Donald Trump no es el problema

Joaquín Roy¹

El empate en Estados Unidos, sea cual sea el resultado final, se ha revelado no es un fenómeno temporal. El protagonista de la resistencia de Donald Trump no es el inquilino de la Casa Blanca de los últimos cuatro años. El agente real, aunque al final el ganador constitucional sea Joe Biden, es ese sector que durante décadas se consideraba una anormalidad.

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Biden-Trump: electores provisionales a las 13:00 horas de España

La cruda realidad es que la percepción general en el exterior de Estados Unidos no llegó a entender el mensaje de 2016. Y quizá todavía no lo entienda ahora. Y, peor, no lo entenderá nunca, si no se presta atención a las peculiaridades de esta sociedad, dramatizadas por Trump.

En cuanto se difuminó la gloria de haber vencido en la Segunda Guerra Mundial, la aparente cohesión nacional de Estados Unidos desapareció. Una parte siguió creyendo que había monopolizado el alma del país, cimentada en el excepcionalismo, «la luz del faro en la colina». Pero algunas señales de alarma comenzaron a sonar con la represión de los supuestos comunistas de Hollywood.

Acallados los disidentes ya en los años sesenta, el asesinato de Kennedy no se consideró un peligro para el consenso nacional. Pero un sentimiento soterrado reclamaba salir del armario. Nixon lo llamó la mayoría silenciosa. Permaneció mudo durante la tragedia de Vietnam. Se drogó convenientemente con la satisfacción del fin de la Guerra Fría y de la historia.

Apenas entonces un puñado de novelistas se había preguntado como Zavalita, el personaje secundario de Mario Vargas Llosa de Conversación en La Catedral: «en qué momento se jodió el Perú».

Algunos osados comentaristas se atreverían demasiado tarde a aludir a la reacción por el hundimiento del Maine en La Habana, que impelió a Estados Unidos a esparcirse por toda América Latina, irritando a los patriotas cubanos. La consecuencia medio siglo después fue la Revolución Castrista.

El establishment de Washington apenas se inmutó y creyó recuperarse con el final de la Guerra Fría y también «de la historia», según la mitificación de Fukuyama.

Pero esa gloria efímera no logró esconder los problemas internos que sucesivos presidentes norteamericanos no lograron corregir. Se detectaban desequilibrios, discriminación, marginación, incomodidad, y básico desconsuelo por la aparición de defectos en el sueño americano.

El problema era que las víctimas ya no eran exclusivamente los tradicionales perdedores (negros, hispanos, nativos), sino también los componentes de las anteriormente capas intermedias de la sociedad.

Además, se habían añadido los componentes de la élite económica que parecía no contentarse con las ventajas fiscales de que habían disfrutado. Pretendían también controlar el devenir político sin implicarse en las contiendas electorales, función ordinaria que dejaban en manos de profesionales.

El resultado de las elecciones es un retrato nítido de tres Estados Unidos, cada uno a su manera creyendo que tiene derecho a ser «grande de nuevo», según el slogan de Trump. Ya se advirtió con la doble elección de Obama: el potencial electorado se había dividido nítidamente en tres.

Un tercio se ha quedado en casa, siempre. Otra tercera parte ha votado por las diversas opciones del Partido Demócrata. El resto final históricamente se ha refugiado en el Partido Republicano,  arropado por ese sector que no parece responder a unas líneas partidistas concretas. Ahora se ha equipado de toda la parafernalia que ha capturado la mitad del voto en las elecciones de los últimos tiempos.

Pero la novedad de la última década, tras la defenestración del tradicionalismo de los George Bush y afines, no es la aparición de Trump. La noticia es la consolidación del protagonismo del tercio que Trump ha despertado. No es un fenómeno temporal. En realidad existía desde que el mito fundacional de Estados Unidos se cuestionó por ese tercio que ha permanecido latente, tímido de protagonismo.

Como una princesa adormecida, solamente le faltaba el beso de un príncipe audaz, al que no le ataran convenciones partidistas. Da igual que la princesa se haya comportado como una bruja para los otros dos tercios del electorado. Esa peculiaridad no le ha importado a Trump, que ha capturado el papel del príncipe.

Sea cual sea el resultado oficial de las elecciones, lo cierto es que ese Estados Unidos antes oculto seguirá al acecho (con más ahínco si llegase a ganar Trump).

Presionará para el abandono de las alianzas tradicionales de Estados Unidos, rechazará todo esquema de integración regional (apenas reducido a una pragmático nuevo acuerdo con Canadá y México), seguirá rechazando el reingreso en la Unesco o seguir participando en la Organización Mundial del Comercio (OMC), la Organización Mundial de la Salud (OMS). E incluso no se aprovechará pragmáticamente de su lugar de privilegio en la ONU.

En el terreno militar no sabrá usar sabiamente el poder «suave» de la superioridad militar, jugará peligrosamente con el abandono de la OTAN, se puede implicar en peligrosas operaciones en el Medio Oriente, equivocando fatalmente sus útiles aliados.

La continuación de la apuesta de apoyo incondicional para el gobierno israelita actual sería una apuesta con beneficio nulo. Cualquier mal cálculo con China y Rusia se puede pagar con alto precio, sobre todo de cara a una sociedad norteamericana que está harta de excursiones bélicas que no revierten réditos sociales y solamente rellenan las tumbas disponibles en Arlington.

Pero, en el caso de una victoria final efectiva de Biden, la agenda que el nuevo presidente deberá encarar incluiría precisamente la latente y permanente presencia de la América hasta ahora silenciosa por gracia de Trump.

En ese escenario no podrá evitar el espectáculo de destrucción social, la división en bandos irreconciliables, la urgente instalación (con permiso de residencia tendiente a sublimarse en la ciudadanía) de los enormes grupos de recientes inmigrantes.

Y en general, en el exterior se deberá entender con frialdad que el nuevo gobierno estadounidense no va a ser radicalmente diferente de lo que se considera esencial en los prácticamente inamovibles intereses norteamericanos. Biden deberá responder a las demandas no solamente de sus votantes, sino también de los razonables intereses del país y las consiguientes presiones de su sociedad.

Europa, por ejemplo, deberá entender que la demanda de una implicación de sus gobiernos en la defensa continental no responde simplemente a un capricho del dirigente de turno, sino a una reconstitución del entramado militar. La sociedad norteamericana seguirá presionando a su gobierno para obtener beneficios legítimos en cuanto a los resultados de los acuerdos de comercio. Se deberá, por lo tanto, conseguir una sintonía beneficiosa para ambas partes.

Por fin, América Latina deberá esforzarse en presentar un mínimo frente común si quiere obtener nuevas ventajas, no basadas en arbitrarias decisiones de origen temporal. Para tratar con Estados Unidos, sea con Biden o con Trump, la división será siempre perjudicial, sobre todo para los intereses de los ciudadanos latinoamericanos.

  1. Joaquín Roy es catedrático Jean Monnet y director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami
  2. Columna difundida por IPS

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