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¿Puede transformarse el mundo? ¿Cuál es el rol de quién educa?
¿La educación libera?
¿Es el amor una fuerza docente?
¿Cómo afinar el oído para escuchar el grito silencioso de quienes no tienen nada y no tienen cómo tener?
Paulo Freire (Recife, 19 de septiembre de 1921- Sao Paulo, 2 de mayo de1997), es pedagogo de la pregunta y maestro de la esperanza.
La comprensión de la humanidad, de los derechos que le son inherentes y de la educación popular, se encuentra signada por la perspectiva desde la que nos ubicamos en la muy compleja trama de las relaciones sociales, de la vida política, de la construcción de ciudadanía. No hay territorio neutro en el hecho educativo. La educación es un proceso intencionado frente a la construcción social y política: no puede deslindarse de las dinámicas del poder. De esta manera, el primer acto necesario para enfrentar la educación supone cuestionar las formas tradicionales de comprenderla, problematizar modelos hasta ahora naturalizados, superar nociones meramente instrumentales de ella.
Paulo Freire afirma que “enseñar exige seguridad, capacidad profesional y generosidad”, así, pues, la labor educativa es un ejercicio permanente de autocrítica, de confrontación personal. No se termina nunca de aprender, de profundizar, de mejorar; la coherencia entre lo que se dice, se piensa y se vive ha de ser un permanente auto examen. El hecho mismo de educar, para ser vivido con verdad, exige estar ante la pregunta sobre la capacidad de apostar por la persona humana. Sólo se puede educar si se cree que el ser humano, enfrentado a la realidad, es capaz de avizorar posibilidades, apropiárselas, construirlas y transformar el mundo.
El hombre y la mujer son seres en permanente construcción desde la tarea de crear el futuro, nunca cerrados en sus condiciones históricas. Según Freire, “no es en la resignación en la que nos afirmamos, sino en la rebeldía frente a las injusticias”; la educación está íntimamente ligada a la construcción de ciudadanía, a la posibilidad de tener condiciones de desarrollo, a la configuración de una democracia participativa que supere la mera formalidad de los procedimientos.
“La educación es un acto de amor, por tanto, un acto de valor”. Esta práctica social es posible no sólo gracias a una formulación teórica atractiva, a una idea movilizadora, sino que también requiere sustentarse en los afectos y emociones de la gente, sosteniéndose en su capacidad para apasionar, vincular desde los quereres, convocar a la totalidad de la persona. El reto consiste en ser capaz de asumir al ser humano en su complejidad, ofreciendo propuestas lúcidas, racionales y sabias.
La educación ha de partir de la vida concreta y a ella ha de volver. “Los hombres no se hacen en el silencio, sino en la palabra, en el trabajo, en la acción, en la reflexión”. Se educa desde la vida y para la vida. No se trata, pues, de un aprendizaje puramente teórico, aunque la teoría hace falta. Es un aprendizaje amasado con el barro de las condiciones reales en que los hombres y las mujeres hacen posible su existencia, problematizándolas, reconociendo sus contradicciones e insuficiencias, pero también sus potencialidades.
Quien educa está inmerso en una práctica contracultural. La educación debe llevar a asumir posiciones críticas ante las insuficiencias del sistema político, económico y social. La práctica educativa, si bien debe favorecer el reconocimiento y valoración de los avances obtenidos en el sistema democrático, debe también posibilitar la identificación de sus debilidades y enmascaramientos de las condiciones de fragilidad de sus instituciones.
Enseñó a preguntar y sobre todo a preguntarse, a autopreguntarse, a copreguntarse mediante su andropedagogia de la pregunta. ¡Cuánta falta hace en nuestras escuelas, liceos,universades y demás instituciones sociales.!