Juan de Dios Ramírez-Heredia[1]
En mi casa sólo se habla de política. Creo que alguna vez les he hecho esta confidencia. Por razones obvias este tema es el que más me apasiona. A la actividad política le he dedicado muchos años de mi vida. Y todavía hoy, cuando el horizonte de mis recuerdos queda muy lejano, sigo el devenir de las actividades de los partidos con la misma pasión que cuando yo formaba parte de alguna de las candidaturas en danza.
Pero resulta que a mi mujer le ocurre algo parecido. En verdad nos conocimos por culpa de la política. Alguna vez he pensado si lo que le atrajo de mí era mi vocación de lucha por las libertades en plena época de la Transición política, más que por otras cualidades, si es que las tenía, que pudieran ser de su agrado. Nunca se lo he preguntado y ahora, después de más de cuarenta años de vida en común, parece que la respuesta importa poco. Y con mis hijos pasa igual. Cuando nos sentamos a la mesa, más pronto que tarde terminamos comentando la actualidad política.
Por suerte para mi todos nos encontramos en la misma esfera del pensamiento político. Aunque alguno es más de izquierdas que sus hermanos todos nos consideramos socialdemócratas, profundamente constitucionalistas, radicalmente contrarios al nacionalismo y, en consecuencia, profundamente demócratas.
Porque vivimos en Barcelona ―mis hijos han nacido aquí― padecemos con inquietud y zozobra el clima de enfrentamiento que existe en una parte de la sociedad donde, a veces, se siente uno empujado a pensar, como lo hacía el gran economista norteamericano, John Kenneth Galbraith, que “La política es el arte de elegir entre lo desastroso y lo insípido”.
En la política está la solución
Sin ningún género de duda la solución a nuestros males está en el ejercicio honrado de la actividad política, entendiendo por tal la manera que tienen los gobernantes de ejercer el poder cuyo fin primordial debe ser resolver los problemas de la gente. El ejercicio del Poder supone la legitimidad con que unas personas utilizan los poderosísimos medios del Estado moderno para organizar nuestras vidas. Contando con muchos menos recursos de los que hoy disponen Pedro Sánchez, o Emmanuel Macron o el mismísimo Donald Trump, Aristóteles, en el siglo quinto antes de Cristo, sentó en su obra a la que puso el nombre de “Política”, el alcance de lo que hoy entendemos por “ejercicio del poder”.
Pero resulta que ese poder, consolidado ya después de cuarenta años de vida plenamente democrática, empieza a acusar la fatiga de los materiales a través de los cuales los gobernantes organizan la vida de todos los españoles. Desde el año 1977 hasta hoy se han celebrado en España quince elecciones generales, hemos conocido a siete presidentes de Gobierno distintos y el electorado ha cambiado radicalmente. Utilizando el censo electoral de las últimas elecciones europeas, en España hay algo más de 34 millones de personas con derecho a voto. Pues bien, de esos 34 millones, algo más de 22 millones de votantes no pudieron participar en el referéndum constitucional de 1978. Son todas las personas que hoy ―como posiblemente lo sea usted, estimado lector― tienen menos de 57 años porque a la sazón eran menores de edad (21 años). Por cierto, como Joan Tardá manifestó en un Pleno del Congreso de los Diputados, el 90,5 % de los catalanes votaron sí en el referéndum de aprobación de la Constitución Española.
Nuestra vigente Ley Electoral es un trasto que dificulta el correcto ejercicio de la democracia
La Constitución española establece en su artículo 81 la necesidad de que las Cortes Generales aprueben con carácter de orgánica, una Ley que regule el régimen electoral general. Y así se ha hecho. Efectivamente en España hay un régimen general para todo el Estado, regulado a través de la Ley Orgánica del Régimen Electoral General (LOREG), aprobada en el año 1985 y modificada en 2011. Esa es la ley de la que tanto se habla en los medios y que tantos detractores, entre los que me incluyo, ponen en tela de juicio.
No es nostalgia lo que siento al recordar cómo se dieron los primeros pasos de la Transición porque los viví intensamente. Recuerdo, como si fuera ayer, que la llamada “Ley para la Reforma Política” fue aprobada en referéndum el día 15 de diciembre de 1976. Fue una Ley muy corta. Tan solo tenía cinco artículos y una convocatoria de elecciones democráticas. Lo que dio paso a la promulgación del Real Decreto-ley 20/1977, de 18 de marzo, sobre Normas Electorales. Con esa Ley, producto del consenso formalizado por las principales personalidades de la Transición política española, ―como fueron el presidente Adolfo Suárez, Felipe González, Manuel Fraga, Santiago Carrillo, Jordi Pujol, Javier Arzalluz, Miguel Roca, Fernández Ordóñez, Gutiérrez Mellado―, yo mismo pude participar como candidato al Congreso por Barcelona obteniendo mi acta de Diputado bajo el patrocinio del gran periodista que fue Carlos Sentís Anfruns y del ilustre jurista Manuel Jiménez de Parga, quien consiguió en esos días culminar felizmente la tramitación de la legalización del PSUC, partido de los comunistas de Cataluña.
Las contradicciones de la clase política
Supongo que estos días nuestro presidente del Gobierno en funciones lo debe estar pasando muy mal cuando desde los medios de comunicación se reiteran una y otra vez en reproducir declaraciones suyas que se contradicen claramente con las que ahora se ve obligado a hacer para lograr su investidura. No entraré yo a valorar las razones que le han llevado a aceptar hoy lo que ayer le parecía inasumible. La llamada que desde el partido se hace para interpretar el mandato de las urnas nos puede tranquilizar a unos y sublevar a otros. Con lo que se crea un clima de malestar y de inseguridad cuando el resultado de las elecciones puede ser interpretado de tantas formas, la mayoría de ellas irreconciliables.
Antes de las elecciones del 10N coincidí con el presidente del gobierno a quien reiteré, ante testigos, lo que entonces le dije y que ahora vuelvo a reproducir:
―Señor presidente: lleve usted en su programa electoral el compromiso de lograr el consenso indispensable, con el resto de los partidos políticos que resulten elegidos, de elaborar una Ley Electoral que evite el triste espectáculo que estamos ofreciendo a la ciudadanía. Hágalo por el bien de la democracia y por poner fin al deterioro que con razón está sufriendo la clase política.
Para conseguir un Gobierno estable, para que el Ejecutivo pueda elaborar unos presupuestos consensuados, para que las leyes más importantes que garanticen plenamente la libertad de los ciudadanos y la lucha contra las injusticias, para que los cambios indispensables que se reclaman en este país puedan conseguirse con plenas garantías democráticas, es necesario que el Gobierno cuente con el apoyo necesario en ambas Cámaras. Apoyo que debe recibir directamente de los ciudadanos y no de pactos espurios, ésos de los que en el Derecho Romano se dice que “no teniendo padre alguno, tiene muchos”.
Todos los expertos coinciden en manifestar que existen tres grandes grupos de sistemas electorales en el mundo: los sistemas mayoritarios en los que el ganador de una circunscripción gana su representación; los sistemas proporcionales, que funcionan con una única circunscripción; y los sistemas mixtos, que mezclan elementos de ambos modelos.
En los países de nuestro entorno democrático hay modelos para escoger. Países que no han tenido ningún empacho en modificar sus leyes electorales cuantas veces ha sido necesario. Las leyes están para ser cumplidas, pero no es menos cierto que también lo están para ser cambiadas cuando no sirven.
España necesita una buena Ley Electoral, trabajada y discutida, en la que se alcance el mayor acuerdo posible y donde se evite al candidato a la presidencia del gobierno tener que comprar su investidura con un plato de lentejas.
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Juan de Dios Ramírez-Heredia es abogado y periodista. Presidente de Unión Romaní