En el comedor popular que Mercedes Troyas tiene en el municipio de Tigre, un suburbio del norte de la capital de Argentina, cada vez hay menos comida y más necesidad: «Viene gente sin trabajo y con trabajo, pero que dice que lo que cobra no le alcanza para alimentar a la familia. Yo tengo que atender a todos; no puedo diferenciar», cuenta Mercedes con los ojos cansados a Daniel Gutman (IPS) en Buenos Aires.
Después de más de diez años de destrucción de sus ingresos a causa de una inflación asfixiante, las clases más desprotegidas entraron en Argentina en una nueva etapa, aún más dramática, por el implacable programa de ajuste del gasto público y desregulación de la economía que puso en marcha el ultraderechista Javier Milei desde que asumió la presidencia el 10 de diciembre 2023.
Muchos creen en este país sudamericano que fue la amplia red de contención estatal –con entregas directas de comida, subsidios al transporte y al resto de los servicios públicos- lo que mantuvo en los últimos años la paz social, pero la situación entró en un cono de incertidumbre con el nuevo gobierno, que no ha aumentado los montos de las ayudas mientras el dinero pierde valor cotidianamente o directamente ha eliminado programas.
Así, ha dejado de entregar comida a la mayoría de los comedores populares de los barrios vulnerables, con el argumento de que debe investigarse el manejo de la ayuda que hacían como intermediarias las organizaciones sociales y políticas, muchas dueñas de grandes redes territoriales con mayor presencia en las zonas vulnerables que el propio Estado.
La ministra de Capital Humano, Sandra Pettovello, justificó el corte de la asistencia en la supuesta corrupción de las organizaciones sociales que canalizan la llegada de los productos. Desafiante, dijo que no atendería a los activistas y lideres barriales en el ministerio, sino «a las personas que tengan hambre».
Entonces, el 5 de febrero, miles de pobres e indigentes hicieron una fila frente al Ministerio, que cubrió veinte cuadras (manzanas) en el centro de Buenos Aires, pero luego de varias horas debieron retirarse sin ser atendidos por nadie.
La misma sede del Ministerio de Capital Humano fue escenario este viernes 23 de una protesta en la que se reclamó la reanudación de la asistenciaa los comedores, bajo la consigna «La emergencia alimentaria no puede esperar. Basta de ajuste». La movilización fue replicada con cortes de rutas en distintos puntos del país.
«Del gobierno nacional hace semanas que no recibimos más nada. Hoy nos manejamos con algo que nos manda el municipio de Tigre y lo que nos da (la organización social) Libres del Sur. No tenemos carne, ni verduras ni frutas, porque la gente de clase media, que antes nos donaba alimentos, está muy golpeada y ya no puede ayudar», dice Mercedes Troyas.
Mercedes instaló hace unos cinco años su comedor popular en su propia casa del barrio Los Troncos del Talar, en una zona donde los niños juegan en las calles o en descampados llenos de basura, entre caballos flacos que caminan en busca de algo de pasto.
La presencia de los caballos indica que muchos habitantes del barrio forman parte del ejército de recicladores urbanos o «cartoneros», que antes recorrían las zonas más densamente pobladas de Buenos Aires y sus alrededores durante la noche pero ahora pueden verse revolviendo los contenedores de basura prácticamente en cualquier horario y zona.
Desde su comedor –una sala amplia y rectangular con techo de madera y varias neveras y congeladores-, Mercedes prepara dos veces por semana viandas para veinte familias y meriendas para ochenta niños, con ayuda de cinco chicas jóvenes del barrio que cobran un plan de ayuda social y hacen el trabajo como contraprestación. El comedor, sin embargo, está por estos días al borde del colapso.
«En enero tuve que abrir una sola vez por semana en vez de dos, porque no tenía comida. Ahora tengo mucha gente en lista de espera. Tanta, que ya ni siquiera puedo anotar gente nueva», cuenta.
Más allá de su tarea solidaria, Mercedes se gana la vida como enfermera en el Hospital Municipal Materno Infantil de San Isidro, un municipio vecino a Tigre en el norte del Gran Buenos Aires, como llaman los argentinos a los extensos suburbios de la capital, donde viven once millones de habitantes o casi la cuarta parte de la población total de este país del cono sur americano.
San Isidro y Tigre son dos municipios emblemáticos de la creciente desigualdad en la Argentina, ya que proliferan los barrios cerrados de lujo, protegidos por muros y alambres de púas, que a veces son linderos con asentamientos y barrios precarios.
Tigre, con unos 450.000 habitantes, tiene más de treinta barrios inscritos en el Registro Nacional de Barrios Populares (Renabap).
Así como el comedor popular de Mercedes es un termómetro de la situación social, en su trabajo en el hospital ella es testigo del deterioro de la salud pública. «Soy enfermera del hospital hace diecisiete años y siempre estuvimos desbordados de pacientes. Pero nunca tuvimos una situación de falta de insumos la que tenemos hoy», explica.
Comedores que cierran
Oscar Hurtado es un referente en la zona norte del Gran Buenos Aires de «Libres del Sur», partido político de izquierda y movimiento social con gran inserción territorial en los barrios populares.
«En Tigre tenemos unos diez comedores, pero varios tuvimos que cerrarlos en las últimas semanas por falta de alimentos, a pesar de que tenemos buena relación con el municipio, que nos sigue proveyendo algo de mercadería. El gobierno nacional cortó toda la entrega de alimentos», dice Hurtado.
Oficialmente el Registro Nacional de Comedores y Merenderos Comunitarios tenía a fines de 2023 la cifra de 35.000 de esas instalaciones registradas en todo el país. Pero representantes de diferentes organizaciones que participaron este viernes 23 en la manifestación en Buenos Aires elevaron esa cifra a 45.000, porque un importante número no están registrados.
El municipio de Tigre alberga el delta de la desembocadura del río Paraná, con una innumerable cantidad de islas y cursos de agua, que además de una atracción turística es también otro escenario que ha cambiado con el deterioro social del Gran Buenos Aires.
«Muchas familias que no pueden pagar un alquiler se están yendo a vivir a las islas, donde hay terrenos fiscales desocupados en los que hoy llega gente que construye casas con chapas, maderas o cualquier material que se pueda conseguir», revela Hurtado.
Desde 2011, más allá de algunos períodos de recuperación muy breve, en Argentina viene creciendo la proporción de hogares que no pueden cubrir sus necesidades alimentarias.
«Con cada crisis, no solo aquellos hogares en condiciones vulnerables intensifican cada vez más sus niveles de privación económica, sino que, adicionalmente, parte de sectores medios bajos descienden en sus capacidades de consumo», señala un informe presentado este mes de febrero por el Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina (ODSA-UCA).
Este cuadro de deterioro crónico se agravó desde que asumió Milei, quien devaluó la moneda argentina y generó un brusco salto de la ya elevadísima inflación, que pasó del 12 al 25 por ciento mensual, sin la amortiguación de un aumento de salarios o de un refuerzo de las políticas de contención social.
El impacto sobre el nivel de vida de los argentinos fue fulminante, ya que la pobreza pasó de afectar a 44,7 por ciento de la población en el tercer trimestre de 2023 a 49,5 por ciento en diciembre y a 57,4 por ciento en enero, siempre según el ODSA-UCA, institución de referencia en cuanto al diagnóstico de la realidad social del país.
Necesidades cada vez mayores
Esa realidad se vuelve palpable en el comedor Caacupé, un pequeño espacio que está en el barrio Sagrada Familia de Tigre, que ni siquiera está urbanizado y tiene sus casas amontonadas entre pasillos estrechos.
En Sagrada Familia viven unas setecientas familias, la mayoría de origen paraguayo, y el comedor es atendido por Patricia Muñoz, Rossana Miranda y Raquel Aquino, tres mujeres que dos veces por semana preparan comida que 36 familias se llevan en recipientes de plástico, con la que se alimentan unas 180 personas.
«La gente del barrio trabaja en la construcción y muchos está ahora sin trabajo porque se están parando tanto las obras públicas como las privadas. La necesidad es cada vez mayor, pero el gobierno nos cortó toda la entrega de mercadería y tuvimos que pasar de atender tres veces por semana a solo dos», explica Patricia.
Madre de tres hijos, ella muestra que en el comedor, ubicado al fondo de un pasillo de tierra, no hay alimentos para preparar.
«Tenemos ganas de trabajar, pero ya casi no tenemos con qué. Todo está muy duro. Nosotros, más que cocineras, ya somos cuidadoras y psicólogas. Tenemos que hacernos cargo de muchos chicos (niños) que andan solos y contener a las madres que vienen a pedir comida y muchas veces se tienen que ir sin nada», reflexiona.