Temas como la desigualdad, la pobreza, las relaciones de poder que subordinan, convirtiendo las diferencias en desigualdades y que se presentan en aspectos relativos a personas de distinto género, grupos étnicos, condición social, entre otras, generan, aún en este siglo y en nuestro país, reacciones hepáticas y de negación a esta realidad.
El abordaje no debe ser visto como un asunto de solidaridad, se trata de derechos humanos. El Estado, esta entelequia que se está desbaratando, tiene como prioridad al ser humano, como sujeto y fin del orden social, es responsable del bien común como su fin supremo y compromete la subordinación de gobernantes y gobernados a las normas del Derecho, entre las que se incluyen sus compromisos internacionales.
La igualdad es un principio de la democracia, es imprescindible en un estado democrático de derecho, pero aquí no somos tan iguales, las brechas se mantienen, a pesar de los discursos y aparentes buenas intenciones.
Un claro ejemplo es la situación de la mujer trabajadora y particularmente de quienes se dedican al trabajo doméstico.
Las mujeres son más pobres, es la población con más alta tasa de analfabetismo, están menos incorporadas al mercado formal de trabajo y a los espacios de toma de decisiones; su salud es precaria, presentan dramáticos índices de mortalidad materna y de desnutrición y, encima, si trabajan para proveer a su familia, algunos se atreven a criticarla porque descuidan sus tareas del hogar, porque son responsables del abandono de sus hijos y porque quieren ser como los hombres. Esa mentalidad todavía priva en algunas personas supuestamente ilustradas.
El trabajo doméstico, según la OIT, “es una de las ocupaciones más antiguas y más importantes para millones de mujeres del mundo entero, que hunde sus raíces en la historia mundial de la esclavitud, el colonialismo y otras formas de servidumbre” y “a pesar de su importancia para millones de trabajadores y de familias que se benefician de él”, “el valor del servicio doméstico se sigue subestimando al considerarse como un trabajo no cualificado, ya que tradicionalmente se parte del supuesto de que la mayoría de las mujeres son de por sí, de manera innata, capaces de desempeñar las tareas que conlleva, y enseñan en el hogar las correspondientes competencias a otras mujeres”.
En el 2013, midiendo la brecha de género, el Foro Económico Mundial publicó que Guatemala ocupaba el puesto 114 de 133 países evaluados: este año dijeron que escalamos 25 posiciones, aunque continuamos en el último puesto en Latinoamérica y se mantiene la brecha salarial y una escuálida presencia en puestos de elección popular.
El Estado y la sociedad tienen una gran deuda con las trabajadoras domésticas que apoyan a las familias para que tengan confort y buenas condiciones para su desarrollo. Algunas (os) las tratan como esclavas y el Código de Trabajo avala la injusticia, acepta jornadas de hasta 14 horas diarias, obliga a laborar 8 horas domingo y feriados.
El ministro Contreras retiene en su despacho la ratificación del Convenio 189 que contribuiría a mejorar esta situación.