El espectro político europeo se altera –o se renueva- con la aparición de una izquierda social inédita, pero también con el refuerzo alarmante de los populismos de extrema derecha y de diversos nacionalismos, no todos equiparables. El incremento de las desigualdades sociales configura el trasfondo de esos cambios.
Alexis Tsipras y Pablo IglesiasLa crisis institucional, es decir, el aumento del descrédito de las instituciones, ha seguido al impacto negativo de la crisis económica sobre el llamado estado del bienestar, que demonizan un día sí y otro también ideólogos histéricos y predicadores de un cierto poder financiero.
En diversos lugares, muchos ciudadanos han sacado la conclusión de que cualquier decisión les sirve a esos ideólogos de pretexto para indicar a los políticos cómo desmontar el estado del bienestar. Por eso, ya se verá si con acierto o no, los griegos situaron a Syriza en lo que intuyeron podía ser una vía para escapar del caos impuesto por sus propios gobiernos y por las instituciones de la troika, que añadieron desastre a los desastres previos.
Desempleo, identidad y populismo
En Francia, el descrédito de la clase política viene de lejos, en una V República que tiende a respaldar sus rutinas institucionales. Ante la Europa de la mecánica austericida, París no muestra gran capacidad de reacción. Entre los franceses, el debate político, habitualmente rico, se ha empobrecido. Reformas como la triste versión francesa de la desacreditada Patriot Act estadounidense no alarman lo suficiente. Reformas como la inane reforma territorial, desde luego, ni movilizan, ni pueden conllevar nada más que una crítica leve o una casi total indiferencia.
La verdadera preocupación sigue siendo el desempleo, donde Hollande parece lejos de poder cumplir sus promesas electorales. Recibió la presidencia de Nicolas Sarkozy, quien dejó tras de sí un rastro de tres millones de desempleados absolutos; que formaban parte de una suma total de 4,5 millones y medio de parados si sumábamos las diversas categorías del desempleo en Francia.
La estadística actual refleja 3,5 millones de parados absolutos (categoría A, según la denominación oficial) y 5,3 millones si sumamos todas las categorizaciones del desempleo. No hay tanto paro juvenil como se pretende a veces, pero los procesos forzosos de desindustrialización han impulsado el desempleo de larga duración y la precariedad. La desindustrialización, desde luego, es una especie de suicidio europeo a cámara lenta que va más allá de Francia.
En ese contexto social, al que se suma un serio debate sobre la identidad propia, el Frente Nacional triunfa relativamente en los últimos procesos electorales. El enfrentamiento reciente de Jean-Marie Le Pen con su sucesora e hija, Marine Le Pen, tiene el trasfondo de una moderación paulatina del discurso político anterior del Frente Nacional. Marine Le Pen pretende romper así el techo que le han marcado sus propios triunfos (relativos). El FN puede proclamarse “primer partido de Francia”, pero la persistencia de su perfil de extrema derecha limita sus posibilidades incluso en el contexto de la crisis del período Sarkozy-Hollande.
En una conversación reciente con Rodolphe Pesce, exdiputado y exalcalde de Valence durante largos años, que preside hoy la Comisión de Colectividades Territoriales formada por antiguos parlamentarios, ese veterano político me dijo: “El desempleo es el factor principal que favorece el voto del FN, pero su fondo mayor es el rechazo de las actuales políticas europeas. Ese rechazo jugó un papel importante en la derrota de Sarkozy y ahora influye en la fuerte antipatía que tiene que afrontar Hollande. Porque tenemos la obligación de demostrar que hay algún tipo de salida verdadera de la crisis, tanto en Francia como en Europa”.
El antecedente italiano
El origen de esas reacciones alérgicas hacia las fuerzas políticas, digamos “históricas”, afecta tanto a los partidos socialistas o socialdemócratas como a los conservadores. No es un fenómeno nuevo. Hay que recordar los precedentes italianos, que pusieron fin al sistema de partidos múltiples, de gobiernos efímeros y alianzas cambiantes; pero que dirigían siempre unas clases unas clases políticas inconmovibles (¡ah, Andreotti!).
Italia tenía partidos muy diversos, atomizados, que –a su vez- estaban emparedados en una suerte de bipartidismo contradictorio y singular que formaban los restos de la Democracia Cristiana (institucionalizada) y los restos del viejo PCI (institucionalizado a nivel local y regional, pero excluido del gobierno de Roma hasta devenir, en su mayor parte, PDS, en 1991).
La operación Manos Limpias desembocó en el desastroso fenómeno político llamado Berlusconi, después de que se cambiaran los nombres de los partidos de siempre, las alianzas y la ley electoral. Todo ello tras distintos episodios vergonzosos, como por ejemplo, aquella sesión de la Cámara de Diputados (29 de abril de 1993) en la que Bettino Craxi (socialista) fue amparado mayoritariamente contra el escándalo llamado Tangentópoli. Craxi, como sabemos, tuvo que huir a Túnez, donde murió pocos años después. No era el único culpable, pero en las operaciones de limpieza amplia, al menos en las de ese tipo, siempre hay supervivientes al modo del modelo histórico de Joseph Fouché.
Bipartidismo, populismos diversos y corrupción
Es ese bipartidismo trufado de pluralismo partidista y controlado por los aparatos burocráticos y por dirigentes amarrados al mástil de las instituciones, ahora como los náufragos en la tormenta, lo que cuestionan las nuevas fuerzas emergentes. Unos partidos, nuevos o no del todo, que asumen caras distintas en los distintos países europeos. “En España, pero también en varios países europeos”, nos decía hace poco un conocido politólogo, José Ignacio Torreblanca, “los votantes apuntan las dificultades del sistema bipartidista, y miran hacia los escándalos financieros mientras contemplan, o sufren, el aumento de las desigualdades. En ese cóctel, la corrupción se convierte en la chispa de los populismos”.
¿Y quiénes son de verdad los partidos populistas? Hay quien está dispuesto a meter a Podemos en el mismo saco del Frente Nacional francés y a los independentistas catalanes o escoceses en el mismo saco que al UKIP inglés.
En entrevista reciente con el decano de la Facultad de Ciencias Sociales y Políticas de la Universidad Libre de Bruselas, Andrea Rea, éste nos prevenía contra esa amalgama: “Si vemos el caso del Reino Unido, nos damos cuenta de que el número conjunto de votantes de laboristas y conservadores no representa ya los puntos de vista de una sociedad muy variada. Esos partidos están ya sin aliento, a pesar de lo que parezca sugerir el resultado alcanzado por Cameron. Por otro lado, quizá fuerzas como Syriza y Podemos son populistas en su manera de comunicar, pero no en sus programas que son clásicos programas de la izquierda. En el caso de la extrema derecha, tenemos que reflexionar sobre el caso de Austria, donde el ejercicio del poder (en coalición) no les añadió prestigio. Ahora las sociedades son muy complejas y sus fórmulas tajantes no funcionaron. Podría pasar lo mismo en el caso del FN en Francia, como lo fue para la Liga Norte en Italia o para el Partido de los (Nuevos) Finlandeses. Los nacionalistas de Cataluña o Escocia tienen como ellos una idea de cálculo de la “riqueza nacional”, que quieren retener para sí; pero éstos, los nacionalistas, tienen un verdadero programa político, aunque sea la secesión y la independencia para crear otro estado nuevo. Unos y otros, eso sí, se alimentan con frecuencia de lo que fueron los electorados tradicionales de los partidos de izquierda. El empobrecimiento del debate político, rehén de la inmediatez obligada de la comunicación, los ayuda. Apenas se esbozan verdaderos programas a largo plazo. Por ejemplo, los europeos no estamos debatiendo si reindustrializamos o no Europa, si la Unión desea quedarse como un área de prestación de servicios dejando la producción industrial a las potencias emergentes”.
[…] Por qué las desigualdades quiebran el paisaje político en Europa (I) […]