Roberto Cataldi¹
En el Siglo dieciocho el filósofo Jeremy Bentham, padre del utilitarismo moderno, concibió un modelo arquitectónico penitenciario de vigilancia que llamó «panóptico».
Dentro de la prisión había una torre central donde desde lo alto el guardián podía observar a la totalidad de los prisioneros alojados en celdas individuales alrededor de la torre, mientras ellos no podían ver a quien los observaba. Una relación asimétrica entre el que ve y el que es observado. De esta manera el prisionero tomaba conciencia de su visibilidad y de que era permanentemente vigilado.
Esta concepción de Bentham dio lugar al «panoptismo» que remozado llega hasta nosotros y se expande por el planeta, pues, hoy el mundo en su totalidad está vigilado incluso desde el espacio por los satélites. Y la pretensión actual consiste en lograr una vigilancia permanente que incluya el control del ciudadano, incluso sin que este lo sepa.
El Gran Hermano (Big Brote) de la novela «1984» de George Orwell (1949) y, «Vigilar y Castigar» de Michel Foucault (1975), se inspiraron en el panóptico de Bentham. Gilles Deleuze, siguiendo a Foucault, considera que el panoptismo implica una distribución óptica propia de la prisión, una máquina visible en términos generales (cuartel, escuela, hospital, fábrica, en tanto prisión), que también involucra a todas las funciones. La fórmula no sería «ver sin ser visto», sino «imponer una conducta cualquiera a una multiplicidad humana cualquiera».
El Partido único que todo lo controla, la propaganda oficial que a través del temor busca imponer respeto y confianza, el Ministerio de la Verdad que cambia la historia según las circunstancias, en fin, Orwell se inspiró en los totalitarismos de la época, cuyos idearios hoy reverdecen de la mano de los populismos.
Los estados por más democráticos que sean siempre vigilan a sus ciudadanos y los países se espían entre sí, pero el problema adquiere relevancia y preocupa cuando de la moderación se pasa al exceso. Con la pandemia el panoptismo cobró inusitada fuerza, incluso en países desarrollados. Lo emplean los de derecha como los de izquierda.
Los estados con vocación autoritaria, más allá de establecer una clara diferenciación entre los privilegiados que son sus cortesanos y gozan de la buena vida (conforman una oligarquía) y el ciudadano que debe acatar imposiciones, limitaciones y prohibiciones, tienen especial interés por la vida privada de la gente común, no para solucionar sus problemas sino para lograr la sumisión.
En nombre de la moral se meten con la música, la moda, las relaciones familiares, la intimidad de las parejas, el empleo, la inversión, los mercados. Establecen un férreo control en nombre de la lucha contra la corrupción (no la de ellos, claro), los valores familiares, la patria y hasta invocan a Dios. Todo en una suerte de recreación del panóptica y apelando siempre a la dialéctica de la confrontación.
Practican un sectarismo ideológico que es indulgente con los errores del propio bando pero muy crítico hasta con los aciertos del bando contrario. Los eslóganes alimentan la confrontación, también los silogismos sofísticos. Un maniqueísmo perverso que impide la convivencia normal.
La centralidad no existe, cualquier actitud de moderación es denigrada con la acusación de «tibieza». Así vemos apasionamiento y tenacidad desmedida en la defensa de creencias u opiniones, también odio, venganza y cinismo como método político.
Hoy domina el pensamiento binario: bueno/malo, blanco/negro, patriota/anti-patria, derecha/izquierda. Exageración que constituye un modo de pensar, de ordenar las ideas y tener certezas. Dicen que lo binario es judeo-cristiano, no lo sé. Una lógica funcional a las elites de los extremos que velan por sus intereses particulares aunque declaren lo contrario (luchan contra la pobreza pero son ricos).
La regla es que nadie llega a lo alto del poder para solucionarle los problemas a la ciudadanía, es una retórica inveterada, por supuesto que siempre hubo y habrá excepciones, muy pocas, suficientes para convalidar la regla.
En política, curiosamente, los que se autodenominan progresistas tienen mucho de retardatarios, los conservadores apelan al statu quo que solo interese a sus privilegios, y los defensores de la libertad a menudo acotan ésta al mercado y sus negocios. Un juego hipócrita de etiquetas.
Hace sesenta años enjuiciaron en Israel a Adolf Echmann luego de ser capturado en Argentina, donde vivía con su familia desde hacía diez años, trabajaba y llevaba una vida normal. Frente a los numerosos cargos y evidencias en su contra, él se limitó a sostener que solo obedecía órdenes, que sus actos eran actos del Estado alemán, razón por la que el funcionario de «La Solución Final», no podía ser juzgado en otro país.
Por otra parte, se sabe que tuvo reuniones en la Patagonia con Méngüele y que juntos fantaseaban con reconstruir el Cuarto Reich en América Latina.
No hay duda que el mal tiene sus gradaciones, sus matices, al punto que hay gente que se arrepiente de sus acciones, que fue obligada a matar, incluso aquellos que la culpa los devora y terminan suicidándose, pero nada de esto sucedió con Eichmann, ya que nunca admitió su culpa. Los jueces que lo sentenciaron dijeron que, «había actuado sobre la base de una identificación total con las órdenes y una voluntad encarnizada de realizar los objetivos criminales».
Dicen que antes de la ejecución, pidió en su celda que le permitieran rezar un momento, muy sereno caminó por el pasillo de la muerte, rechazó la capucha para proceder al ahorcamiento, y dijo: «Tal es el destino de todos los hombres. ¡Viva Alemania! ¡Viva Argentina! ¡Viva Austria! ¡Nunca las olvidaré!».
Hannah Arendt tenía la tarea de asistir a la sala de audiencias, lo observó detenidamente y desarrolló el concepto de «Banalidad del Mal», que le ocasionó problemas con otros intelectuales y la colectividad judía de la que procedía. Pues bien, un hombre corriente, que no llamaba la atención, que durante muchos años estuvo sentado en bares argentinos tomando café, caminando por sus calles, entremezclándose con la gente. ¿Quién podía imaginar que había participado en la organización del exterminio de millones de seres humanos? Sin embargo resultó ser un hombre débil, no tenía mayor capacidad intelectual, su lógica era confusa, en fin, un individuo mediocre.
En la Argentina los militares del Proceso nunca tuvieron conciencia del mal que ocasionaron, estaban convencidos que lo que hicieron fue para salvar la República y, en todo caso, existía la obediencia debida. Esta historia se repite en diferentes países.
La pandemia profundizó la crisis existencial. En esta vocación de poder o vanidades personalistas, uno ve tanta gente confiada en la palabra, la imagen o la intuición que no advierten en el lenguaje fáctico de los déspotas las burlas que ellos dedican a la masa que ciegamente los sigue. Cuando la búsqueda metafísica se empantana cada vez más, surgen soluciones rápidas como los somníferos, el alcohol, las drogas, los encuentros sexuales furtivos. Un mundo donde hay demasiado ruido y escasa reflexión. Y a menudo los que narramos lo hacemos con sentido catártico en búsqueda de oxígeno.
- Roberto Miguel Cataldi Amatriain es médico de profesión y ensayista cultivador de humanidades, para cuyo desarrollo creó junto a su familia la Fundación Internacional Cataldi Amatriain (FICA)