididas en función de la lengua.
De mi época bruselense guardo toda clase de anécdotas. Algunas únicamente ilustrativas, otras bastante delirantes, insultantes o estúpidas para un francófono no-belga como yo: aquella vecina que no quiso explicarme donde dejar la basura por dirigirme a ella en francés; aquel empeño de Belgacom en decirme que no podían disponer (en francés) de una copia de mi contrato de telefonía-internet… En fin, en este último caso se escondía el objetivo escondido de construcción de estadísticas favorables al uso del flamenco en Bruselas (pero eso lo supe mucho más tarde). Aquel divertido rechazo ante la solicitud para hacer yoga en un centro cultural flamenco porque el peticionario no hablaba mucho neerlandés en una ciudad mayoritariamente francófona.
El humor belga -muy surrealista por tradición- ha sido antídoto frecuente contra esa enfermedad identitaria. Descubrimos rastros de esa burla soterrada en la obra literaria de Hugo Claus; en las canciones de Jacques Brel; en el pintor Magritte o en los caricaturistas de los diarios; en los espectáculos sorprendentes de Jan Fabre; en las novelas de Amélie Nothomb y también en las de Georges Simenon.
O en mi admirado Arno, el músico y cantante, que era vecino nuestro en Bruselas. Una vez vi cómo le preguntaban en televisión cómo se podía distinguir a los belgas: “Por el olor de sus sobacos”, replicó sin cambiar el gesto. Arno, flamenco que cantaba también en un francés de acento divertido y durísimo, recordó su pasado juvenil así: “Crecí en Ostende (costa de Flandes) que entonces era una ciudad bilingüe. En las tabernas, no se pedía ‘een pintje’, sino ‘une chope’” [*en francés, una jarra de cerveza].
Está claro que no faltan la nostalgia y el dolor en esas palabras, pero también se expresa ahí la voluntad de mantener el ánimo. Así que aquella testarudez nacionalista concretó –como poco- un cierto humor belga y contribuyó a mejorar y aumentar sus precedentes surrealistas. Quizá, y por fortuna -junto a las patatas fritas y la cerveza-, esas características culturales son la mejor base de la simpática e inestable unidad de los belgas.