Roberto Cataldi[1]
En estos días previos a la reunión del G-20 en Buenos Aires hubo actos de violencia que fueron adjudicados a grupos anarquistas. Cuando yo era chico, la denominación “anarquista” tenía que ver con Sacco y Vanzetti. Y recuerdo que oía decir a mis mayores que los anarquistas y los comunistas sembraban el terror arrojando bombas.
En Argentina, el movimiento obrero y los sindicatos se iniciaron con los anarquistas, no con el peronismo como algunos sostienen, pero también tuvieron participación activa los socialistas y los comunistas. Las ideas anarquistas llegaron al puerto de Buenos Aires con los inmigrantes europeos, que organizaron los primeros sindicatos en los ámbitos urbano y rural. Pero dentro de este movimiento no hubo uniformidad.
Una rama frente a las injusticias sociales optó por la violencia y, en consecuencia, fueron acusados de terroristas. Esta rama violenta terminó desvirtuando las bases ideológicas. Algunos de los seguidores de Proudhon escogieron la huelga como una herramienta de lucha, mientras Mijail Bakunin y Errico Malatesta aceptaban la violencia como algo a veces necesario, pero no convalidaban el terrorismo, pues consideraban que los actos terroristas deslegitimaban la dignidad humana. Otra rama escogió el pacifismo y coincidía con León Tolstoi, a quien llegaron a calificar de “anarquista cristiano”.
Lo cierto es que, durante los primeros veinte años del Siglo XX, los anarquistas encabezaron todas las protestas y huelgas que hubo en Argentina. En esa época, muchos obreros y trabajadores manuales buscaron superarse asistiendo por las noches a las bibliotecas populares. Ellos no se conformaban con la “cultura obrera” que debían aceptar como si se tratase de un estigma de clase. Eran sin duda rebeldes a los ojos de la autoridad, e incluso de la sociedad porteña y las del interior. Tenían un destino asignado, por eso los hijos de obreros debían seguir el camino de sus padres. Ese era el pensamiento que dominaba en las clases sociales acomodadas, obviamente de derechas. El problema fue que estos obreros, por medio de buenas lecturas, llegaron a apropiarse del derecho a pensar y exponer libremente, incluso escribir sus reflexiones, y esto no era bien visto por la burguesía ni por la clase dirigente. En efecto, que reclamasen mejoras salariales y laborales, que fueran a la huelga y entonasen canciones revolucionarias, podía tolerarse, pero que, además, pretendiesen convertirse en filósofos y escritores, resultaba excesivo y despertaba la ira cuando no el desprecio de la dirigencia tradicional.
El peronismo apareció mucho después y, por lo que sé, su líder persiguió a los disidentes y encarceló a los dirigentes de izquierda, hasta que finalmente copó los sindicatos con tal éxito que se convirtieron en la columna vertebral de su movimiento hasta la actualidad.
Las ideas anarquistas han estado presentes en todas las épocas y culturas, desde la literatura hasta la pintura, desde la música hasta el cine, y no han sido patrimonio de cierta manera de concebir la política, como algunos creen. Los teóricos ubican al siglo XIX como punto de referencia del movimiento anarquista. Sin embargo, cualquier lector atento advertirá que conceptos de este tenor ya estaban presentes en las obras de muchos pensadores de siglos anteriores. La tendencia por la anarquía es más bien espontánea, aunque a veces esté encubierta o camuflada. Paul Valery decía que en todo hombre había un dictador y un anarquista a la vez. Y creo que tenía razón, pero también tengo la impresión de que hay autores que no han declarado su afinidad por temor a ser proscritos. Cualquier lector ilustrado puede advertir las marcas anarquistas en Lao Tsé, Jonathan Swift, Thomas Paine, Oscar Wilde, Dostoyevski, Kierkegaard, Lord Byron, Kafka, Friedrich Nietzsche, Albert Camus o Aldous Huxley. En una ocasión, John Dos Passos confesó tener poca fe en la naturaleza humana como para ser anarquista…
Las palabras tienen un halo semántico de valoración y, “anarquía”, es una palabra maldita, asociada al desorden, la destrucción y el caos. En política resulta intolerable. Cuando el poder comprueba que las multitudes actúan por su cuenta, las reprime, no importa que la protesta sea justa y sin violencia; el simple hecho de que se cuestione la autoridad resulta inaceptable. Y ante el temor de perder el poder, a veces se infiltró la protesta con agitadores que ejercían el vandalismo, para así poder justificar la represión. Los gobiernos se rehúsan a tolerar cualquier alteración del orden establecido. Cuando en ciertas regiones surgen manifestaciones pacíficas, al día siguiente uno lee en los diarios que el gobierno detecta caos y anarquismo, y amenaza con encarcelar a los cabecillas.
La celebración del 1º de mayo de 1909, Día Internacional del Trabajo, se hizo en la Plaza Lorea, próxima al Congreso de la Nación. El jefe de policía, coronel Ramón L. Falcón, quien hacía un par de años había reprimido la huelga de los inquilinos dejando a numerosas familias en la calle, las cuales fueron alojadas en campamentos organizados por los sindicatos anarquistas, hecho que todavía se oculta, volvió a reprimir a los que estaban en la plaza, dejando en esta oportunidad decenas de muertos y heridos. Frente a la huelga general que clamaba su renuncia como jefe de policía, el coronel hizo reprimir a balazos a los manifestantes que concurrieron al Cementerio de la Chacarita, incluso la policía arrebató los féretros a la multitud para disolver el cortejo fúnebre. Es curioso, Falcón ha sido y es uno de los personajes más honrados por los diferentes gobiernos de la Ciudad de Buenos Aires (…) Unos meses después de la masacre, Simón Radowitsky, un anarquista ruso de dieciocho años recién llegado al país, consideró que alguien debía hacer justicia, y arrojó la bomba que dio muerte a Falcón y su secretario.
Al año siguiente, cuando se celebró el Centenario de la Revolución de Mayo, el Congreso de la Nación tuvo que implantar el “estado de sitio” para impedir una huelga general que buscaba imposibilitar los festejos. Por un lado se procuraba mostrar al mundo la opulencia de Argentina, y por otro se escamoteaba la profunda crisis en que vivían amplios sectores de la población, una historia que se ha vuelto cíclica y que terminó siendo una maldición. Claro que nada de esto supimos cuando asistíamos a la escuela, ya que maestras y profesores de historia evocaban los fastuosos festejos del primer Centenario, que contaron con la visita de la infanta Isabel de Borbón, Clemenceau, Jean Jaurès, Anatole France, Ramón del Valle Inclán, Rubén Darío, Enrico Ferri, Guillemo Marconi y Albert Einsten, entre otras figuras. El gobierno de entonces montó una gran escenografía, y cien años después, otro gobierno procuró repetir esa puesta en escena con el festejo del Bicentenario y, obviamente, con otro regisseur.
Recuerdo haber leído en los 70 una entrevista que le hicieron a Borges, donde sostenía que aspiraba a un Estado que no se notara, que fuese mínimo, y evocaba los cinco años que vivió en Suiza, a la vez que declaraba su simpatía por el anarquismo de Spencer. Borges se veía como un anarquista pacífico y silencioso, pero sus intervenciones en política fueron anacrónicas e imprudentes. Rosas y Perón fueron sin duda sus grandes enemigos; a ellos apuntó con su capacidad de francotirador intelectual. Por otra parte, él sospechaba de los “artistas comprometidos”, justamente en una época en que el compromiso tenía un significado diferente del actual. Sin embargo, él no dudó en adoptar algunos compromisos públicos que fueron muy cuestionados, entre otros, su férrea adhesión y defensa de la llamada Revolución Libertadora. De ahí que una cosa es el Borges literario, sin duda magistral, y otra el Borges intelectual, opinando y tomando partido. El anarquismo de Borges para unos es tenue´, y para otros resulta inexistente.
Tanto en Argentina como en Uruguay, la gran mayoría de los escritores que publicaron entre fines del siglo XIX y principios del XX en algún momento de sus vidas fueron anarquistas. En ese tiempo, literatura y anarquismo llegaron a ser casi sinónimos. Pero esos intelectuales no asumieron un papel elitista, tampoco se presentaron como la vanguardia revolucionaria y, en general, no tuvieron nada que ver con la universidad ni con la cultura oficial, a diferencia de los intelectuales marxistas que estaban vinculados a la universidad y que tenían una clara actitud revolucionaria, al menos en el discurso.
Para los anarquistas, el Estado es nocivo, así como cualquier otra autoridad o jerarquía que pretenda imponerse al individuo y ejercer un control social. Negar la autoridad y darle plena libertad al individuo, confiando en su capacidad para autogobernarse, sería el fin último. Me recuerda a Kant y su concepción del hombre como “autolegislador». Los anarquistas reconocen que los hombres se debaten entre el instinto de autodefensa que conduciría al egoísmo y el instinto social, y creen que cuando éstos lleguen a ser suficientemente razonables, acordarán constituir el Cosmos, porque llegados a este punto no habrá necesidad de tribunales de justicia, policía, templos ni cultos públicos, y tampoco será necesaria moneda alguna, ya que los intercambios serán reemplazados por las donaciones. Hasta aquí una gran idea, una enorme aspiración que, en mi opinión, jamás levantará el vuelo, precisamente porque no considera la condición humana.
- Roberto Miguel Cataldi Amatriain es médico de profesión y ensayista cultivador de humanidades, para cuyo desarrollo creó, junto a su familia, la Fundación Internacional Cataldo Amatriain (FICA)