La violencia asociada al crimen organizado sitúa a América Latina como la región más peligrosa del mundo y abre paso a un populismo represivo de peligrosas proyecciones, cuyo símbolo más notorio y emulado es Nayib Bukele, el presidente de El Salvador, informa Gustavo González (IPS) desde Santiago de Chile.
De acuerdo a informes de Naciones Unidas, América Latina, con ocho por ciento de la población mundial, concentra 37 por ciento de los homicidios del planeta, obviando para estos efectos estadísticos a las muertes en guerras, en accidentes y los suicidios.
Se habla entonces de una generalizada crisis de seguridad, donde el mandatario salvadoreño puede exhibir con orgullo una disminución de 56,8 por ciento en el año 2022 de la tasa de homicidios por cada cien mil habitantes, mientras en las antípodas Ecuador registró un aumento de 82 por ciento.
Las comparaciones en porcentajes de un año a otro resultan engañosas si se prescinde de los datos en números absolutos. Por ejemplo, la tasa de homicidios en Chile aumentó 32,2 por ciento en 2022, aunque en números significa 4,6 asesinatos por cada cien mil habitantes. En El Salvador el guarismo en el mismo año fue de 7,8.
Las estadísticas porcentuales, magnificadas por los medios y por el hecho innegable de un aumento en los niveles de violencia de los crímenes, generalizan la inseguridad y el temor en la población.
Campo de disputas políticas
La política se hace cargo de la crisis de inseguridad, que sirve en algunos casos para que la oposición interpele al gobierno de turno, o en otros casos para que los gobernantes busquen neutralizar a los opositores. De uno y otro bando surgen medidas de contingencia que no atacan la raíz del problema y pueden profundizarlo en el mediano y largo plazo.
La solución más recurrente pasa por aumentar los contingentes policiales y a la vez dotarlos de mayores medios y facultades para actuar contra los delincuentes. El agente dispondrá de un mayor margen de discrecionalidad para dimensionar el peligro y disparar. Es lo que se conoce como «gatillo fácil».
La expresión no es nueva. Se generalizó en varios países de la región entre las décadas de los años sesenta y ochenta del siglo pasado, bajo las dictaduras militares, cuando los cuerpos represivos asesinaban opositores en falsos enfrentamientos o actuaban contra las movilizaciones sociales.
El reestreno de esta práctica en el siglo veintiuno requiere de un tinglado de legitimación que pasa por normas legales, al estilo de la llamada «ley de legítima defensa privilegiada», promulgada en Chile el 10 de abril, o por normas más amplias que involucran a la policía, los militares y los poderes del Estado, como lo hizo Bukele en El Salvador.
El líder del partido Nuevas Ideas utilizó su mayoría en la Asamblea Legislativa salvadoreña para poder reelegirse en la presidencia y el 22 de marzo de 2022 instauró el régimen de excepción, acompañado de varias reformas legislativas que en la práctica le dieron vía libre en su combate a la delincuencia, personificada en las maras y otras pandillas.
A más de un año del estado de excepción, Amnistía Internacional denunció una generalizada violación de los derechos humanos en el pequeño país centroamericano: «Esta política ha resultado en más de 66.000 detenciones, en su mayoría arbitrarias, el sometimiento a malos tratos y tortura, violaciones flagrantes al debido proceso, desapariciones forzosas y la muerte de al menos 132 personas bajo la custodia del Estado, quienes al momento de su fallecimiento no habían sido declarados culpables de ningún delito».
El populismo represivo
«Para la comisión de estas violaciones de derechos humanos, ha sido clave la coordinación, en complicidad, de los tres poderes del Estado; la confección de un marco jurídico contrario a los estándares internacionales de derechos humanos, específicamente en lo que concierne al proceso penal; y la falta de adopción de medidas tendientes a evitar las violaciones sistemáticas de derechos humanos bajo un régimen excepcional», agrega Amnistía.
Bukele reemplazó las cárceles por virtuales campos de concentración. El 1,5 por ciento de los salvadoreños están privados de libertad, lo cual hace de este país centroamericano el de mayor población penal en el mundo.
Sin embargo, sondeos de opinión muestran que ocho de cada diez salvadoreños están satisfechos con el actual presidente y quieren su reelección por un nuevo período, mientras algunas voces disidentes advierten que el Estado ha pasado a sustituir a las maras como agente de intimidación y concentración de poder.
La tentación de imitar a Bukele con un populismo represivo que se nutre de medidas efectistas está presente en toda América Latina. En los días que se debatía en Chile la «ley de legítima defensa privilegiada», Rodolfo Carter, alcalde del municipio de La Florida, en Santiago, demolía ante la televisión viviendas fichadas como residencias de narcotraficantes.
En Ecuador, el presidente Guillermo Lasso, amenazado por un juicio político que podría acarrear su destitución, anunció a comienzos de abril que autorizaba la «tenencia y porte de armas de uso civil para defensa personal» como una medida urgente contra el «enemigo común: la delincuencia, el narcotráfico y el crimen organizado».
Delincuencia, narcotráfico y organizaciones criminales son términos recurrentes cuando se caracteriza la inseguridad, pero a menudo se observa una peligrosa deriva en que las leyes y medidas de «gatillo fácil» abren paso a la represión contra las movilizaciones sociales o facultan persecuciones políticas bajo el eslogan de enfrentar el terrorismo.
Criminalización de los pobres
Javier Macaya, presidente de la Unión Demócrata Independiente, partido chileno de extrema derecha que reivindica la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990), acusó a la Organización de las Naciones Unidas de amparar la «violencia política» cuando su alto comisionado para los Derechos Humanos, Volker Türk, advirtió los peligros de la «ley de legítima defensa privilegiada».
Los alcances autoritarios del «gatillo fácil» comprenden asimismo una criminalización de inmigrantes y de las barriadas pobres, catalogadas de territorios de pandilleros y de amparar redes de tráfico de drogas, aunque escasamente se persigue a grandes narcotraficantes y consumidores de los sectores de altos ingresos en las urbes latinoamericanas.
Las persecuciones políticas se disfrazan de seguridad, como ocurrió en Nicaragua en febrero con la expulsión y pérdida de la nacionalidad de 222 opositores. El gobierno de Daniel Ortega los acusó de «traición a la patria», los calificó de «terroristas» y «mercenarios» y justificó la medida en nombre de la paz del país.
La seguridad está instalada como el gran tema latinoamericano. El último informe de Amnistía Internacional registra arbitrariedades en Venezuela que van hasta desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales. Haití, sumido en la ingobernabilidad, es otro país donde la inseguridad tiene como víctima a los derechos humanos.
Las complejidades del combate a la delincuencia pasan por potenciar las policías y también por la «justicia por mano propia» de los ciudadanos. En Brasil, el gobierno de extrema derecha de Jair Bolsonaro (2019-2022) autorizó a la policía a matar criminales y amplió las facilidades para el porte de armas por civiles. Su sucesor desde el 1 de enero, Luis Inácio Lula da Silva suspendió esas medidas.
De la mano de la inseguridad, América Latina se convierte en una suerte de arsenal, con armas de mayor poder para las policías, y también con el comercio ilegal que nutre a las organizaciones criminales. Un tercio de las armas de fuego incautadas el año 2017 en México, El Salvador, Honduras, Panamá y Nicaragua, venían de Estados Unidos.