Tanto Francis Fukuyama, mediante un ensayo que se hizo célebre sobre El fin de la historia y el último hombre publicado en el 1992, en el que anunciaba el fin de las ideologías y la implantación del pensamiento único, como Samuel Huntington con su El choque de las civilizaciones, publicado en 1993, que luego tomaría forma de libro en el año 1996, donde asegura que el origen de los conflictos del siglo XXI no será ideológico ni económico, sino cultural, anunciaron temas de debate que cobrarían una mayor relevancia precisamente una vez arrancado el siglo XXI y que siguen siendo motivo de reflexión en nuestros días, aunque hayan quedado un tanto aparcados debido a problemas más inmediatos, como ha sido la crisis económica y financiera y, sobre todo de valores, que padece el mundo occidental y que, a causa de vivir en un mundo globalizado, repercute en otras latitudes.
Si nos remontamos unos años atrás y acudimos al filósofo de la historia Arnold J. Toynbee (1889-1975), autor de la teoría cíclica del desarrollo de las civilizaciones, cuyas obras Estudio de la Historia y La civilización puesta a prueba, siguen siendo un referente en la materia, comprobaremos que este autor ya se ocupaba del tema y considera el fenómeno como un «contacto espacial entre civilizaciones». Nada nuevo, pues.
Más reciente, metidos ya de lleno en los conflictos derivados de la inmigración masiva, anterior en todo caso al nuevo fenómeno de crisis que ha convulsionado al mundo occidental, dos estadistas, José Luís Rodríguez Zapatero de España y Tayyip Erdoğan de Turquía, preocupados por los conflictos entre Oriente y Occidente, entre la civilización cristiana y la islámica, trataron de liderar un movimiento global al que denominaron como Alianza de Civilizaciones y que no mereció excesiva atención por el resto de dirigentes de las Naciones Unidas, en donde fue presentado.
Y si todo esto no fuera suficiente, el siglo XXI ha puesto sobre el tapete un conflicto que ni los más avezados analistas políticos y sociales fueron capaces de anticipar: las rebeliones árabes en el norte de África y parte de Oriente Medio, que siguen coleando y que algunos denominaron como “la primavera árabe” y se han convertido en un cruento invierno. Unido a esa insólita revolución en países con regímenes absolutistas cuyos dirigentes pensaban tenerlo todo atado y bien atado, España produjo una nueva forma de protesta social que tomó el nombre y la inspiración del pequeño manifiesto de un nonagenario francés: los indignados, que culminó en inestabilidad política y social.
Tanto la “primavera árabe” del mundo musulmán, como las insistentes demandas de “los indignados” del mundo culturalmente cristiano nos recuerdan que el poder surge del pueblo, y que los pueblos, sean islámicos, judíos, cristianos o ajenos a estas u otras cosmovisiones, no están dispuestos a seguir aceptando como dirigentes a quienes se autodenominan enviados por la divinidad; que, en una sociedad cada vez más secularizada, es preciso contar con “la calle”, algo que ya viene cultivándose, aunque defectuosamente en Occidente desde la Ilustración y la Revolución francesa, pero que en el mundo árabe, que se mueve en un marco medieval, es absolutamente inédito.
El tema, pues, tiene enjundia. El siglo XXI nos ha introducido en una sociedad con incógnitas tan novedosas que ya no sirven las respuestas del siglo anterior. Efectivamente, cuando creíamos conocer todas las respuestas que nos habían llevado a deleitarnos en un idílico Estado del bienestar, nos cambiaron las preguntas. Si las ideologías han dejado de contar; si nos movemos a impulsos de un pensamiento único; si las relaciones humanas no van a tener el freno de unas directrices éticas; si vivimos en un mundo globalizado, una aldea global como algunos lo denomina, en la que unos pocos imponen las directrices que rigen el mundo; y si lo que considerábamos como sacrosanta democracia ahora es cuestionada por las nuevas generaciones como algo caduco; si todo eso es así, entonces apenas si va a quedar espacio para otra cosa que no sean los intereses económicos; y si la economía se hunde y los gobiernos que han de buscar soluciones se mueven bajo los dictados de “los mercados”, entonces ¿qué nos queda?
Es evidente que una de las tesis más aplaudidas por los seguidores de Huntington, quien afirmaba que “la fuente fundamental de conflictos en este nuevo mundo no será primordialmente ideológica ni primordialmente económica”, ha hecho agua, apenas transcurridas dos décadas del siglo. Si algo ha dejado en evidencia la crisis que venimos arrastrando desde el año 2007 es que inauguramos el siglo con un serio conflicto económico que todavía no sabemos a dónde va a conducirnos.
Y en lo que hace referencia a las ideologías, están vivos aunque en estado latente, los rebrotes nacionalistas que vienen dándose en algunas partes de Europa a raíz de la desmembración de los artificiales bloques políticos surgidos como consecuencia de la II Guerra Mundial (Unión Soviética y Yugoslavia) o, en países como España, que arrastra conflictos territoriales y de identidad sin resolver desde el siglo XIX.
En este estado de cosas cabe preguntarse si las religiones tienen algo que decir o alguna solución que aportar. Desde luego, la primera de todas es entender que su papel no es regular las relaciones políticas; que su reino no es de ese mundo; que sus armas han de ser de carácter espiritual; que su misión principal es fomentar el diálogo y la tolerancia; que ninguna religión está en posesión de la verdad absoluta, porque la Verdad es Dios, y a Dios nadie le vio jamás, y no hay vicario, ni enviado, ni apóstol que le represente; que las religiones están llamadas a “religar”, es decir, a unir, a crear puentes de comunicación, a establecer la paz.
Muchos de los conflictos del mundo tienen su origen en discrepancias religiosas, la gran mayoría; luego derivan en otros problemas: territoriales, económicos, culturales. Si el mundo es cada vez más pequeño, la interacción entre los pueblos tiene que ser más intensa y las religiones han de jugar un papel protagonista en esos procesos, no como agentes políticos sino como fermento profético de dimensión espiritual.
La religión, en cierto modo, forma parte de la cultura o, si se prefiere, configura en muchos casos la cultura de los pueblos y aun en sociedades que han desarrollado un proceso de secularización elevado, la religión sigue ejerciendo un papel trascendente en la conducta de las gentes, en su trasfondo ideológico y, por supuesto, en sus resortes sentimentales. Los presupuestos religiosos son la base fundante de nuestra civilización, aunque muchos ciudadanos se consideren a sí mismos agnósticos o ateos; lo es el cristianismo con respecto a la civilización occidental que, aparte de la función redentora que asume, no debería olvidar su papel social llamado a propiciar armonía en las relaciones humanas, fomentar principios éticos donde otros aportan corrupción, lograr que los seres humanos se vean entre sí como hermanos, mediar entre los sistemas tiránicos y los derechos humanos y promover una cultura en la que el amor prevalezca sobre el odio. En definitiva, se trata de poner en práctica el Sermón del Monte, tan olvidado en la sociedad depredadora que nos acoge. Esa sí puede ser una buena alianza para evitar el choque entre civilizaciones.