Quiero escribir unas líneas sobre la dorada Salamanca ahora que estoy bajo su influjo, recién llegada a Madrid pero subyugada aún por su belleza abrumadora, la abundancia y el color de esas piedras que resisten los orines y el paso del tiempo y que uno no se cansa de contemplar. Su brillo y su luz.
Una ciudad que se levanta cada día como un himno al sol que más calienta, un sol que la envuelve y la redime de las negruras nocturnas, pero sobre todo de la basura y el ruido. Porque ruido hay en Salamanca y nadie entiende lo que le pides a la primera, todo hay que repetirlo, pero las basuras no se quedan atrás y cada cual procura coronar el disfrute depositando la tarrina del helado con el resto pegajoso sobre una piedra -a ser posible un banco, a ser posible boca abajo- para el que venga detrás. Y escupir, escupen con ganas, que hasta yendo de Madrid te asombras. Luego otros limpian toda la noche, ¡pero hay que ver la que lían!, que parece un terremoto cada camión que pasa. Es tan bella de noche como de día, o puede que más, pero en cualquier parte estorbas y, por mucho que te apartes, siempre te persigue un camión de la limpieza.
Piedras doradas de los siglos dorados, de sus conventos y de sus iglesias, de sus palacios y de sus universidades (que parece que cada piedra allí es docta y sabia), de sus imperios y sus decadencias. Cuando en los Reinos de España no se ponía el sol (Pedro Salinas, Fray Luis de León) y cuando se puso del todo (Miguel de Unamuno).
Pero son tantos los que ya han hablado de Salamanca mucho y bien que no veo cómo sustraerme a los viejos tópicos que ellos consagraron y que nadie les discute ya, como el de su eternidad, que por eso Unamuno la puso a ella como testigo de su humano existir («Di tú que he sido»), díganme si esto no es amor, y por eso no repetiré lo que ya de ella han dicho los citados ni el anónimo autor del Lazarillo, ni el Buscón de Quevedo, ni Fernando de Rojas (imposible igualar a La Chana en sus dramáticas recreaciones de todos ellos), ni de Torres Villarroel…, sino que hablaré del Corrillo y su plaza, con la primitiva Iglesia de San Martín (el que partió su capa con el mendigo y por eso ahora los mendigos se cobijan y se alivian bajo su tímpano hermoso), con su arco románico descubierto hacia 1940 en una de sus capillas que recuerda tanto al de Ciudad Rodrigo descubierto también por entonces. Pues bien, este arco corresponde a ese balcón inverosímil que sale al Corrillo como un morro enrejado. Y allí fue, sobre un banco circular que se ofrece a la sombra de los viandantes, donde Inés, que allí se sienta a diario, me habló de sus amores no correspondidos y de la traición de una amiga que ahora se pavonea con la conquista. Inés está dolida, más en pleno verano, pero no le importa, ¡que les aproveche!, y una anciana iracunda, sentada un poco más allá, se queja por el móvil del control de sus hijas sobre sus comidas: «¡Ya, ya me están midiendo con cuentagotas lo que voy a comer mañana! ¡Si yo vivo para comer! ¡Yo vivo para comer, me oyes, y si no puedo comer lo que me da la gana, prefiero morirme! ¡Ni Mamá ni leches! Dejadme en paz». Y colgó.
La redonda iglesia de San Marcos, rey de los charcos, mirando a las afueras toda redonda y achaparrada para los que entren por Alamedilla; la de San Juan Bautista, también redonda y en cuya plaza del mismo nombre mi hotel rinde tributo a una bailarina exótica de nombre ruso; la de San Benito, bellísima y cobijo de los durmientes en su atrio, y por fin la de San Julián, achaparrada y preciosa con una hornacina exterior que rinde tributo a una imagen de la Virgen de la Escuela. Da igual, todo está lleno de copas a medio beber que han dejado a su altura los últimos rondadores.
Por cierto, uno de los patrocinadores de la Universidad de Salamanca es el emperador del Japón, Hirohito, y así su nombre figura con el resto, mayoritariamente empresas, en una estela del patio de las Escuelas. Es decir, su nombre figura en otros muchos sitios como visitante ilustre, al igual que el de otros mandatarios actuales y pasados, pero lo de patrocinador es único. Abundan los japoneses.
Una ciudad que tiene un monumento a Diego de Deza, y otro a Churriguera y a Castillo juntos, como arquitectos de su plaza hermosa, y nombres de calles como Escoto, Jesús, Palominos, Doctrinos, Placenteros, Serranos y Compañía… («de Jesús» es la coletilla, aunque ya no figure, y por eso acoge La Pontificia y sus torres).
Precisamente bajando por Compañía hacia Bordadores, te encuentras con el Palacio de Monterrey, deslumbrante, y con la iglesia de La Purísima (vulgo Agustinas) con su preciosa imagen pintada por Ribera, y con la Anunciación (vulgo Úrsulas), todas ellas de arquitectura fabulosa, a las que acompaña, en plena calle, una estatua doliente de Juan, Príncipe de Asturias y Señor de Salamanca (1478-1497), que fue el segundo hijo de los Reyes Católicos, primer y único hijo varón de Isabel y Fernando, destinado a unir en su corona los dos reinos peninsulares muerto a los diecinueve años, y más abajo, ya en Bordadores, la Casa de los Muertos de Juan de Ávila, que es un misterio de fabulosas cenefas, al lado de la de Miguel de Unamuno, con los mentados versos en la fachada, propiedad del Regidor Ovalle, igual que la que habitó santa Teresa al lado de mi hotel y en la que fundó la séptima de sus fundaciones, que también es de Ovalle.
En la que fue de Unamuno, vive ahora un mulato caribeño, así me lo dijo él antes de dar el portazo (Ésta es mi casa), y casi enfrente, el Bar Nocturno llamado Niebla, al lado de otro llamado Camelot ya cerca de las imponentes Carmelitas, de donde sale la gente de madrugada. Cosas de los laberintos antiguos y mistéricos, cuando pensaba los primeros días que para volver desde aquí a mi hotel en San Juan Bautista tenía que dar la vuelta a toda la ronda, tomar la Calle Zamora desde la plaza Mayor y de allí, por La Plaza de los Bandos, llegar a Santa Teresa-Ovalle, me encuentro con que mi hotel está al lado mismo, apenas un paso después de la estatua de Unamuno. Pero este descubrimiento fue el último día y fue sin querer. De momento toca patear la calle y volver sobre los pasos.
De vuelta hacia arriba por Compañía, la Pontificia y sus Torres (de pago: no dejan colarse ni en las bodas, que había profusión), la Rua Antigua te lleva a Libreros, con la primitiva fachada de la Universidad y sus aledaños todos con nombres estudiosos y estudiados, pero de camino, la antigua estación de autobuses San Isidro, reconvertida en Pub Irlandés, te ofrece cobijo de sombra y pintas para, ya en Libreros, extasiarte con esos claustros y fachadas. No sé qué sería de estos espacios sin turistas, los han desnudado tanto para que se pueda pasear libremente y gratis total por ellos, igual que el Palacio de La Salina (calle San Pablo cuando bajas hacia San Esteban y los dominicos), al que también se entra libremente, pura filigrana que deslumbra en su vaciedad. Es mucha la belleza para dejarla así sola, que da miedo verlos abrazarse a columnas y barandas, sin detenerse ante nada para hacer la foto.
El imponente conjunto dominico, con la joya de San Esteban al centro, habla del poder absoluto de la Orden sobre la ciudad, como ocurre en Granada. Esos monasterios eran ciudades dentro de las ciudades controlando los riachuelos y arroyos por donde se podían escurrir los herejes hacia el río. Allí el Darro, aquí el Tormes, que por eso alguien como Lázaro andaba cerca y siempre resbalando. Con su ciego.
Fonseca, Anaya, Juan del Enzina (Anayita), las dos catedrales y su Jeronimus (las campanas a las que se puede llegar por dentro de la torre). Precisamente ahí, sentada en una piedra, me sobrevino un sueño brevísimo y reparador antes de enfilar, al paso de la gente, por Tentenecio, calle que hace honor a San Juan de Sahagún y que baja hasta el río, donde se alza un «cruceiro» deslumbrante de piedra blanca gallega sobre el Tormes a la altura del Puente Romano, con el Verraco y Lazarillo cerca del agua.
Y hablando de San Juan de Sahagún, una placa que conmemora el primer centenario del nacimiento de Tomás de Cámara, regidor de Salamanca, en 1947, indica que él fue el constructor de la iglesia de San Juan de Sahagún, una belleza, aunque no tanto como las iglesias antiguas, a la entrada a Salamanca por la Calle de Toro. que tan importante tenía que ser Toro para que su calle sea de las más anchas, más aún que la de Zamora. Y por ésta, ya en Los Bandos, Carmen Martín Gaite (Carmiña, de ascendencia gallega como tantos en Salamanca, amiga en vida de escritores adolescentes y descubridora de Rafael Chirbes), con sus libros enormes esculpida, y con sus «retahílas» y su boina. Pura orfebrería del lenguaje, que es también capital en Salamanca. Otras ciudades recrean y enamoran, Salamanca apabulla y anonada. Hay que volver siempre.
“Salamanca que enhechiza la voluntad de volver a ella a todos los que de la apacibilidad de su vivienda han gustado”.
Buen artículo y como anuncia una nueva visita permítame añadir algunos datos que no deberían faltar en su próxima presencia. Las piedras tan doradas son conocidas como piedras de Villamayor, pueblo cercano y de donde salían para la construcción en la capital. En la Plaza Mayor, se le olvida mencionar el famoso café Novelty donde se encuentra la estatua de Torrente Ballester, tan vinculado a la ciudad. Personalmente le recomendaría otros cafés, el gran café Moderno y el cafetín Scherzo, ambos cerca, en la Gran Vía.
Cita la presencia de japoneses, no es extraño, hay un centro cultural Hispano-Japonés en la plaza de San Boal, de ahí el patrocinio a la Universidad y la visita que hizo en su día Hirohito. Nombres de calles, además de las que menciona le diré dos con nombres curiosos: La Fe y Bientocadas.
Respecto a la Casa de Unamuno en Bordadores, si bien vivió y murió allí de hecho, más tiempo residió en la que hoy es su Casa Museo, al lado de la fachada de la Universidad, ahí donde los turistas buscan la ranita y a unos pasos del llamado Cielo de Salamanca en el patio claustral.
Respecto a las referencias literarias aparte de las que menciona, (ignoro la relación de Pedro Salinas con la ciudad), citaré otros escritores que sí la tienen: José de Espronceda, Antonio de Nebrija, Francisco de Vitoria, Calderón de la Barca, Juan Meléndez Valdés, Pedro Garfías –aunque desgraciadamente poco se le recuerda- y el ya mencionado Torrente Ballester. Si quiere alguno que actualmente vive en la ciudad, Antonio Colinas.
En su próxima visita no olvide ir al huerto de Calixto y Melibea, a la famosa Cueva de Salamanca, al Museo Casa Lis, museo de Art Decó y Art Noveau, ver la Torre de Clavero, el teatro del Liceo o el DA2, antigua prisión, el Museo de Automoción……
Finalmente, en cuanto a su referencia a los que escupen le aseguro que la gran mayoría son de fuera, no olvide los miles y miles de visitantes que van a Salamanca y en todas las épocas del año o bien estudiantes maleducados. El salmantino cuida su ciudad se lo aseguro.
1. Es Francisco Salinas, el de la Oda a Salinas de Fray Luis.
2. Gracias, Jesús.