A quince años de la Tragedia de Vargas muchas de las personas que sobrevivieron continúan siendo víctimas del deslave social y económico que siguió al de la naturaleza.
Diciembre tiene siempre un dejo doloroso en mi historia. Es tiempo de mudanzas físicas e internas. Tiempo de solidaridad extrema: en 1990, velar en un cementerio para que “el gobierno” no se robara los cuerpos enterrados en fosas comunes tras la masacre del El Caracazo (1989) mientras que en compañía del Equipo Argentino de Ciencias Forenses de Amnistía Internacional identificábamos las víctimas; en 1999, rescatar y acompañar en refugios a las víctimas de la vaguada que enlutó a miles de familias venezolanas. La solidaridad reconforta y enseña pero también deja marcas indelebles en el alma.
Aprendí a curarme con la salud de la palabra escrita. Palabreo en defensa propia. Mi vida no es sencilla. Tiene muchos caudales. Me guarezco en mis reflexiones poéticas sobre la realidad de la vida. Sigo filosofando porque sé que ya vendrá el tiempo de refugiarnos en un decir. Ante las adversidades de la vida necesitamos el refugio de la palabra. Para pronunciarla o silenciarla. Para ruñirla como semilla de aceituna o sorberla como trago de vino. Para escribirla. Para comunicarla o guardarla. En todo caso, siempre es ejercicio de vida.
Cuando hacía mis pasantías de psiquiatría, me tocó aprender con un señor muy complejo. Cuando yo le hacía una pregunta que no quería responder de momento, me decía “sumo” y se quedaba en silencio. Un sábado, él me preguntó por qué yo estudiaba psicología y no educación. Sumo, le dije. Él se sonrió ampliamente y me respondió “Debería decirle al doctor Primera que la deje ir. Yo creo que usted ya se curó”.
Me curé. Hay cosas que sumo y no respondo. Luego de eso, estudié Educación… la esquizofrenia puede ser muy lúcida en ocasiones. Ambas disciplinas, Psicología y Educación hicieron posible una aproximación humana aquel nefasto diciembre cuando la montaña bajó hasta el mar.
La tragedia
Hace quince años, el 15 de noviembre, el coletazo del huracán Lenny causó estragos en la costa noroccidental de Venezuela. Concretamente dos municipios enteros del estado Falcón sufrieron grandes pérdidas materiales. El fuerte oleaje se extendió por todo el litoral y el alerta desde el archipiélago de Los Roques no se hizo esperar. A partir de esa fecha y durante más de un mes, las constantes precipitaciones afectaron paulatinamente los estados Vargas, Miranda y Falcón.
El día detonante fue el domingo 15 de diciembre. El pueblo venezolano se volcaba hacia las urnas electorales para aprobar con amplia mayoría la naciente Constitución de la República Bolivariana de Venezuela. A partir del mediodía, las noticias del aguacero y sus consecuencias comenzaron a alternarse con las imágenes de las filas del electorado.
Las brigadas del Cuerpo de Bomberos y Protección Civil iniciaron el desalojo ante la ya inminente emergencia. Un territorio muy deteriorado por las constantes filtraciones de quebradas provenientes de la montaña El Ávila, la sobrepoblación en zonas de abanico fluviales, construcciones en las laderas montañosas poco estables fueron los ingredientes que durante años se maceraron para concluir en el infortunado accidente natural.
Zonas como Carmen de Uria, Los Corales, Tanaguarena, Las Salinas, Macuto, Maiquetía fueron arrasadas por las quebradas desbordadas. Luego vino el deslave. El alud de tierra, rocas, capa vegetal iniciado en las montañas fue creciendo incorporando viviendas, vialidad, edificios y, lamentablemente, seres humanos que quedaron sepultados bajo los escombros o arrastrados por las corrientes de agua y lodo.
Las pérdidas humanas fueron cuantiosas. Aún no se sabe las cifras exactas de personas desaparecidas. Cientos de sobrevivientes esperan a sus familiares sin poder conocer el destino que pudieron tener. Emblemáticas construcciones quedaron sometidas a ruinas. Hoteles, salas de cine, el taller del artista plástico Armando Reverón no han podido ser recuperados.
Refugios
Los primeros refugios habilitados fueron las escuelas, iglesias, el Aeropuerto Internacional de Maiquetía y el puerto de La Guayra. Ante la cantidad de víctimas, éstos colapsaron. La tarea inmediata era desalojar a quienes permanecían con vida. La voluntad de gran cantidad de personas fue decisiva para el rescate, ubicación y cuido de gente que se hallaba lastimada en cuerpo y alma.
Desde el primer día, pude ver de cerca el horror al participar junto a mi familia y amistades en las labores de salvamento. Las escenas eran dantescas: cadáveres flotando en las aguas o semienterrados en el fango; cuerpos mutilados; niños que lloraban llamando a su familia extraviada; personas aquejadas de stress post traumático al ver desaparecer a sus seres amados sin poder hacer nada por evitarlo. Al cuarto día el olor de la muerte se podía percibir a kilómetros de distancia.
A la semana me encomendaron la dirección de un refugio ubicado en un museo. Los museos son lugares hermosos. Así me lo enseñó mi viejo. Éramos pobres y éramos muchos en la familia por lo que no podíamos darnos lujos. Pero sí aprendimos a exigir nuestros derechos entre ellos ir todos los domingos a refugiarnos en algún museo. Pero eso ocurrió porque yo tuve un lujo de papá. La mayoría de mis compañeras de escuela no sabía ni qué era eso.
Me tocó pelear con el encargado del museo en cuestión porque no quería dar cabida a las personas damnificadas. Un museo no es refugio, según él, no tiene la infraestructura adecuada. ¡Claro! Seguramente él no creció con nueve hermanos que a las cinco y media de la mañana se ingeniaban (uno en la ducha, otro en el inodoro, otro en el lavamanos y otros seis en la cola) para puntualmente llegar a la escuela a sacar veinte puntos en todo. Finalmente, lo convencí. Todas las tardes trabajaba en terapia de grupos con los niños y niñas.
El segundo día de taller, mientras concentradamente cada quien escribía, uno de ellos desgarró el silencio al exclamar ¡Sería lindo vivir en un museo! Esa exclamación la escucho hoy tan nítida como aquel sábado. ¡Un museo lo mejor que tiene es que, en ocasiones de emergencia natural o social, sirve de refugio!
A ese refugio, el 24 de diciembre llegó una pareja de jóvenes. Una larga semana de andar a la deriva les traía el ánimo desgastado. Se mantenían a fuerza de esperanza. Se aferran a lo cálido de una relación que en instantes como esos se percibe como lo más fundamental. En los refugios hay abusos, hay violencia y hay que estar alertas; pero son los menos casos. Lo más es el emparejamiento por atracción de la carne por el alma misma.
Frente a los escombros de la vida personal derrumbada entre paredes y techo, la sociedad asiste, el cariño, el amor, la solidaridad se camufla en empatía sexualizada. Desde nuestras culturas ancestrales, cada vez que acontece un cataclismo natural crece luego el índice poblacional. Esa pareja concibió allí a su primogénito. Luego migraron a otros territorios en búsqueda de empleo y seguridad.
Angustia, incertidumbre, dolor, hacinamiento, violencia, hambre, carestía, conviven en el refugio. Desde allí me habían llamado para que mediara en los conflictos incipientes. Brotes de rabia y fulgor de prisión. Toca no solo resguardar sino aprovechar al máximo los recursos disponibles. Para eso fui entrenada para aplacar la plaga del conflicto. Y allí me fui. A escuchar. En pequeños grupos, personalmente, en asambleas. A facilitar, a mediar, a arbitrar. Agotamiento total.
Llegada la noche, en el pabellón de las mujeres embarazadas resonaba el llanto. No solo el temor por la vida propia, se agrega el de la vida escoltada. De mi morralito sacaba mis libros y después de inducir algunos ejercicios de respiración y relajación, comenzaba a leer en voz alta. A los cuarenta y cinco minutos el sonido de la respiración durmiente de las catorce mujeres era mi única compañía.
Al mes de estar allí trabajando se me presentó un hombre canoso. ¿Cómo se llaman los autores de los libros que usted les lee a las damas? – Preguntó. El de cuentos, es El Caimán de Sanare, José Humberto Castillo. El de poesía es Gustavo Pereira. Pues sepa usted que mi hijo acaba de nacer sano y, entonces, se llamará Gustavo Humberto.
Por la noche salí al balcón de la habitación de hotel donde iba a descansar, me paré frente al mar y comencé a entrenar: “Los pemones de la Gran Sabana llaman al rocío Chiriké Yetakú, que significa saliva de las Estrellas; a las lágrimas Enú Parupué, que quiere decir Guarapo de los Ojos…”
El otro deslave
Además de la tragedia natural, hubo otro deslave: el social. Aún no había parado de llover y ya muchos vándalos penetraban en las viviendas abiertas para saquearlas. También hubo un alto índice de agresiones, los delincuentes aprovecharon la confusión para asesinar a sus rivales.
Hubo casos también de violaciones de derechos humanos: el despliegue policial y militar rebasó los controles y, en ocasiones, se cometieron abusos de poder y delitos graves contra la vida y la integridad y seguridad personal.
Un caso emblemático fue el cometido contra Oscar Blanco y Marcos Monasterios ambos sometidos a desaparición forzada. En las primeras de cambio, el Ejército y la Guardia Nacional llegaron a través de paracaídas a las zonas más vulneradas. No solo se ocupaban del rescate de víctimas sino también de evitar los desmanes de la delincuencia. En el marco de un procedimiento muy cuestionado, un grupo oficiales detuvieron arbitrariamente a estos dos ciudadanos. Los trasladaron sin decir a dónde los llevaban y luego los entregaron a funcionarios que vestían uniformes de camuflaje y cubrían sus rostros con pasamontañas. Se identificaban como pertenecientes a la Dirección de los Servicios de Inteligencia y Prevención (DISIP). Esa fue la última información que obtuvieron sus familiares. Ante la desaparición los familiares interpusieron un recurso de amparo, un Habeas Corpus, el cual no fue respondido. Luego de agotar las instancias internas, se llevó el caso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. La acción fue admitida y el Estado de Venezuela aceptó su responsabilidad ante la solicitud de los familiares la cual incluyó la reparación integral, que comprende, la garantía del derecho conculcado, el deber de reparar e indemnizar, la garantía de la no repetición y la obligación de investigar los hechos, así como de sancionar a los responsables por los daños causados.
Este caso permitió documentar la desaparición forzada como delito y gracias a la presión de grupos de activistas de derechos humanos, en la reforma parcial del Código Penal del mes de octubre de 2000, esta acción fue tipificada: «la autoridad pública, sea civil o militar, o cualquier persona al servicio del Estado que ilegítimamente prive de su libertad a una persona, y se niegue a reconocer la detención o a dar información sobre el destino o la situación de la persona desaparecida, impidiendo, el ejercicio de sus derechos y garantías constitucionales y legales, será castigado con pena de quince a veinticinco años de presidio (…) con igual pena serán castigados los miembros o integrantes de grupos o asociaciones con fines terroristas, insurgentes o subversivos, que actuando como miembros o colaboradores de tales grupos o asociaciones, desaparezcan forzadamente a una persona, mediante plagio o secuestro. Quien actúe como cómplice o encubridor de este delito será sancionado con pena de doce a dieciocho años de presidio».
Trasiego humano
El estado en su totalidad ameritó su reconstrucción. Para emprender esas labores el gobierno optó por trasladar a las familias sobrevivientes a otros espacios del país. Esta mudanza no se hizo en las mejores condiciones. Por ejemplo, se pensó en los aspectos residenciales más no así en los laborales, sociales, recreacionales. Esto tuvo como consecuencia, en primer lugar, la vulneración de derechos fundamentales y, en segundo lugar, la estigmatización de la población varguense que fue reubicada.
Estas personas fueron discriminadas por sus nuevos vecinos catalogándoles de “malandros”, delincuentes, deshonestos, ruidosos, desaseados, y una serie más de epítetos prejuiciados.
La mayoría de esta población nunca pudo generar nexos de afinidad con un destino impuesto. A los pocos años, regresaron a sus lugares de origen y actualmente viven en un territorio que no soportaría un nuevo desastre natural.
Disculpa pero para el 15 de diciembre de 1999 no recuerdo ningún funcionario desalojando ninguna zona por el aguacero, si recuerdo perfectamente como salieron huyendo sin decirle nada a la comunidad donde vivía y dejarnos a la suerte sin ninguna advertencia ni recomendación. 10 minutos después que PC, Bomberos y funcionarios se percataran que lo que ocurriría era inminente se fueron no dijeron nada si no hubiera sido por los vecinos que decidieron percatarse de lo que pasaba mucha gente mas hubiera muerto.
Mi gran guerrera, ciertamente en casos como el de Vargas afloraron lo mejor y lo peor del ser humano. aún quedan madres que buscan inutilmente a sus hijos, yo vivía en Barquisimeto y lo único que hice fue convertir mi casa en centro de acopio, mis vecinos colaboraron de manera generosa, alimentos y ropa, pero sobre todo amor y solidaridad y dolor, mucho dolor, también ví mucha bajeza. Todo lo recuerdo claramente. Y yo que criticaba duramente el uso de los celulares, nunca más volví a hacerlo porque salvaron muchas vidas. Es mejor no recordar las bajezas que las hubo y concentrarnos en el heroísmo de tantas personas hermosas. Como siempre aún las tragedias puede convertirse en poesía como expresa Inés. Un abrazo infinito.
Aprendí a curarme con la salud de la palabra escrita. Palabreo en defensa propia. Mi vida no es sencilla. Tiene muchos caudales. Me guarezco en mis reflexiones poéticas sobre la realidad de la vida. Sigo filosofando porque sé que ya vendrá el tiempo de refugiarnos en un decir. Ante las adversidades de la vida necesitamos el refugio de la palabra. Para pronunciarla o silenciarla. Para ruñirla como semilla de aceituna o sorberla como trago de vino. Para escribirla. Para comunicarla o guardarla. En todo caso, siempre es ejercicio de vida.
Hermoso parrafo me apropio…….