Mandela: La interminable marcha hacia la libertad

«No he sido un mesías, sino un hombre ordinario convertido en líder a causa de circunstancias extraordinarias”

Mandela-picornell Mandela: La interminable marcha hacia la libertad

El azar tiene estas cosas. A las 9 de la noche del jueves 5 de diciembre de 2013, en un cine de Londres, dos jóvenes negras abandonaban precipitadamente el estreno mundial de la película “Mandela: Long Walk to Freedom” (Mandela: el largo camino hacia la libertad) (1). Acababan de comunicarles que, a nueve mil kilómetros de allí, su padre acababa de morir en una casa de las afueras de Johanesburgo. Las jóvenes eran las dos hijas menores de Nelson Mandela, el símbolo planetario de la lucha contra el apartheid, fallecido pocos minutos antes. En otra mala jugada del destino, Zinzi, la mayor, había dicho minutos antes mientras le fotografiaban en la entrada pisando la alfombra roja, que su padre “se encontraba bien, frágil como cualquiera que tenga 95 años”.

“Discreto, inteligente, realista, estratega de envergadura histórica, pero táctico solvente, Nelson Mandela ha sido sin duda una figura mundialmente respetada y en el siglo XX su ejemplo, su temple y su obra tal vez solo pueden ser comparadas con las del “Mahatma” Ghandi. Sacralizado en vida, entregada con un fuerte criterio moral pero servido con una fina inteligencia política, Nelson Mandela muere en olor de multitudes, el mundo se viste de luto y su país enmudece en el homenaje que pocos han merecido tanto como él” (Elena Martí, Mandela, el hombre ejemplar, El Plural).

A veces, como ahora, 95 años no son suficientes; algunas personas tendrían que ser inmortales. Cuando toda el Africa negra, y las gentes de buena voluntad blancas, amarillas, mulatas, mestizas de todos los colores e incluso albinas, lamentan de verdad la muerte de un símbolo irrepetible de la lucha por la libertad del “pueblo africano” –por usar su propia definición-, en Sudáfrica se quedan sin señas de identidad, sin Madiba, el Tata (abuelo) que durante casi un siglo- desde la cárcel, el gobierno y luego, a partir de 1996, desde su casa- ha sido la veleta, la brújula, el timón de una nación que cuando él nació estaba partida en dos y hoy ha hecho el proceso de la reconciliación y la reunificación sin venganza, un detalle nada baladí si se tiene en cuenta que un porcentaje significativo de esa ciudadanía “no ha olvidado, ni perdonado” y sigue dividida –aunque ahora se trata de un problema de clases y no de colores- como suelen evidenciar los sondeos a pesar del paso de los años, y como puso de manifiesto la brutal represión el 16 de agosto de 2012 de la huelga de los mineros negros y pobres de Marikana, que se saldó con 34 muertos a causa de los disparos de una policía compuesta, como el resto del país, por una mayoría de negros. Una nación donde el 91% de la población es negra, mestiza o india, a la que mantuvo sojuzgada y discriminada durante buena parte del siglo XX un 9% de blancos (afrikáners).

Ese fue exactamente el combate de Mandela, el que le mantuvo durante 21 años en las prisiones sudafricanas, el que a la postre ganó en los años 1990 –primero con su puesta en libertad, después con el Premio Nobel de la Paz compartido con De Klerk (el último presidente blanco sudafricano) y finalmente, con más de 70 años ya, presidiendo un país al que había dedicado toda su energía e inteligencia- y continuó con el proyecto siempre inacabado de nación “multicolor” (arco iris le llaman en otras lenguas): «Durante toda mi vida me he dedicado enteramente a la lucha del pueblo africano. He luchado contra la dominación blanca y he luchado contra la dominación negra. Mi ideal es una sociedad libre y democrática en la que todos vivan en armonía y con las mismas oportunidades: Espero vivir lo suficiente para alcanzarla. Pero, si fuera necesario, es un ideal por el que estoy dispuesto a morir”.

A un periodista francés le debo la explicación del “secreto de Mandela”. En sus 18 años de internamiento en la prisión de Robben Island, se ganó la complicidad del carcelero -naturalmente blanco- Christo Brand, con quien mantuvo inacabables conversaciones (y quien llegó incluso a pasar clandestinamente al primer hijo que tuvo con su segunda mujer, Winnie, cuando era un bebé recién nacido, para que pudiera conocerle) hasta llegar a entender la raíz del apartheid: los blancos tenían miedo de la mayoría negra, sentían auténtico terror de unos sirvientes, esclavos, trabajadores de todos los oficios que ellos no estaban dispuestos a hacer (construcción, limpieza, jardinería, mantenimiento de infraestructuras, minería, pesca, cuidado del ganado…) y llevaban décadas ocultándolo tras la demostración de fuerza racista del apartheid. Después de aquello, y nada más poner un pie en la libertad en 1990, fue cuando un Mandela vencedor proclamaba que había luchado contra la “dominación blanca” y estaba dispuesta a luchar igualmente contra la “dominación negra”.

Una nación multicolor

Cuando, el 10 de mayo de 1994, Mandela juró su cargo no era tanto un hombre negro quien se erigía en presidente como el primer presidente democráticamente elegido en Sudáfrica. Por primera vez todos los sudafricanos valían un voto: hasta entonces los presidentes habían sido blancos pero –más importante- elegidos no en sufragio universal sino por un corpus electoral, exclusivamente blanco. En un artículo publicado al día siguiente de su fallecimiento en el diario comunista francés L’Humanité, el periodista Christophe Deroubaix escribe recordando aquella fecha : “He aquí a Mandela convertido en un Moisés de los tiempos modernos. El reconocimiento del papel jugado por Madiba en el estatuto de igualdad y libertad ante la ley que hoy disfrutan todos los habitantes del país, no puede hacer que olvidemos dos detalles: primero, que los negros se liberaron ellos mismos, con su resistencia, con sus organizaciones políticas (Congreso nacional Africano, ANC, Partido Comunista) y sindicales (Cosatu, Congress of South African Trade Unions, Congreso de Sindicatos sudafricanos) y sus dirigentes elegidos, entre ellos Nelson Mandela; y segundo, y como señalaba el propio Mandela el día del anuncio de la victoria del ANC (perteneciente a la Internacional Socialista; se suponía que muchos de sus afiliados lo eran también del Partido Comunista; el historiador británico Stephen Ellis acaba de sacar a la luz un documento encontrado en los archivos del partido Comunista Sudafricano, SACP, que probaría que Nelson Mandela perteneció clandestinamente a esa organización, ndlr.), el final del apartheid y el advenimiento de la democracia ‘liberaron a los blancos del peso de su opresión’.

“Esta reflexión sobre la doble liberación es esencial en el pensamiento de Mandela: quien oprime no es libre, lo que significa que tampoco los oprimidos son libres”. Esa fue la línea dominante en la ANC durante la transición: la necesidad de que negros y blancos se liberaran al mismo tiempo, para dar paso a la nación multicolor. El ANC era el partido de la liberación, en él se reconocían negros, mestizos, indios y algunos blancos. Todos juntos elaboraron la Carta de la Libertad donde se proclama que “Sudáfrica pertenece a todos los que viven en ella”.

El periodista se detiene también en el pacifismo atribuido a Mandela, quien en muchas ocasiones se manifestó seguidor de la enseñanza de Mahatma Ghandi: “Curiosa definición para referirse a quien cumplió el encargo de crear el brazo armado del ANC, Umkhonto we Sizwe (la lanza de la nación). Mandela no era un adepto de la violencia pero estimó, junto con los restantes miembros del núcleo fuerte del movimiento anti-apartheid, que la actitud del régimen no dejaba más opción que el paso a la lucha armada (que tendría el objetivo de apoderarse de los atributos del poder y no de personas civiles)”. Luego, en el momento de la transición entre el fin del apartheid y la instauración de la democracia, la dirección colectiva del movimiento estimó que la violencia podía resultar contraproducente.

Antes de su salida de la cárcel, en los últimos años 1980, mucha gente ignoraba todavía quien era Mandela, e incluso su nombre. La temida primer ministro británico, señora Thatcher, le calificó como “terrorista” y como tal ha figurado en los registros de los “enemigos de Occidente” hasta que el 18 de julio de 2008, cuando el presidente de Estados Unidos, George W. Bush retiró su nombre de los listados del terrorismo internacional. El gobierno socialista de Mitterrand, dirigido por Michel Rocard, se negaba a romper relaciones diplomáticas con Sudáfrica cuando en París unos sicarios asesinaban a la representante del ANC, Dulcie September, cerca de los Grandes Bulevares. La mayoría de los gobiernos europeos mantenían relaciones cordiales con el poder afrikáner.

Esto en cuanto a la parte oficial; por el contrario, los jóvenes socialistas y comunistas de muchos países se manifestaban delante de las embajadas, con Mandela por bandera, exigiendo su liberación. “Quienes no hicieron nada por su liberación y se complacían en mantener relaciones cómplices con el régimen racista sudafricano, después celebraron ‘al estilo people’ a quien simbolizaba una lucha que nunca compartieron. Nelson Mandela no se hacía ninguna ilusión sobre la hipocresía de muchas de las personalidades que acudían a visitarle. Aceptaba el ritual indicando discretamente: ‘Hay que pasar por esto por el bien de nuestro país”. (José Fort, L’Humanité).

“Mandela arrancó como político y abogado de derechos humanos, pero terminó, tras años en prisión, como el nudo esencial de la insoluble historia de Sudáfrica. Desde el siglo XVII, esa tierra tan hermosa se rigió por violencias realmente inescrutables, con divisiones que amenazaban ser eternas y reduccionismos casi infantiles. Lo que resultaba difícil por allá era ser normal, en el sentido de creerle a los ojos propios, de estirar la mano y tocar al otro, de entenderlo como ser humano. Africa, lo sabe quien pase el mínimo tiempo por allá, tiene serias dificultades para forjar nacionalidades por encima de las identidades de lengua, etnia y tribu. Sudáfrica se complicó más al tener la única tribu blanca, nativa, con raíces de amor a la tierra”. (Sergio Kiernan, Las buenas y las malas del líder, Página 12)

La Universidad de Robben Island

Nacido en 1918 en una familia bantú cultivada e influyente, hijo de un jefe de tribu, en sus vacaciones escolares cuidaba con otros niños los rebaños del clan y más tarde estudió derecho. En la “escuela de los blancos”, el joven Rolihlahla, un excelente alumno, aprendió su historia y su cultura. Adoraba a Haendel y Tchaikovski, le apasionaba leer a Shakespearer. Ya adulto, leyó a Clausewitz y a Che Guevara. En la cárcel perfeccionó sus conocimientos de derecho y obtuvo dos licenciaturas de estudios superiores por correspondencia, compartiendo lo aprendido con otros detenidos hasta el punto de que muchos, años más tarde, se hablaba de la “Universidad de Robben Island” que había creado en la isla-fortaleza. También en la cárcel aprendió la lengua afrikaans, estudió la historia y la literatura “del enemigo” y estimuló a sus compañeros a hacerlo “porque un día será necesario que todos los pueblos de nuestro país, incluidos los afrikáners, se entiendan para vivir juntos”.

Apasionado del boxeo, y boxeador amateur, escapó de su poblado huyendo de un matrimonio concertado. Consciente muy pronto de la segregación racial de los negros en Sudáfrica y muy influido por el obrero militante anti-apartheid Walter Sisulu, junto con el político Oliver Tambo participaron ambos en la creación del ACN y posteriormente de la Liga de la Juventud del ANC (ANC Youth League) en 1943, donde se convirtió en uno de los líderes. Fundador del primer bufete de abogados negros de Sudáfrica se dedicó a llevar a cabo campañas de no violencia hasta el 21 de marzo de 1960, año en que se produjo una masacre en la represión de las manifestaciones organizadas en Shaperville, en protesta por la obligación de tener que llevar el pasaporte siempre encima; la policía abrió fuego y dejó tras de sí una estela de más de a 60 muertos.

Presidente de un solo mandato

El gobierno prohibió el ACN, Mandela decidió continuar la lucha en la clandestinidad y usar armas para apoyar actuaciones de sabotaje y huelgas. Fue detenido en 1962, por una denuncia de la CIA, y dos años más tarde condenado a cadena perpetua. Sus 27 años de encarcelamiento, en Robben Island y después en Pollsmoor, no disminuyeron un ápice la popularidad conseguida. A la salida de la cárcel, en 1990, se convirtió en el presidente del ANC y, desde ese cargo, negoció con Frederick De Klerk el futuro del país creando un gobierno multirracial y celebrando las primeras elecciones libres y democráticas, que le llevaron a la presidencia, y a la puesta en práctica de una política de reconciliación nacional en abril de 1994. Tras un solo mandato, en 1999 se retiró de la política activa y dejó la presidencia en manos de Thabo Mbeki, político licenciado en economía por la universidad británica de Sussex, antiguo militante de la Liga de la Juventud, del ANC y de su brazo armado, quien regresó a Sudáfrica en 1990, coincidiendo con la salida de Mandela de la cárcel, tras permanecer 26 años en el exilio.

En los años 2000, Nelson Mandela cambió la orientación de su lucha, poniendo en pie una fundación en la que ingresaba puntualmente una parte de su salario como expresidente para combatir la pobreza y el Sida, auténtica plaga que ha diezmado el país en las últimas cuatro décadas. Mientras, en 2008, el pueblo sudafricano celebraba en la calle el 90 cumpleaños de Tata, Mandela se recuperaba de una operación de cáncer de próstata y le detectaban una insuficiencia pulmonar, probablemente una secuela de sus muchos años de encarcelamiento, que ha terminado con su vida el 5 de diciembre de 2013.

Los valores defendidos por Mandela, desde sus inicios en el movimiento de liberación nacional de Sudáfrica, tienen todavía una enorme vigencia: en contra del racismo, rechazo de la dominación y combate contra la violencia institucional. Los principios fundadores del Congreso Nacional Africano, reflejados en la Carta de la Libertad –“Nosotros, el pueblo sudafricano, declaramos que lo sepa nuestro país y todo el mundo. Sudáfrica pertenece a quienes viven en ella, Negro y Blancos, y ningún gobierno puede reivindicar una autoridad que no se base en la voluntad del pueblo… nuestro país no será nunca próspero y libre mientras no viva en la fraternidad y no exista igualdad de derechos y oportunidades…Y, en consecuencia, nosotros, el pueblo de Sudáfrica, Negros y Blancos juntos, iguales, compatriotas y hermanos, adoptamos esta Carta de la Libertad…”-, los ratificaron el 26 de junio de 1955 más de mil delegados, procedentes de una veintena de organizaciones sudafricanas, entre las que se encontraban los comunistas. Apenas seis años más tarde, detenían a Mandela que iba a pasar un tercio de su vida en la cárcel.

La lucha armada y su abandono

«27 años de aislamiento en el presidio de Robben Island, frente a Ciudad del Cabo –escribe Pierre Haski, corresponsal en Sudáfrica para la Agencia France-Presse- un cuarto de siglo durante el cual Nelson Mandela, el hombre invisible del que la prensa sudafricana no podía ni siquiera publicar una foto, se convierte en un símbolo; mejor en un mito. No sólo en su país sino en todo el mundo. Yo viví cuatro años en Sudáfrica, de 1976 a 1980, en pleno apartheid, y vi como brillaban los ojos de los jóvenes negros al pronunciar el nombre de ese hombre que ya estaba en la cárcel cuando ellos nacieron. Cuando el ‘mito’ salió de la cárcel, el 11 de febrero de 1990, el mundo entero le vio caminar orgullosamente hacia la libertad, con el puño en alto. Y tuvo miedo de verse decepcionado. El hombre demostró estar a la altura del mito. Supo elevarse por encima de la venganza, del interés partidario o inmediato, para salvar a un país que se hundía en la guerra civil. Y los consiguió, incluso aunque la Sudáfrica del post-apartheid todavía no ha superado sus inmensos problemas”. En su autobiografía, Mandela cuenta como su padre, un jefe tradicional xhosa cuyo papel en la estructura tribal era el de consejero del rey, tenía pensado que su hijo se llamara Rolihlahla – “el que crea problemas”, fue su maestra de la escuela primaria quien decidió llamarle Nelson en un momento en que imperaban la segregación racial y el desprecio de la cultura africana– le sucediera en el cargo. A muchos de sus conciudadanos les sorprendió en su día que alguien procedente de una sociedad rural profundamente tradicional, “que vivía en una especie de mundo paralelo, casi residual, tomara conciencia del sentido de la dominación racista de los Blancos y de la forma de llegar a una sociedad democrática libre”  (Michel Muller, L’Humanité: El pensamiento de Mandela, un gran paso para la humanidad).

Su proceso se celebró justo cuando el gobierno racista acababa de aprobar la Sabotage Act, una ley que establecía la posibilidad de dictar penas de muerte para actos de sabotaje, exclusivamente con el fin de frenar las actuaciones del brazo armado del ANC, que se dedicaba a deteriorar instalaciones gubernamentales. Pero, al mismo tiempo, avanzaba el debate entre los intelectuales africanos que se planteaban el ideal de un estado multirracial, “donde cada comunidad, basada en el color de la piel, la pertenecía tribal o las tradiciones culturales, tuviera una cuota determinada de la sociedad y el poder”, debate al que Mandela aportó la realidad científica de que “el concepto de raza es una necedad cuando se está hablando de seres humanos”. En el juicio de Rivonia, celebrado en 1964 y en el que fue condenado a trabajos forzados en Robben Island, “el dirigente sudafricano afirmó con fuerza su visión humanista revolucionaria y realista”. En el discurso pronunciado ante el tribunal explicó: “Por encima de todo queremos derechos políticos iguales, porque sin ellos nuestra discapacidad será absoluta. Sé que esto puede parecer revolucionario a los blancos del país, porque la mayoría de los electores serán africanos, lo que hace que blancos teman a la democracia… No es cierto que el derecho de voto para todos tenga que transformarse en dominación racial. La separación política basada en el color de la piel es totalmente artificial y cuando desaparezca al mismo tiempo se eliminará la dominación de un grupo de color por otro”.

Considerando la lucha armada un instrumento destinado exclusivamente a luchar contra “los instrumentos de dominación del apartheid, evitando derramamientos de sangre”, privilegiando el diálogo y la negociación pacífica y poniendo la Comisión de Verdad y Reconciliación en manos del arzobispo anglicano Desmond Tutu (el mismo que, en las primeras horas de este 6 de diciembre, oficiaba el primer funeral por el líder fallecido, Premio Nobel de la Paz 1984), los dirigentes del ANC, y Mandela entre ellos, consiguieron salvar la contradicción existente entre las voces que preconizaban la lucha armada no solo para conseguir la liberación nacional sino también la desalienación del colonizado, y quienes pedían transigir con el poder para ir consiguiendo poco a poco espacios de libertad. Muchos, una gran mayoría de sudafricanos “hicieron su duelo” al escuchar a los culpables confesar sus crímenes (a cambio de la amnistía). Y, dicen los historiadores, así se evitó una guerra civil en Sudáfrica.

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Mercedes Arancibia
Periodista, libertaria, atea y sentimental. Llevo más de medio siglo trabajando en prensa escrita, RNE y TVE; ahora en publicaciones digitales. He sido redactora, corresponsal, enviada especial, guionista, presentadora y hasta ahora, la única mujer que había dirigido un diario de ámbito nacional (Liberación). En lo que se está dando en llamar “los otros protagonistas de la transición” (que se materializará en un congreso en febrero de 2017), es un honor haber participado en el equipo de la revista B.I.C.I.C.L.E.T.A (Boletín informativo del colectivo internacionalista de comunicaciones libertarias y ecologistas de trabajadores anarcosindicalistas). Cenetista, Socia fundadora de la Unió de Periodistes del País Valencià, que presidí hasta 1984, y Socia Honoraria de Reporteros sin Fronteras.

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