Roberto Cataldi¹
A fines de 2018, durante tres días se desarrolló en Buenos Aires la reunión del G20. La tengo muy presente por vivir a unos quinientos metros del Teatro Colón (allí los mandatarios se reunieron), verme obligado a suspender mis actividades profesionales, estar dentro del área donde no se permitía la circulación de vehículos y escuchar durante horas al helicóptero que sobrevolaba la zona.
El puerto no operó, tampoco los servicios ferroviarios ni dos de los aeropuertos (excepto el de Ezeiza), a la vez que hubo estrictos controles de autopistas y avenidas por fuerzas de seguridad. Una ciudad blindada cuya inmovilidad difería de la que actualmente impone el Covid-19.
Entonces el gobierno se mostraba exultante por ser la primera vez que este espacio de deliberación política y económica, considerado el mayor del mundo, se celebraba en la Argentina. Una foto para la historia. Una metrópolis donde había una agenda sobre Libre Comercio, infraestructura Social y Empleo.
Los medios comentaban que ese G20 diseñaría la nueva articulación de poder político mundial, que los grandes arquitectos serían los Estados Unidos, Rusia y China. Pues bien, nada de eso sucedió.
En el documento final predominó la retórica, como es habitual. Hubo declaraciones de intenciones sobre el cambio climático (Trump no estuvo de acuerdo), referencias acerca de la crisis migratoria, pedidos de mejorar la educación infantil en los países más pobres, y se evitó tratar el conflicto entre Rusia y Ucrania o la guerra en Yemen con intervención de Arabia Saudí, entre otros temas no menores. Los analistas decían que este tipo de reuniones eran importantes por el cara a cara, pues, las comunicaciones a distancia a veces daban origen a malentendidos (como si éstos no existieran también en el face to face). Una muy costosa reunión social para un magro resultado. Me llamó la atención que en el G20 no participara Suiza cuyo PBI era y es mayor al de Argentina.
Hoy por hoy no existe ningún país ni foro que sea capaz de fijar una agenda planetaria, como sostiene Ian Bremmer, por eso habla del G0. Los Estados Unidos u Occidente no pueden liderar el planeta (en realidad no hay candidato a la vista), las respuestas políticas son disfuncionales en todo el mundo, las instituciones no son representativas, y las democracias están amenazadas por los nacionalpopulismos de derecha y de izquierda que explotan las emociones de los descontentos, discriminan a los diferentes o a los que no entendemos (quizá porque no nos interese entenderlos) y, la tecnología avanza a distintas velocidades, incrementando la desigualdad y la desconexión. Por los medios nos enteramos de la carrera nacionalista por lograr la primera vacuna, o las transacciones antiéticas entre Estados para adquirir medicamentos, respiradores y demás insumos necesarios en el combate de la pandemia. Ni siquiera el espanto los unió.
Este virus de apenas 120 nanómetros de ancho ha logrado lo que ningún ser humano pudo hasta el presente. Más allá de la terrible experiencia que revela esta pandemia que tiene al planeta en vilo, muchos vieron la oportunidad de replantear temas fundamentales como la cooperación sanitaria entre los países, la economía globalizada, el creciente desempleo, reformar este capitalismo en muchos aspectos abyecto, intentar solucionar problemas territoriales con fuerte componente tanto ideológico como religioso, instrumentar cambios en defensa del medio ambiente, entre otros temas que son acuciantes para la humanidad, sin despreciar los viajes interplanetarios.
Pero si algo está claro entre tanta incertidumbre que nos agobia, es que la información, la economía, la política y la ciencia ya no podrán prescindir del progreso de la revolución digital, tampoco de sus peligros, como la desinformación y el fraude. Los que controlan estas tecnologías han desarrollado un poder incalculable, como nunca nadie tuvo, al extremo que logran convencernos de comprar un producto, de aceptar de buena gana una idea, de defender a un líder o de condenar a sus adversarios. Disponemos de mucha más información, datos y conectividad que en el pasado, pero las fake news y los bulos operan subrepticiamente para que no descubramos la verdad, mientras cada vez estamos menos dispuestos a escuchar al otro. No tengo dudas de que mucha gente cree en lo que quiere creer, y esta es una forma de ignorancia de la que participan ciertos líderes que conducen países.
Hannah Arendt decía que para todo régimen totalitario el sujeto ideal es quien no distingue entre los hechos y la ficción, entre lo verdadero y lo falso. En efecto, para esos sujetos esa distinción no existe, y allí reside el nudo gordiano del problema. Antes de nuestra era, Cicerón advirtió que tanto la mentira como el silencio corrompen la verdad. Y en la primera mitad del siglo pasado George Orwell sostenía que: “En una época de engaño universal decir la verdad es un acto revolucionario.
En fin, parecería ser que muchos no entienden que la verdad no necesita ser inventada, tampoco requiere matices, y su defensa es en beneficio de la salud de la sociedad humana, lo que debería hacernos reflexionar y asumir una conciencia anticipatoria, sobre todo en esta época de pandemia.
- Roberto Miguel Cataldi Amatriain es médico de profesión y ensayista cultivador de humanidades, para cuyo desarrollo creó junto a su familia la Fundación Internacional Cataldi Amatriain (FICA)