Willi Münzenberg y Joseph Goebbels: dos maestros del engaño

Roberto Cataldi[1]

Los grandes hechos de la historia, y también los pequeños o aparentemente insignificantes, suelen tener una trama secreta, a la que pocos tienen acceso. De ahí que en el teatro de la política las cosas a menudo no son como parecen ser.

Hace poco John Bolton fue entrevistado por la cadena CNN. Bolton fue asesor de Seguridad de la Casa Blanca con Trump, pero antes este halcón republicano, decididamente intervencionista en política exterior, trabajó en las administraciones de Reagan, Bush padre e hijo, y llegó a ser representante permanente de su país ante Naciones Unidas.

Fue uno de los arquitectos de la guerra de Irak (2003) que derrocó a Sadam Husein, con la excusa de que allí había armas de destrucción masiva, algo que jamás se comprobó, pese a toda la maquinaria publicitaria que se montó para convencer a la opinión pública internacional.

En la entrevista, cuando el periodista dijo que «no se necesita ser brillante para intentar un golpe de estado», Bolton manifestó su desacuerdo (quizá la frase hirió su orgullo): «Como alguien que ha ayudado a planear golpes de Estado, no aquí sino en otros países, puedo decir que requiere de mucho trabajo», pero rehusó hacer precisiones. De todas maneras es conocida la larga historia del país del norte en la promoción de golpes de estado, como es habitual en toda nación que tenga ambiciones expansionistas.

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Willi Münzenberg (arriba) y Joseph Goebbels

En la primera mitad del Siglo veinte hubo dos grandes estrategas de la propaganda política que hicieron escuela (prueba de ello son los émulos actuales), y cuya eficiencia marcó el rumbo de la historia: Willi Münzenberg y Joseph Goebbels, ambos nacidos en Alemania, pero que trabajaron para causas diferentes, cuyos regímenes tenían en común la vocación totalitaria y el engañar a las masas, incluyendo a buena parte de la intelectualidad. Estas ideologías que lograron destruir millones de vidas humanas, convirtieron ese siglo en un infierno, y hoy reaparecen en muchos lugares del planeta remozadas, con el disfraz de la justicia social, como sucede con los populismos y otros movimientos autocráticos.

François Furet, quien por seis años perteneció al PC francés y por la represión del Otoño húngaro (1956) abandonó el partido, se dedicó a indagar en dos revoluciones: la francesa y la soviética. En cuanto a esta última, en declaraciones a Le Figaro (1995) se preguntaba cómo fue posible que la fase más atroz del socialismo soviético, identificada con Stalin, provocase la admiración de Occidente, pues, mientras se producía la Gran Depresión, la URSS daba la imagen de ser un país estable a la vez que se cerraban los ojos frente a la terrible colectivización, los horrores de las purgas y otras calamidades.

La habilidad para ubicarse del lado de las democracias le ganó la credencial del «antifascismo», sin embargo el «discurso secreto» del camarada Nikita Kruschev reveló las verdaderas ignominias, crímenes y brutalidades de Joseph Stalin, el llamado «hombre de acero», claro que ese discurso revelador permaneció en secreto durante 32 años… La experiencia soviética para Furet fue «una ilusión», no acompañada por la historia sino que era constitutiva de ella misma, y a la vez independiente de los hechos por tratarse de una actitud religiosa potenciada en el cientifismo.

Christian Jelen, por su parte, ha calificado de «ceguera voluntaria» la actitud occidental desde los primeros años del Estado soviético, y sin exculpar del desastre a Stalin, señala a Lenin y a Trotski como responsables.

Entonces la irracionalidad del nazismo y el fascismo era combatida por la «racionalidad comunista» que cínicamente se declaraba heredera de la Ilustración. En fin, lo que sucedió en esa época sigue siendo motivo de concienzudos estudios y siempre aparecen nuevos datos que son reveladores, sobre todo en nuestros días con la peligrosa megalomanía estalinista de Putín, para quien Ucrania ya no existe, al extremo que hoy ofrece la nacionalización rusa a todos los ucranianos mientras bombardea su territorio y arrasa con lo que halla a su paso, como si se tratase de Atila.

Dicen que Münzenberg advirtió que la revolución debía ganarse no sólo a las masas, sino a los intelectuales y a todo aquel que generase opinión. Es importante considerar el desprecio que el marxismo-leninista sentía hacia los «intelectuales burgueses», pero para halagar su vanidad y luego manipularlos inventó desde los congresos de escritores antifascistas hasta los manifiestos y, desde las marchas de protesta hasta los festivales artísticos.

Confieso que ese relato, en tiempo presente, me recuerda esas películas y series donde se consigna: cualquier parecido con la realidad es pura casualidad…

Jelen denuncia la actitud complaciente con un régimen que, más allá del discurso, perseguía en los hechos a los campesinos, los obreros y los grupos políticos que no se sometían. Él sostiene que no se puede cargar el muerto al estalinismo (fueron millones de muertos), tampoco la existencia del partido único, la dictadura, la cheka, el aplastamiento de la disidencia, el fusilamiento masivo de campesinos famélicos, y considera culpables a Lenin y a Trotski.

Dicen que Willi Münzenberg procuró manejar aquellos ámbitos de la vida intelectual de Occidente que se destacaban, como el grupo de Bloomsbury, Hollywood, la rive gauche, Greenwich Village, y las personalidades más sobresalientes como Malraux, John Dos Passos, Aragon, Dashiell Hammett, Lillian Hellman, Paul Nizan, André Gide (orador en el funeral de Máximo Gorki) y Hemingway, entre muchos otros.

También comentan que Willi sostenía en la intimidad que todos formaban el «club de inocentes». Sin embargo es justo reconocer que con el correr de los acontecimientos, no pocos terminaron abjurando públicamente de ese credo, revelando honestidad intelectual.

La colaboración entre Alemania y la Unión Soviética se venía cocinando desde antes del pacto MolotovRibbentrop (1939), donde se comprometían a no atacarse mutuamente y se dividían, en secreto, a los países ubicados entre ellos. He leído que el caso del búlgaro Dimitrov (1933), midió a Münzenberg con Goebbels, y que Willi venció a Joseph en su propio terreno. De lo que no hay duda es que la aparente confrontación entre nazis y estalinistas solo procuraba encubrir la colaboración que entonces existía.

Estos dos personajes siniestros, considerados maestros de la propaganda ideológica, tuvieron un trágico final, pues, en 1940 el cuerpo de Münzenberg se encontró ahorcado en un bosque, ya había caído en desgracia con el régimen, y Goebbel se suicidó con su familia un día después de que lo hiciera Adolf Hitler en 1945.

Goebbel sostenía que una mentira repetida mil veces se convierte en verdad, y esa frase prendió muy fuerte en la clase dirigente. En los días que corren tengo la impresión que se tolera mejor la mentira que la verdad. Como ser, muchos militantes saben que sus líderes son grandes mentirosos, las pruebas los condenan, sin embargo no les importa, continúan creyendo en ellos y muestran una devoción fanática, por eso no se puede entablar un diálogo con estos militantes.

La pandemia con el encierro, las restricciones, los distanciamientos y las muertes sorpresivas vino a cuestionar una normalidad que arrastraba desde hace tiempo serios problemas y, la invasión de Rusia a Ucrania profundizó el malestar, que a veces es ira y otras indignación.

No es casual que surjan focos de estallido social en distintos puntos del planeta y que haya oportunistas que pretendan liderarlos en provecho propio. Pero lo curioso es que el telón de fondo ya no parece ser la tradicional polarización entre las izquierdas y las derechas, por cierto cada vez más desdibujadas, sino entre las autocracias y las democracias.

Lamentablemente éstas últimas sufren una suerte de guerra de asedio y pasan por su peor momento. Claro que no son pocos los que buscan la luz al final del túnel, porque como decía Martín Luther King: «La oscuridad no puede sacarnos de la oscuridad».

  1. Roberto Miguel Cataldi Amatriain es médico de profesión y ensayista cultivador de humanidades, para cuyo desarrollo creó junto a su familia la Fundación Internacional Cataldi Amatriain (FICA)

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