El escritor japonés publica un texto autobiográfico sobre su obra y sus métodos de trabajo
El escritor Haruki Murakami se presentó en dos ocasiones al Premio Akutagawa, un galardón literario japonés de cierto prestigio, sin que en ninguna de ellas lo ganase, lo que, asegura, no le causó ningún trastorno. Sin embargo una vez, al entrar en una librería, le sorprendió ver en un lugar destacado una torre de libros de un ensayo titulado “Por qué Haruki Murakami no ganó el Premio Akutagawa”.
Tomo prestado aquel título para este artículo de la anécdota que el mismo Haruki Murakami cuenta en su último libro publicado en España “De qué hablo cuando hablo de escribir” (Tusquets), un entretenido ensayo en el que recoge sus experiencias como escritor a lo largo de más de 35 años, desde que publicara su primera novela “Escucha la canción del viento”, esta sí galardonada con el Premio Gunzo para escritores noveles que concedía esta importante revista literaria. Murakami llega a confesar que si en aquella ocasión no le hubiesen dado este premio posiblemente allí se hubiera terminado su carrera literaria (por cierto que lo mismo dijo en una ocasión Miguel Delibes sobre el Nadal que ganó en 1947 con “La sombra del ciprés es alargada”).
En relación con los premios tiene razón Murakami cuando dice que lo que permanece en las futuras generaciones de lectores son las obras y no aquellos. En efecto, muchos de los ganadores del premio Nobel de Literatura son hoy perfectos desconocidos, comenzando por el primero, Sully Proudhomme, (1901), mientras que la de algunos que ese mismo año optaban al galardón, como Lev Tolstoi, a quien nunca se lo dieron, son clásicos de la literatura. Antes que los premios Murakami piensa que para un escritor lo más importante es su capacidad individual: los premios, dice, deberían servir para estimular esa capacidad y no para compensar un esfuerzo. Asegura que para un escritor hay cosas más importantes que los premios literarios y lamenta que se hayan convertido en una especie de acto social, pura formalidad, aunque confiesa que cuando le han concedido alguno (el Franz Kafka, el Jerusalem Prize, el Premi Internacional Catalunya) acudió con gusto a la ceremonia y leyó el correspondiente discurso.
Aunque tampoco este año se lo dieron, Murakami forma parte desde hace años de la lista de candidatos fijos al Premio Nobel de Literatura y sus libros son muy conocidos en todo el mundo, sobre todo a raíz de que fijara su residencia durante un tiempo en los Estados Unidos, desde donde su obra se divulgó con una eficacia extraordinaria. También en Europa se conocían en la década de los ochenta algunas de sus novelas, pero fue a partir de los noventa cuando cada título publicado por Murakami se convertía en un bestseller.
Confieso que he escrito
En “De qué hablo cuando hablo de escribir” Murakami aborda en un entretenido texto autobiográfico lo que piensa sobre los premios literarios pero también sobre los escritores, los lectores, los traductores, la crítica y las novelas. También sobre aspectos más genéricos, como la sociedad japonesa, su sistema educativo, los fallos que llevaron a su país al estallido de la burbuja financiera de los años noventa y el desastre de Fukushima. Pero en el centro de sus reflexiones están sobre todo sus experiencias como escritor y los métodos que sigue para mantener una producción literaria tan ingente, unos consejos a los que todo escritor debiera al menos asomarse, independientemente de que siga o no su metodología.
Murakami evoca el momento en el que decidió hacerse escritor (una especie de revelación durante un partido de béisbol), las dificultades para sobrevivir como tal al decidir abandonar un negocio propio para dedicarse a la literatura y su convencimiento de que escribir novelas responde a una especie de mandato interior que impulsa a hacerlo. Según dice, escribir tiene que resultar natural y divertido, si no, no vale la pena: “no hay nada más estresante para un escritor que sentirse obligado cuando no tiene ganas”. También reflexiona sobre una profesión cuyos objetivos nunca han estado muy claros (“los escritores son seres necesitados de algo innecesario”) y, asumiendo que haga lo que haga siempre habrá alguien que esté en desacuerdo, dedica algunos de sus dardos a cierta crítica literaria que, según Murakami, opina sin tener bases sólidas para argumentar lo que dice.
Una carrera meteórica
Después de obtener el premio de la revista literaria Gunzo por aquella primera novela, Haruki Murakami (Kioto, 1949) decidió abandonarlo todo para dedicarse a la literatura. Tuvo éxito y consiguió vivir de ser escritor, algo que pueden decir muy pocos. Lo hizo con una literatura sin complicaciones, con un estilo ciertamente original y con unas historias que atrapan al lector gracias a un desarrollo lineal y a unos personajes nítidos que configuran un universo personal, un mundo propio fácilmente identificable con una generación, la suya, que creció en una sociedad de consumo en tiempos de paz y libertades públicas después de ser derrotada en una terrible guerra mundial, con la música de los Beatles (su novela “Norwegian wood” de 1986 se inspira en una de sus canciones), los Beach Boys, Bob Dylan y el jazz, con la literatura de Hemingway, Kurt Vonnegut, Raymond Carver y John Irving, con Picasso y el Pop-art.
Su dedicación metódica a la escritura y al deporte diario, que detalla muy bien en “De qué hablo cuando hablo de correr” y “De qué hablo cuando hablo de escribir”, ha dado sus frutos con una producción ingente: novelas largas y cortas, ensayos, relatos, artículos, traducciones… Insiste, sin embargo, en considerarse como una persona normal a la que le gusta escribir y que tiene una cierta facilidad para hacerlo.
Su literatura es apreciada y denostada a partes iguales por millones de personas y él lo asume con deportividad aunque critica el ambiente literario de su país, que en sus comienzos vio en él a un intruso que venía de un mundo ajeno a la literatura y que escribía novelas más cercanas a la cultura occidental que a la japonesa. Este fue un motivo importante para que un día decidiera marcharse al extranjero, desde donde escribió sus mejores novelas, comenzando por “La caza del carnero salvaje” (1982). Le ayudó su conocimiento del inglés, ya que desde muy joven leía en este idioma, gracias a lo cual pudo comenzar sus colaboraciones en la revista “New Yorker”, que le proporcionó una popularidad importante y le allanó el camino hacia el éxito literario. Volvió a Japón en 1995 en un momento crítico, cuando el país se recuperaba del terremoto de Kobe (Murakami vivió en esta ciudad cuando era joven) y sufría episodios como el de la secta Verdad Suprema.
Entre sus obras más conocidas destacan “Tokio blues. Norwegian blues” (1986), “Crónica del pájaro que da cuerda al mundo” (1995), “Kafka en la orilla” (2002), “Los años de peregrinación del chico sin color” (2013), “1Q84” (2009). En breve se publicará una nueva novela, “Kishidancho Goroshi” (“Matar al comendador”, aún no traducida al español), otra de sus historias largas; tanto que al parecer se va a publicar en dos volúmenes.
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