Roberto Cataldi[1]
Hace unos días llegaba con mi mujer al aeropuerto JFK de Nueva York procedente de Puerto Rico. Allí participé de un congreso internacional de bioética donde se trataron problemas y dilemas del mundo actual. Tres días de exposiciones e interesantes debates en el marco de la bella ciudad de San Juan de Puerto Rico.
También me enteré por mis amigos portorriqueños, que el archipiélago sería la colonia más antigua del planeta, ya que durante cuatrocientos años fue colonia de España y desde hace más de un siglo lo es de los Estados Unidos, más allá de que el gigante del norte lo niegue y procure camuflarlo con fórmulas dogmáticas, pues, sus ciudadanos no votan al presidente, no tienen una representación efectiva en el parlamento, no poseen autonomía real en lo que hace a sus recursos y decisiones dependiendo del poder central. En suma, la constitución norteamericana no los reconoce como ciudadanos estadounidenses.
Además con los daños que ocasionó el huracán María, habrían sacado ventajas empresas norteamericanas comprando propiedades para establecer sus negocios. En fin, la desgracia de unos se convierte en el beneficio de otros.
A nuestra llegada al JFK decidimos tomar un taxi amarillo, de los que operan en el aeropuerto, para que nos llevase a nuestro hotel en Brooklyn. El chofer, un afroamericano que balbuceaba el inglés, miraba insistentemente la dirección y recurría al GPS. Tomó una ruta equivocada y el viaje que debía ser de veinticinco minutos se transformó en un viaje de una hora y cuarto. En un momento detuvo el auto y dijo: I´m lost. Se comunicó con la conserjería del hotel y preguntó cómo llegar. A todo esto mi mujer y yo no podíamos ocultar la indignación, mientras él respondía O.K., O. K.
Cuando llegamos a destino, el muy sinvergüenza pretendía cobrar todo el recorrido que marcaba el reloj, una cifra que duplicaba ampliamente el viaje solicitado. Una mucama del hotel terció en la discusión y dijo que ella también había sido víctima en otras ocasiones de ese proceder deshonesto. La discusión fue subiendo de tono y le pedí a la empleada de la conserjería que llamase a la policía. Llegó un patrullero con dos oficiales, uno afroamericano y otro latino. El chofer se adelantó y mintiendo les dijo que esa suma elevada era porque en el trayecto había mucho tráfico…
Yo me presenté y le expliqué al hispano en español y al afroamericano en inglés, que mi intención era pagar lo justo, que consideraba una estafa que pretendiese cobrarnos por el paseo que nos dio llevándonos hasta el aeropuerto La Guardia y el barrio de Queens. Insistí en que para mí se trataba de una cuestión de principios, no de dinero.
El policía hispano que dijo estar filmando la entrevista, me comentó que comprendía el reclamo, pero yo debía pagar lo que indicaba el reloj del taxi, esa era la ley, de negarme tenía que llevarme detenido por cometer un acto criminal… Y de paso le dijo a la empleada de la conserjería que no debía informarle a los pasajeros el costo de ese recorrido porque los taxis amarillos son más caros. Rápidamente mi mujer cuestionó al oficial diciéndole que la empleada solo había manifestado la verdad.
Al darme cuenta de que nuestros argumentos argumentos no eran considerados, y ante la posibilidad de convertirme en un criminal, hice a un lado mis principios. En efecto, pretendíamos descansar unos días y disfrutar del paseo, como cualquier turista, y yo no estaba dispuesto a pasar la noche en la cárcel por una patraña, mucho menos beber la cicuta. Si hubiese estado en el lugar de Sócrates, a quien admiro profundamente, habría aceptado la propuesta de evasión que le hicieron. Hoy se impone ser pragmático, esa es la norma. En consecuencia les dije a los policías que pagaría lo que no correspondía, pero lo haría en presencia de ellos como testigos, y añadí que tolerar esas deshonestidades era una mala imagen para la ciudad de Nueva York y, finamente, que lamentaba mucho haberlos convocado. El bribón de mirada vidriosa se retiró con una expresión triunfante en el rostro, y además con el aval de la autoridad. Al fin de cuentas, la ley, es, la ley.
Durante varios días nos sentimos dolidos por la canallada. Me niego aceptar que la verdad esté actualmente tan devaluada. Cómo no entender a mis amigos de Puerto Rico que deben tragarse mansamente el relato del imperio y nada pueden hacer por dejar de ser colonia. Relato muy similar al de otras potencias que durante siglos instrumentaron el colonialismo y son responsables de gran parte de los problemas actuales del planeta. La política colonial basó su eficacia siempre en el uso de la fuerza, jamás de la razón. Bástenos con observar el mapa geopolítico y los problemas de todo tipo que tienen las naciones que fueron colonias, incluyendo las fuertes dependencias económicas que perduran contra el viento y la marea.
La “fuerza de la razón” es una fuerza moral que apela a principios éticos, y en el campo de lo fáctico es muy débil. En cambio la “razón de la fuerza” se sustenta en la injusticia y se impone de manera arbitraria y eficaz mediante el miedo. Lo lamentable es que el escenario de los valores hoy esté tan depreciado, al punto que ya no se habla del honor, de la honra, e incluso la honestidad colinda con la bobería. Estrategia y tácticas se funden en la persecución de objetivos que implican mezquinos intereses, pues, ya no importa el camino escogido, todo vale, por eso el clima imperante es de miseria moral.
Y no solo se trata de la verdad, que a menudo es reemplazada por la posverdad, sino que aun asomando la verdad como tal, no implica que habrá justicia. Hechos y valores son dos constantes que dan cuenta de qué clase de persona somos.
Durante el Siglo XIX los estados europeos se disputaron la mayor parte de los territorios de Asia y África. Entonces se divisaban dos líneas ideológicas que sirvieron a este nuevo imperialismo: el darwinismo social y el racismo, dos ideologías que hoy resurgen con vigor en medio de las consecuencias trágicas que está ocasionando la globalización financiera. En aquella época se creía que las razas superiores tenían la misión de dominar a las razas inferiores (todavía algunos lo creen), y para ello había que recurrir a la fuerza de las armas.
Todos sabemos que la principal motivación fue, ha sido y es económica, no civilizadora, y esto justificaba la política imperialista que en los hechos nunca coincidió con el discurso libertario. Entonces había una gran demanda de recursos y productos naturales que escaseaban o no se hallaban en Europa, y los inversionistas buscaban como aves de rapiña esas materias primas a cualquier precio.
Los marxistas consideraban que ese imperialismo no era otra cosa que la acción y el efecto de continuar con el capitalismo. Pero la realidad es que a la independencia de algunos pueblos, lograda a sangre y fuego, la continuaron los negocios que impusieron las potencias colonizadoras a través de los lobbistas y las grandes empresas.
Occidente protagonizó una gran farsa, ya que bajo supuestos ideales altruistas se lanzó de lleno a la consumación de todo tipo de negociados y crímenes, por eso la corrupción se ha convertido en una epidemia.
Para los antiguos griegos la justicia era una virtud. Pero entonces Lucano, nieto de Séneca el Viejo, ya sostenía que la virtud y el poder no se llevaban bien. Mucho después el tema ocupó un lugar destacado en la obra de Kant, de la cual nos hallamos muy alejados.
Hoy por hoy somos testigos de cómo suele legislarse mal y cómo en no pocos casos se aplica la ley de manera arbitraria. Balzac comparaba las leyes a las telas de araña, pues, las atraviesan las moscas grandes y quedan enredadas las pequeñas. Y por su parte Bismark, pensaba que las leyes son como las salchichas, es mejor no ver como se hacen…
- Roberto Miguel Cataldi Amatriain es médico de profesión y ensayista cultivador de humanidades, para cuyo desarrollo creó junto a su familia la Fundación Internacional Cataldi Amatriain (FICA)