Una expresión en boga, la de “revolución cultural”, hace que mucha gente se ponga en guardia cada vez que se utiliza para manifestar supuestos avances conseguidos por procedimientos revolucionarios. El ejemplo clásico es la llamada revolución cultural china, que supuso el exterminio de millones de personas y la dramática desaparición de un legado histórico irrecuperable.
Ahora se acaba de publicar un libro titulado “La revolución cultural nazi” (Alianza editoral), de Johann Chapoutot, profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de París (Sorbona). Por fortuna, el contenido de este lúcido ensayo quiere manifestar lo contrario de lo que su título sugiere: que en realidad lo que supuso el nazismo fue una verdadera contrarrevolución, un retorno a los principios de épocas pasadas cuyos planteamientos ya se habían superado ampliamente cuando los nazis llegaron al poder en la Alemania de 1933.
Apropiarse la filosofía
Para el nazismo revolución no significaba proyección hacia un futuro sino regreso al origen. La revolución cultural nazi consistía en rehabilitar el concepto de hombre germánico de la antigüedad y aplicarlo a la Alemania contemporánea. Los orígenes culturales estaban en la Grecia clásica que, según el nazismo, era un pueblo cuyas ciudades habían sido fundadas por tribus de campesinos-soldados de origen germano procedentes del Norte. Fueron ellos los que dieron lugar a una civilización que es testimonio del genio de la raza.
La filosofía de Platón, según el nazismo, sería la más sublime expresión de ese espíritu nórdico que lucha por la regeneración de un pueblo amenazado por la mezcla con razas asiáticas. El combate de Adolf Hitler por la regeneración de la raza germana tendría ese mismo objetivo, el de volver a encontrar la cultura original de la raza nórdica, para lo cual había que proclamar la supervivencia biológica del pueblo alemán como imperativo absoluto, en detrimento de la de los pueblos sometidos.
Además de Platón, los nazis quisieron apropiarse de la filosofía de Kant para legitimar su revolución cultural. Para Chapoutot, la nazificación de Kant es un contrasentido, ya que el filósofo de Königsberg difícilmente podía justificar las prácticas de un particularismo tan racial. Para Kant no se trata de actuar como alemán sino como ser humano universal no reducido por su pertenencia cultural y mucho menos racial.
Contra la revolución francesa
Para el nazismo los enemigos de la raza nórdica fueron también los revolucionarios franceses de 1789. Los nazis trataron de abolir los tres grandes principios revolucionarios: libertad, igualdad y fraternidad. Contra lo que llama fantasías e ilusiones de libertad, el nazismo mantiene que la única realidad que existe es la realidad biológica. Tampoco existe la igualdad puesto que en una jerarquización de las razas el hombre blanco estaría por encima de todas ellas. A los judíos ni siquiera se los considera una raza, sino un fenómeno de orden bacteriológico o viral.
En cuanto a la fraternidad, si el nacimiento distingue a los individuos de buena raza de los demás, en esa buena raza sólo los competentes y productivos son dignos de vivir, por lo que sería una obligación liberar a la sociedad de enfermos hereditarios, incluso de niños afectados por patologías genéticas, de la misma manera que los espartanos arrojaban a los niños deformes desde el monte Tigeto, una norma propia de la raza nórdica que seguiría siendo válida dos mil años después.
Con la abolición de los tres principios de la revolución francesa se recuperarían los valores de la raza germana, alienada por una aculturación judeocristiana y liberal. Los nazis mantenían que Alemania habría salido victoriosa de la Gran guerra si no hubiera sido por esta alienación.
La sangre y el territorio
Uno de los temas en que los nazis basaban su proyecto era la humillación de Alemania a través del Tratado de Versalles impuesto tras la Primera Guerra Mundial. Como prolongación histórica para la aniquilación de Alemania, para los nazis Versalles era la continuación de Westfalia (1648) y Clemenceau el nuevo Richelieu. El objetivo de Versalles sería destruir la germanidad a través de la desaparición biológica del pueblo alemán y de su territorio. De ahí que las primeras iniciativas bélicas de los nazis fueran ocupar las tierras fértiles y abundantes que reclamaban como propias, de las que la historia les había privado.
En un capítulo dedicado al orden sexual, Johann Chapoutot analiza la pirámide social tras la Gran guerra y el pavor de los nazis ante la despoblación y la disminución de la natalidad. Entre otras medidas que tomaron para superar esa situación estaban la lucha contra el aborto y la homosexualidad, una legislación para favorecer la poligamia, los divorcios de matrimonios infértiles y el fomento de hijos ilegítimos, e influir a los soldados que partían al frente para que dejaran fecundadas a sus parejas. Todas estas medidas tenían siempre como ley suprema la preservación de la raza. El trabajo de las mujeres tampoco era bien visto para quienes mantenían que su papel era el de procrear.
El profesor Chapoutot dedica uno de los capítulos a desautorizar la teoría que Hanna Arendt recoge en “Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal”, que divulgó previamente en sus artículos para el New Yorker durante el juicio a Adolf Eichmann. Como se sabe, para Arendt, Eichmann era sólo un engranaje del nazismo, un funcionario que obedecía órdenes, sin motivaciones ideológicas, influido por el juramento de obediencia y la cultura autoritaria en la que había sido educado. Por el contrario, para Chapoutot, quien expone una exhaustiva documentación al respecto, Eichmann era un asesino convencido, un criminal ideológico que suscribía plenamente los fines del nazismo, un combatiente fanático por la libertad de su sangre y de su raza.
Pese al fracaso del nazismo y a su derrota en la Segunda Guerra Mundial, la revolución cultural nazi cumplió parcialmente su labor convenciendo a mucha gente de que sobre las amenazas que pesaban sobre la raza y el territorio había que buscar soluciones para proteger la supervivencia de ambos. La pregunta que queda sin contestar es cómo fue posible movilizar a centenares de miles de personas con soluciones tan monstruosamente criminales como las que proponía el nazismo.