El 5 de diciembre de 1791, a los 35 años, moría en Viena, en lo mejor de su juventud creadora, Wolfgang Amadeus Mozart. Se interrumpía una trayectoria cuya cima nunca se sabrá hasta dónde hubiera podido llegar.
En 1790, poco antes de morir, escribía una carta a su amigo Michael Puchberg en la que le aseguraba sentirse “en el umbral de mi plenitud”. Esta afirmación fue tomada por Christoph Wolff, musicólogo y profesor de la Universidad de Harvard, para titular “Mozart en el umbral de su plenitud” (Acantilado) un reciente libro sobre los últimos años de Mozart (de 1788 a 191), aquellos en los que estuvo en la corte de Viena.
Fueron estos años los que vieron nacer de la mano de Mozart, entre otras obras, tres sinfonías, las óperas “Così fan tutte”, “La clemenza di Tito” y “La flauta mágica” y un importante corpus de composiciones de cámara, para terminar con el “Requiem”, su última composición.
Una serie de circunstancias se amalgamaron para provocar la muerte de Mozart, a las que se unió la preocupación por el precario estado de su economía debido a que la guerra que el imperio mantenía contra los turcos hizo que disminuyera el número de conciertos, entre ellos los que Mozart daba como virtuoso del piano. Una situación económica agravada por los gastos suntuarios a los que obligaba su nuevo estatus. A todo ello vino a unirse la virulenta infección que causó su muerte, que los médicos llamaron “fiebre miliar aguda”.
En la corte del emperador
En la biografía de Mozart hay una línea divisoria en 1781 que separa los años de Salzburgo de los de Viena. Su nombramiento en el cargo de Compositor de Música de Cámara Imperial fue un gran estímulo para su labor, porque unos ingresos fijos le permitieron dedicar más tiempo a la composición e incrementar su actividad, cada vez más diversificada. Mozart se convirtió en el mayor protegido del emperador, gozando de una situación privilegiada que continuó con Leopoldo II. En la corte coincidió con Salieri, quien había sucedido a Gluck como Kapellmeister, con quien mantuvo una competencia marcada por el respeto mutuo, aunque con episodios de tirantez, de todas formas muy alejados de la imagen que el novelista Peter Shaffer dio en “Amadeus”, adaptada al cine por Milos Forman.
El nombramiento también proporcionó a Mozart la posibilidad de viajar, dar conciertos y presentar sus óperas fuera del ámbito vienés, para ser valorado internacionalmente. Frankfurt, Leipzig, Berlín, Praga, Dresde… le dieron la oportunidad de dejar huellas imborrables en estas ciudades, conocer la importante realidad musical de la Alemania protestante y acercarse de una manera más íntima a la música de Bach.
Christoph Wolff, además de contar las vicisitudes de Mozart en estos años, analiza una a una, con detalle, las obras que Mozart compuso durante los años imperiales: la Sonata K.533, la Fuga K.426, la Sonata en Fa Mayor y las tres últimas sinfonías, que compuso en 1788. Son notables asimismo las aproximaciones a las óperas de Mozart, sobre todo a las dos últimas, “La flauta mágica” y “La clemenza di Tito”, que representan géneros operísticos diametralmente opuestos.
Wolff entiende el término ‘vera opera’ con el que Mozart las denominó, como la fórmula mozartiana para producir un drama musical de efecto profundo, más allá del tema y del género; una función de soporte mutuo y de unidad entre texto y música; una obra que se apoya en los recursos de la tradición operística y que al mismo tiempo muestra elementos con los que Mozart supera los modelos convencionales con los que anticipa el concepto de teatro musical total. Con “La flauta mágica” trata de mostrar también el camino que lleva de la oscuridad a la luz, de la ignorancia al conocimiento, es decir, una metáfora de la Ilustración. Una obra con la que Mozart quiso presentar a la posteridad lo que significa el poder de la música.
El Requiem
Mozart terminó su vida componiendo una de las obras más excelsas de la música religiosa, el “Requiem”. La iniciativa partió de un noble llamado Franz, conde de Von Walsegg, quien quería dedicar una obra religiosa a su esposa Anna Flammberg, fallecida a los veintiún años. Mozart aprovechó el encargo para elevar el género a un nuevo estadio.
El escritor E.T.A Hoffmann dijo del “Requiem” que era “el logro más sublime que la modernidad ha aportado a la religión”. Por su parte, su biógrafo Georg Nikolaus Nissen describió el “Requiem” como una obra maestra “que une el poder y la sagrada dignidad de la música del pasado con el rico arropamiento de la música del presente”. Se cuenta que en los últimos momentos de la vida de Mozart, su cuñada Josepha Hofer y sus amigos Benedikt Schack y Franz Xaver Gerl se reunieron alrededor de la cama del enfermo y cantaron un fragmento del “Requiem”. Y que Mozart se hizo cargo de la parte del contralto.
Con el título de “La música que jamás será escuchada”, el último capítulo de “Mozart en el umbral de su plenitud” lo dedica Wolff a estudiar aquellos fragmentos inacabados que Mozart dejó a su muerte. Material desechado pero que sin embargo conservó como recordatorio de una idea musical fallida, quizá recuperable. Se sabe que Mozart elaboraba la música mentalmente y luego la escribía; que estaba conformada en su mente antes de pasarla al papel. Era música, según Mozart, “compuesta aunque todavía no escrita”. Y que ya nunca será escuchada.