El segundo jueves de octubre se celebra el día mundial de la visión. Ojos que dejan de ver; ojos que dejan de mirar. Quizá no somos conscientes del valor de la vista, el sentido más dejado, quizá.
Pensamos que siempre vamos a ver bien y, por la salud, la edad o las circunstancias, todos pasamos por el reto de dejar de ver un poco, algo, lo suficiente como para echar mano de unas gafas y mirar sin saber lo que pone. Alejamos el brazo hasta alcanzar el infinito y lo que antes no nos suponía un esfuerzo, un día, desaparece.
Si bien todo el mundo sabe lo que es no ver, no todo el mundo sabe qué es hacerlo con algún resto visual. Personas que te miran pero no te ven la cara; personas que te hablan pero no saben quién eres, personas que deambulan por la calle y utilizan referencias que ni tú mismo te has percatado. Esos detalles que se desarrollan cuando dejas de ver y te quedas con algo de vista residual, hacen que las personas con baja visión sean invisibles.
Todos sabemos cómo deambula una persona ciega; ella nunca ha conocido y su destreza a la hora de estudiar, identificar lugares y moverse llega a ser mayor que la persona que vio y está dejando de ver. Los grandes incomprendidos porque miran sin ver. Quizá solamente les ganan las personas que no oyen. Estas llegan a ser verdaderamente invisibles.
En todo caso, las discapacidades sensoriales son las grandes olvidadas en las políticas sociales. Discapacidades sobrevenidas que hacen que volver a vivir sea un empeño complejo; una lucha diaria entre la jauría humana que ni entiende ni quiere entender qué es lo que está sucediendo. Ascensores que te dicen en qué piso estás o teatros accesibles; lentamente van apareciendo cosas que tienen que ver con la accesibilidad, con la dicha de poder acudir a un lugar en donde antes podías ver una película y que gracias a una aplicación te la cuenten.
Poco a poco, lentamente, tan lentamente que a veces las personas con baja visión tiran la toalla porque nadie les ayuda. La incomprensión, la discriminación por parte de la sociedad y el dolor, gran dolor en cada acto diario, hace que su vida sea un auténtico peregrinar.
Sucede un día y sucede así; eso decía hace un año y la cosa no ha variado mucho. Ver el número del autobús, pedir los apuntes en grande, acudir a clase y no ver al profesor, comer sin saber qué hay en el plato, abrir la nevera y no ver si hay comida, vivir sin herramientas ni ayudas, es una cuestión que llega para quedarse.
Las políticas sociales no pasan por ayudar en el día a día. Si llegas a tener suerte y te dan una ayuda económica algo tienes, pero ¿qué hay del que se queda esperando años a que le ayuden? ¿cómo se maneja una persona que está sola? ¿cómo es el día a día con la baja visión? Quizá no nos ponemos en la piel de estas personas porque sería salir de la zona de confort en la que vemos lo que queremos ver y oimos lo que queremos oir; algo fantástico si hablamos de vida.
Personas que se reinventan a diario, adaptan su modus vivendi al devenir y apuestan por continuar con los restos visuales. Ellos son los que nos siguen enseñando el camino; el camino sin hacer, el camino sin trazar, en definitiva, el camino que no ven y que deben ir construyendo. En el día mundial de la visión, gracias a todos los que nos enseñan a ver lo importante; quizá nos perdemos lo que es necesario y nos detenemos en lo que es baladí.
Gracias a mis hijos por enseñarme a buscarlo cada día. El universo está lleno de otras cosas que no vemos. Va por ustedes, Señorías.