Aquella habitación había sido tapiada, ¿Cuándo? ¿Por qué? Nadie era allí tan antiguo como para saberlo, y si alguien lo sabía, tampoco lo decía. El que la había tapiado había saltado a la calle por la ventana y acto seguido había tapiado la ventana, de manera que su interior no se podía vislumbrar ni desde dentro ni desde fuera de la casa.
Eran los años sesenta y había muchos silencios acompañando a nuestros gritos infantiles. Vivíamos enfrente de la iglesia, frente por frente de la Casa del cura. Para aquel solterón, nosotros, con nuestras entradas y salidas, éramos lo más parecido a la televisión.
Pero entorno a la casa donde habíamos nacido, nada, ni una palabra. La normalidad más absoluta en medio de un hermetismo total. Yo apenas estaba empezando a mirar. Por encima de mí, había dos chicos ya crecidos y por debajo, tres niños más me seguían a muy poca distancia. Faltaba todavía otro por nacer.
Cualquiera puede pensar, tratándose de una familia numerosa como la nuestra, la extravagancia que suponía el tener una habitación tapiada. Nosotros ni nos lo planteábamos porque, para empezar, todavía sobraba espacio, y para acabar, nos gustaba estar juntos y apretados, nada de un espacio propio como ahora es imperativo.
De noche oíamos ruidos procedentes de ese cuarto tapiado y solíamos pensar que eran los ratones corriendo por las paredes, subiendo y bajando de las paneras que quedaban justo encima de esa habitación, con la panza llena después de atravesar las vigas carcomidas del techo que rechiflaban por las grietas. El viento era un aliado poderoso para enmascarar unos ruidos y fantasear con otros, nada fiable.
En medio de la tapia o pared infranqueable que negaba el acceso a aquella misteriosa habitación, había incrustada una puerta de madera verde con grandes vanos arriba y abajo para los cristales preciosos y antiguos que la decoraban. Era una puerta biselada, decían, aquí no se podía tocar porque era demasiado bonito para nosotros quienes, en palabras de mi madre, «enseguida lo ponéis todo como la cuadra».
De los cristales salían sombras y ruidos, por eso padre y madre nos decían que aquello daba acceso al cuarto de los leones y allí era donde nos iban a meter si nos portábamos mal.
Los cristales temblaban y parecían pedir auxilio, sus lamentos iban y venían, se diría que bufaban por salir, pero no había que hacer caso porque iba a ser peor. El hambre que debían de tener los leones allí encerrados y lo que iba a quedar de nosotros si nos enganchaban entre sus zarpas.
Un día volviendo del colegio nos encontramos con que el cuarto había sido desmantelado y la tapia y la puerta echadas abajo. También la ventana se había destapado y del misterio no quedaba nada, sólo un catre con algo encima parecido a un sudario o a un hábito de monje.
Los albañiles, padre e hijo, se tronchaban riéndose de nosotros con la ocurrencia de los leones, que eran nuestro mayor interés ante el evento. Estos dos hombres eran felices con su trabajo purificador de ambientes.
Mientras llenaban de escombros los sacos y los cargaban en una carretilla, no hacían más que repetir: «los leones, los leones», y lanzaban bufidos bastante salvajes como si fueran a partirse de risa con tanto bufar.
Yo tenía siete años y todo se me hacía muy grande. Ya no me daban miedo los leones sino las ballenas. Nunca había visto el mar.
Pronto empezaron a llegar a nuestra casa telegramas que pedían dinero. Primero desde Francia, después desde Argentina, alguien que decía ser amigo de nuestro tío Antón (un hermano mayor de mi madre al que nunca hasta entonces pusimos cara) nos pedía dinero «para empezar».
Contra lo que cabía esperar conociendo las necesidades de la familia, estos telegramas parecieron aliviar a los adultos (aquí a padre y madre se unían mi abuela materna y la tía Manuela, la que hizo de casamentera de mis padres), quienes en adelante tendrían un ceño menos fruncido y cerrado, como más relajado, en sus correrías de un lado a otro de la casa buscando a ciegas lo que fuera, algún tesoro escondido, tal vez, en las trojes de la panera.
No sé por qué todavía me queda la impresión de que aquellos telegramas tenían que ver con el cuarto de los leones, la habitación tapiada, pero no ha habido forma de averiguar nada, ni aún en los momentos de peor situación económica.
Y de tanto enviar dinero al amigo del tío, acabamos perdiendo la casa y tuvimos que refugiarnos en un sitio más pequeño y con más contaminación. Un piso enano en una esquina de esta villa medio abandonada, pero donde el ruido de los camiones –y el llanto de los corderos encerrados en ellos camino del matadero– tal vez nos hiciera olvidar los ruidos imaginarios o ciertos que salían del cuarto de los leones.