Se publica la versión original de «Waelrad», la primera novela de Álvaro Otero
Hay en la obra literaria de Álvaro Otero la constante de un territorio mítico, una geografía de lugares con el mar siempre como testigo, en los que el autor sitúa a unos personajes que luchan con medios precarios contra dificultades sobrevenidas.
Se trata de un espacio literario recreado para que en él se desarrollen las tramas de una novelística que en su última entrega («Las noches con Claudia», 2013) alcanzó un nivel de madurez creativa ciertamente considerable. Ese territorio, situado en el entorno de las rías de Pontevedra y Vigo, era ya el de «Waelrad», la primera novela de Álvaro Otero, que ahora reedita Círculo Rojo, una «nouvelle», o un cuento largo si lo prefieren, donde también ya estaban presentes algunas de las constantes que iban a desarrollarse en la obra posterior del escritor.
«Waelrad» arrastra consigo una curiosa historia relacionada con el proceso creativo en el que se gestó el texto, ya que fue escrita originalmente en castellano pero la primera edición, de 1995, se publicó traducida al gallego, por cierto de manera excelente. Ahora, como si el propio texto exigiera ser restituido a su forma original, se publica la versión en la que fue escrita, un castellano heredero de la prosa de Cela y de Torrente Ballester, con ecos cunqueirianos y hasta valleinclanescos. Además, viene enriquecida con las ilustraciones de portada, contraportada y páginas interiores de Xulio Formoso, autor también del retrato de Álvaro Otero que preside estas líneas.
Historia de una ballena
Hasta el litoral de una tranquila villa marinera de la ría de Pontevedra un pesquero arrastra a una ballena moribunda hallada a la deriva en aguas cercanas a la costa. Poco antes de morir, el gigantesco cetáceo tapona la bocana del puerto impidiendo que salgan a faenar los pesqueros atracados en el interior de sus muelles, a la vez que obstaculiza la entrada a los que vienen a descargar a la lonja las capturas de la jornada. La autoridad militar ordena a los patrones de los barcos pesqueros con los motores de mayor potencia que actúen como remolcadores para desatrancar el gigantesco obstáculo que impide la actividad portuaria, y que transporten el cadáver de la ballena a una playa cercana con el objetivo de hacerla explotar con dinamita, una solución de guerra en tiempos de paz, para arrojar después a la ría los restos sanguinolentos que servirían de alimento a peces, gaviotas y crustáceos.
La curiosidad hace que riadas de gentes llegadas de todos los barrios de la villa y de las parroquias cercanas acudan a contemplar el extraño fenómeno. Pero el inicial asombro deviene en inquietud a medida que pasa el tiempo y el espectáculo se va transformado en problema. La escasez de explosivos en los polvorines de la cercana Escuela Naval Militar (la acción transcurre durante los peores años de la posguerra, los de mayor escasez incluso para la Armada) retrasa más de una semana los planes de hacer explosionar el cuerpo de la ballena, mientras día tras día se acentúa el hedor putrefacto del cadáver en descomposición del gigantesco cetáceo, un hedor que va inundando como una marea espesa todos los lugares de la villa, introduciéndose en los intersticios más íntimos, entrando en las casas e instalándose en el aire, prendiendo en las ropas y en los objetos, despertando en los habitantes del pueblo una rabia contenida por años de miedo y represión, que amenaza con desbordarse en cualquier momento: «ese odio y esa ansia de venganza que desde la guerra siempre habían estado ahí y que ahora despertaban de su letargo».
Hay en esta historia pocos personajes, que el autor nunca describe pero cuyos caracteres nos llegan a través de sus actitudes y de sus reacciones ante las dificultades a las que se enfrentan: el Ayudante de Marina Evaristo Bohórquez, su contramaestre Quiroga, el loco Suso Piedras (inventor, abogado, economista, testaferro de taberna), testigo de aquel acontecimiento ya lejano en el tiempo, que cuenta la historia al narrador.
Y, como protagonista coral, los habitantes de un pueblo que sufren las consecuencias de algo de lo que no son responsables. Impotentes, testigos de la incompetencia de las autoridades, víctimas de la torpeza y la ineptitud de quienes dirigen sus destinos, figuran paralizados por el miedo y la represión impuestos por los poderes políticos de una posguerra civil cuyos ecos aún están en el ambiente: «el recuerdo de la guerra estaba todavía fresco y latía aún en el terror de la gente hacia cualquier despliegue militar, una circunstancia que Bohórquez decidió utilizar en su favor».
Una represión que, terminada la guerra, se había impuesto como una losa que paralizaba a todo el mundo de la misma manera que se imponía el hedor que emanaba de la podredumbre del gigantesco cuerpo de la ballena del que, como de la represión, tampoco había forma de librarse.
Y unos poderes políticos a los que se habían aliado los representantes de una economía (encarnada aquí por el empresario Pancho Leis) y un nacionalcatolicismo (el cura don Desiderio) cuyas preocupaciones estaban más orientadas a mantener buenas relaciones con el poder que a solventar las necesidades materiales y espirituales de la población. Es así como las circunstancias de esta ballena varada son también las de una sociedad en un determinado momento de la historia.