Malestar universal

Roberto Cataldi¹

Cualquier ciudadano pensante, medianamente informado, advierte que vivimos en un mundo donde los conflictos se multiplican rápidamente, y que muchos de estos conflictos son acuciantes.

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Situación que no surgió con la actual pandemia, como pretenden hacernos creer aquellos políticos para quienes el conjunto de ciudadanos o la ciudadanía de un país es lo más parecido a un rebaño, si bien es cierto que la pandemia profundizó la crisis y la tornó más visible.

Por otra parte, no todos entienden la crisis de la misma manera. Existen estudios que revelan que en los últimos quince años el número de protestas se triplicó en todo el mundo, y que en cierta medida recordaría algunos períodos históricos con llamativas similitudes como aconteció en 1848 con «La primavera de los pueblos», en 1917, un año esencial de la Gran Guerra, o en 1968 con el Mayo Francés y la Primavera de Praga. En efecto, en esos años una gran cantidad de personas se rebeló contra el estado de cosas y exigió fuertes cambios.

Con la pandemia el mundo se empobreció más, en muchas regiones la miseria se hizo patente, la gente retrocedió en aquellos logros y conquistas que requirieron años de trabajo o tal vez toda una vida de sacrificios, incluso no pocos seres de repente perdieron su lugar en el mundo, mientras algunos que ya eran ultrarricos no desaprovecharon la oportunidad para incrementar su riqueza.

La falta de solidaridad global quedó demostrada en este par de años de pandemia donde privó el «sálvese quien pueda». Los estados para privilegiar a pequeños sectores implementan medidas que ocasionan daños o males a amplios sectores de la población, pero dicen hacerlo en nombre del bien común…

En fin, una época de sinsentido y abatimiento moral que una y otra vez nos lleva al planteo de Albert Camus: lo absurdo de la vida en sí misma. Entre la tesis de Rousseau, «El hombre es bueno por naturaleza» y la de Thomas Hobbes, «El hombre es un lobo para el hombre», no hay duda que se impuso esta última.

Hoy por hoy la mayoría de los gobernantes y de los grandes empresarios no escuchan los reclamos de la gente, no les interesa, su realidad es otra. A ello se suma la percepción social del fracaso democrático, como si la democracia en sí fuera la responsable de este estado de cosas, y no los políticos que se han preocupado por generarse todo tipo de privilegios, recurrir a trampas y negocios non sanctos.

El sistema representativo, ineludible en una democracia que no puede ser directa, está en crisis, pues, los legisladores no representan el sentir de sus votantes a quienes traicionaron al no cumplir las promesas con que les arrebataron el voto. La crítica está dirigida a todos los estamentos del Estado, sin excepción, la prueba es que ninguno de los poderes tiene credibilidad.

Claro que todavía la sobreactuación y el cinismo políticos rinden frutos, también los golpes de efecto y las fake news. Sin embargo la historia revela que el mal humor social y los reclamos no atendidos constituyen un caldo de cultivo ideal para aquellos que proponen soluciones violentas.

Mucha gente protesta porque percibe un desinterés manifiesto del Estado por la educación, la salud, la vivienda, el trabajo precario, la pobreza, la marginalidad, la falta de oportunidades para progresar, la inseguridad física y jurídica, entre otros problemas existenciales.

Y lo grave es que se trata de un fenómeno creciente, que se verifica en todas partes aunque con diferentes magnitudes. La lista de reclamos cada vez es mayor. Reclamos por la desigualdad, la corrupción estructural que no es combatida por una justicia amañada, la inacción ante el cambio climático (fijémonos en el débil compromiso logrado en la reciente cumbre).

Por otra parte, resulta lógico y justo que los ciudadanos quieran tener algún poder de decisión en aquellas cosas que afectan directamente a su calidad de vida.

Un tema puntual son los reclamos de justicia racial o étnica, como sucede con el BLM o Black Lives Matter («Las vidas de los negros cuentan»). Asimismo temas como el exilio, los desplazamientos forzados, la identidad, la pertenencia, las desapariciones de opositores o la esclavitud encubierta no son abordados de manera correcta.

Hace unos años tuve la posibilidad de observar el movimiento de los indignados y también el de la primavera árabe, y más allá de los «excesos de democracia» como asimismo de las manipulaciones del poder político y los medios afines, en el diálogo con algunos de sus participantes rescaté de la protesta un profundo sentido de dignidad.

En efecto, la dignidad (como el bien común y el sentido de lo correcto), más allá de si se es o no creyente, fue, ha sido y es una brújula en este escenario de meandros existenciales. Está claro que no se puede ignorar que la vida de cada individuo es una experiencia única e irrepetible, que merece ser respetada.

Algunos analistas sostienen que en esta problemática existe un trasfondo moral. Y la moral se somete a un valor, no lo inmoral ni lo amoral. Nietzche planteaba la moral de los amos y la de los esclavos, que para él era intemporal porque estaba presente en todas las épocas. Para Hegel la «moralidad subjetiva» es el cumplimiento del deber por el acto de la voluntad, y la «moralidad objetiva» es la obediencia a la ley moral (normas, leyes, costumbres de la sociedad).

A menudo la moral se utiliza como adjetivo. Lo cierto es que en el mundo hay muchas morales, y cada época tiene una que es predominante o característica, por ejemplo, en la moral victoriana se la daba gran importancia al trabajo y el ahorro, sin embargo en la moral posmoderna perdió importancia y se le da mayor valor al éxito y ciertas conductas triunfalistas. Es más, hay quienes piensan que estamos viviendo una época posmoral.

Tampoco faltan los que recurren a la moralina, pero esto se dio en todas las épocas. Pienso que es importante contextualizar y evitar los anacronismos, como ser, para los antiguos griegos que sustentaban la ética de las virtudes, la esclavitud era algo normal, y la democracia convocaba a la ciudadanía, claro que ciudadanos eran los menos, los demás no participaban de esta élite.

Los conflictos de intereses se verifican tanto en la clase dirigente como en la sociedad, también los problemas conceptuales sobre temas que son básicos. Perder y ganar es un eterno riesgo que nos alcanza a todos, lo demás es imaginación, bástenos el hecho de las elecciones legislativas llevadas a cabo en Argentina el domingo pasado donde el partido del gobierno tuvo una derrota contundente en las urnas, pero la niega y festeja la derrota como si fuese un triunfo, qué diría Gabriel García Márquez si viviese. Creo que así como hay una ética de la victoria, también existe una ética de la derrota, o como diría mi abuela: en la vida hay que saber perder.

Hay regiones del planeta donde la convivencia se ha tornado muy difícil. A menudo el negocio de las élites está en perpetuar el conflicto. En efecto, una conflictividad perenne que se genera por enfrentamientos de clases o castas, religiones, ideologías, en resumen, enfrentamientos entre distintas culturas y, cómo hacer para vivir entre dos culturas que se rechazan entre sí.

Frente a los problemas intrincados el Estado responde creando comisiones de estudio, cuya existencia queda documentada en una foto… Hoy el desprestigio de las dirigencias resulta patético. En realidad, el prestigio se construye con tiempo, es la consecuencia de una decisión personal y de una conducta sostenida que evita claudicar. Claro que como decía hace poco un destacado actor argentino que tuvo que irse del país, con el prestigio no se come ni se consigue trabajo.

El poder suele apostar al silencio masificado como manifestación de acatamiento a la autoridad, sin embargo esa supuesta tranquilidad social suele ser precaria. Silenciando la verdad o reinventándola se procura evitar chocar con la realidad. El activismo esparcido por todo el planeta considera que se necesita una reivindicación global de la protesta. En fin, procuro prestar atención a estos movimientos y analizar sus protestas, pero también me interesan las protestas silenciosas.

Quienes no entendieron que las pasiones, los contrasentidos, las idas y venidas están en el ADN del ser humano, no entendieron nada. Creo que mientras el mundo siga siendo un gran mercado y el ser humano una mercancía, será muy difícil superar este estado de situación donde dominan la fragilidad humana, la incerteza y la falta de dignidad.

  1. Roberto Miguel Cataldi Amatriain es médico de profesión y ensayista cultivador de humanidades, para cuyo desarrollo creó junto a su familia la Fundación Internacional Cataldi Amatriain (FICA)
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