Roberto Cataldi[1]
La frase que encabeza este artículo, ¡Ya es hora que cambiemos de ladrones!, no me pertenece, la pronunció una mujer venezolana días antes de las fraudulentas elecciones en su país. Confieso que pasaron los días y la frase me vino a la mente una y otra vez.
Pues bien, me hizo reflexionar. Luego escuchando entrevistas a ciudadanos de otros países con democracias quebradas, la denuncia de esta mujer, de alguna manera se fue reforzando.
En efecto, creo que existe una percepción generalizada que va más allá del sistema democrático liberal, de sus ventajas que a todas luces defendemos los que optamos por la libertad y el estado de derecho, porque las decisiones fundamentales quedarían en manos de personajes que se mueven entre bastidores (backstage), a quienes nadie votó, también de grupos de poder con enorme capital económico que logran imponer sus mezquinos intereses, y por supuesto de políticos y gobernantes que sistemáticamente engañan a sus votantes ya que a la hora de defender el Bien común traicionan a quienes les otorgaron su confianza.
Quizá por eso hoy existe una profunda crisis de representatividad en todas partes, salvo excepciones. Llama la atención ver cómo candidatos honestos, con buenas intenciones, luego de postularse deben bajar la candidatura por falta de fondos dinerarios para sostener la campaña, pues no están dispuestos a transar con quienes ostentan el poder en las sombras, y lamentablemente así se desarrolla la vida política, en una suerte de plutocracia, que abre la puerta a las transacciones oscuras, los negociados y la corrupción sin ambages.
Los politólogos dicen que los partidos políticos son necesarios para el juego democrático, y a menudo se impone el bipartidismo.
Entiendo la dinámica de los partidos pero de ninguna manera la comparto, porque si bien pueden ser instituciones necesarias, no muestran apego a la transparencia y no les preocupa el desprestigio.
Siempre me gustaron aquellos individuos que se lanzan a la arena política de manera independiente, sin participar de las tradicionales «roscas políticas», situación que algunos analistas califican de irreal o idealista, es probable. Sin embargo, el posible próximo presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, apoyado irresponsablemente por el partido republicano y por una enorme masa de fanáticos, tiene un prontuario de delitos en su haber que logró en su presidencia y sobre los que ya se expidió la justicia de manera condenatoria, sin embargo contra toda lógica y moral republicana, nada ni nadie le impidió volver a postularse.
Platón y Aristóteles no creían en el sistema democrático, justamente porque temían que con la democracia sucediese lo que ahora pasa.
El mito más célebre del pensamiento occidental es el mito de la caverna, con el que Platón distingue el mundo sensible (cosas tangibles, que cambian, adoptan múltiples formas, y se perciben con los sentidos) del mundo de las ideas (no son percibidas por los sentidos, sino por la razón). Las cosas sensibles apenas logran imitar a las ideas y, del mundo sensible solo es posible tener «opiniones».
En La República nos muestra esta dualidad de los dos mundos. En la caverna los seres encadenados proyectan sus sombras, esa es la realidad, y el que logra escapar se enceguece con la luz del sol, contempla la realidad exterior, observa las cosas reales, no sus sombras.
El sol sería la idea superior del Bien. Comprende que vivió en un mundo que no es el real y, Platón se pregunta qué sucedería si regresara a la caverna y tratara de salvar a sus amigos encadenados, llevándolos al mundo real: lo matarían…
En fin, del mito se desprende que el mundo sensible es el de las sombras y que el hombre liberado descubre que ese mundo participa del mundo ideal que será el verdadero objeto del conocimiento, pero también advierte las dificultades para enseñarles a los hombres la verdad que está detrás de las cosas.
Pensar que Platón vio la realidad que hoy vivimos hace veinticinco siglos, por eso no tengo dudas que vivimos en un mundo de sombras que ocultan la verdadera realidad.
Los médicos sabemos que un buen diagnóstico se fundamenta en la verdad y, obrar bien es hacerlo conforme a la verdad o a lo que las cosas son, es decir, la realidad. Por eso nuestro deber es hallar la solución correcta para cada situación particular.
Si con detenimiento lo pensamos, advertiremos que se superpone con la deontología de los políticos y gobernantes. No creo casual que en la Antigua Grecia algunos pensadores creyesen que los médicos deberíamos tener a nuestro cargo la gobernanza, la gestión de la cosa púbica, pero considero que no estamos preparados, más allá que hoy sí estarían capacitados los outsiders que denuncian a los políticos, a los que consideran una «casta».
Claro que ya en el poder, estos outsiders revelan no pocos vicios de esa casta que combaten con una retórica que enciende los ánimos de sus crédulos seguidores, para finalmente convertirse en profesionales de la política…
Y para el ciudadano de a pie que piensa libremente, sin cortapisas, es previsible que llegue a la conclusión: esto termina siendo más de lo mismo. De allí el desengaño y la ira.
En un país que respeta el estado de derecho, cuando las urnas hablan no queda más remedio que aceptar sus resultados, aunque nos disguste, así es la democracia.
Por otro lado, el presidencialismo ha desembocado en un poder cuasi absolutista, como en el pasado lo fue la monarquía absoluta, ignorando el normal equilibrio de poderes. Todo presidente debe tener en cuenta y no ignorar al Congreso, donde están los representantes votados por el pueblo, y también acatar los fallos de la justicia, que debería garantizar la equidad, o como sostenía Platón: «La justicia es la piedra angular de toda sociedad civilizada».
La democracia hoy está siendo asediada desde numerosos frentes. La voluntad de las mayorías ya no es suficiente, más allá que a las mayorías se las puede engañar y manipular.
Y muchos se preguntan, perplejos y dejando de lado la toxicidad de las ideologías de izquierda y de derecha, qué hacer con los Putín, los Lukashenko, los Xi Jinping, los Orban, los Maduro, los Bukele, los Ortega, y tantos otros seres fatídicos que defienden su poder a sangre y fuego, que imponen sus caprichos, procurando a la fuerza el pensamiento sumiso y obediente de sus pueblos. Unos conquistan el poder por medio de las armas, otros llegan gracias a la democracia (con o sin fraude); importa el fin.
En la Argentina, la Asamblea del Año XIII (1813) reafirmó la tradición republicana de suprimir títulos y signos de nobleza, la eliminación del mayorazgo, la libertad de vientres, la abolición de la esclavitud, la igualdad indígena, la abolición de la Inquisición y las torturas, la libertad de prensa, entre otras medidas históricamente trascendentes.
Fue un gran paso para la época. Sin embargo, ese noble espíritu de suprimir los privilegios encadenados al poder persiste hasta nuestros días.
Hace un tiempo, leyendo un periódico me enteré que los «exlegisladores» (diputados y senadores) pueden utilizar el título del cargo que ejercieron añadiendo M.C. (mandato cumplido) y a su vez gozar de todos los beneficios (al margen de sus privilegiadas jubilaciones) del Círculo de Legisladores, el que se financia con dinero de los contribuyentes, pudiendo hacer uso de la biblioteca, el comedor, la peluquería, entre otras comodidades que como sostenía el articulista permiten superar el «síndrome del jubilado».
Nada que ver con la tradición republicana. En efecto, cuando los privilegios se convierten en derechos se extingue la confianza, y ésta representa la esperanza que necesitamos para construir un futuro.
Un nihilista como Friedrich Nietzsche decía: «No me molesta que me hayas mentido, me molesta que a partir de ahora no pueda creerte».
- Roberto Miguel Cataldi Amatriain es médico de profesión y ensayista cultivador de humanidades, para cuyo desarrollo creó junto a su familia la Fundación Internacional Cataldi Amatriain (FICA)