El regreso del contador de historias
En los primeros años de la transición política convivían en España tres generaciones de novelistas que tenían cada una de ellas un público fiel, si bien sus seguidores comenzaban a diversificar sus gustos y a interesarse también por las obras de los nuevos narradores.
Los más viejos pertenecían a la generación que había hecho la guerra civil, como Cela o Torrente Ballester, quienes seguían publicando sus novelas simultáneamente a las de la generación del medio siglo (los Goytisolo o Sánchez Ferlosio).
Pero en aquellos años acababan de irrumpir en el panorama literario español una serie de escritores que habían vivido una infancia de posguerra y una juventud sometida a la censura en todos sus ámbitos, que presentaban una obra original e innovadora que rompía con las normas de la tradición anterior.
Uno de esos escritores era Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943) que en 1975, el año de la muerte de Franco, publicó “La verdad sobre el caso Savolta”, su primera novela (la censura no permitió que se publicase con el título de “Soldados de Cataluña”), que fue sin embargo una obra que revolucionó el panorama literario español de aquellos años y fue galardonada con el Premio de la Crítica.
Se trataba de una obra con elementos de suspense y de novela negra anglosajona aderezados con registros literarios procedentes de la cultura de masas, como las narraciones folletinescas al estilo de “Los misterios de París” de Eugenio Satué, la novela rosa de Corín Tellado y la crónica de sucesos, en cuya acción se introducían elementos históricos de la lucha entre la burguesía industrial catalana y el movimiento obrero organizado en la Barcelona de los años 1917-1919.
El género ya había sido iniciado en 1972 por Manuel Vázquez Montalbán con “Yo maté a Kennedy”, pero Mendoza le dio una nueva dimensión. Por la trama de la historia que se cuenta, Mendoza prefiere calificarla como “novela de investigación” y también como el equivalente urbano a la novela de viajes, entendiendo como tal el “Quijote” o el “Lazarillo”.
En su lenguaje, “La verdad sobre el caso Savolta” incorporaba elementos formales de corte vanguardista, que el autor utilizaba entremezclados a la narración realista de corte histórico con connotaciones ideológicas. Los lectores acogieron con fervor aquella osadía que, en medio de un panorama literario en el que triunfaba un experimentalismo a veces exagerado, regresaba a la tradición cervantina de contar historias a la manera de Pío Baroja y Pérez Galdós.
La crítica acogió con entusiasmo esta primera novela de un autor hasta entonces desconocido (había ejercido de abogado, no frecuentaba los círculos literarios y vivía entonces en Nueva York trabajando como traductor en la ONU) que restauraba los modelos clásicos de la narratividad literaria, una narratividad al servicio del lector.
Son estos valores los que ahora premia el jurado del Cervantes, que en su acta destaca que Medoza “devolvió al lector el goce por el relato y el interés por la historia que se cuenta”
“La ciudad de los prodigios”, un hito literario
La misma fórmula utilizó Mendoza en sus dos siguientes novelas, “El misterio de la cripta embrujada” (1979) y “El laberinto de las aceitunas” (1982), con las que no consiguió el éxito de la primera, tal vez por la fallida cualidad de parodia de las novelas policíacas de ambas.
Pero volvería a alcanzarlo, sobradamente, con “La ciudad de los prodigios” (1986), en mi opinión la mejor de sus novelas y una de las más importantes de la literatura contemporánea española. Situada históricamente entre las dos Exposiciones Universales celebradas en Barcelona (1888 y 1929), los acontecimientos sirven a Mendoza para reflexionar sobre la condición humana y el poder, alrededor de un protagonista central, Onofre Bouvilla, y del desarrollo urbano y económico de la ciudad de Barcelona.
Con “La isla inaudita” (1989) y “Sin noticias de Gurb” (1990), esta última una novela por entregas publicada en el diario “El País”, volvió a una literatura de entretenimiento sin trascendencia. Con “El año del diluvio” (1992), una muestra de sutilezas sentimentales y ambigüedades éticas, según la crítica, volvió otra vez a la narración intrascendente, como para tomar impulso para la que había de ser otra de sus grandes novelas, “Una comedia ligera” (1996), con la que cierra el ciclo de la renovación de la novela policíaca mítico-paródica iniciado con “La verdad sobre el caso Savolta”.
Hay en “Una comedia ligera” ecos de Valle-Inclán, de Dickens, de Chesterton y hasta de Cervantes, a cuya sombra Mendoza explora la Barcelona de los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, penetrando en mundos diferentes a los de sus anteriores novelas. Se trata de una novela histórica “sui generis” en la que se recrea, entre la farsa y el esperpento, una Barcelona fantasmagórica. Novela de misterio, crónica social, trama histórica y política, “Una comedia ligera” es una de las grandes obras de la literatura española finisecular.
Eduardo Mendoza se ha convertido en uno de los más prolíficos escritores españoles, que publica regularmente una obra que es muy bien acogida. Con “La aventura del tocador de señoras” (2001), “El último trayecto de Horacio Dos” (2002), “Mauricio o las elecciones primarias” (2006), “El asombroso viaje de Pomponio Flato” (2008), “Riña de gatos” (2010), “El enredo de la bolsa y la vida” (2012), “El secreto de la modelo extraviada” (2015)… Mendoza ha profundizado en un estilo de escritura paródica tanto de los géneros literarios como de los excesos de la sociedad actual, en una línea que podemos calificar de posvanguardista o posmodernista, un adjetivo con el que él mismo calificaba, ya entonces, su novela “La ciudad de los prodigios”.
En un viejo recorte que he rescatado del olvido, Eduardo Mendoza comentaba a la periodista Soledad Alvarez-Coto (“El País Semanal” 20-3-1983): “La narrativa en lengua castellana geográficamente española no está en crisis sino en barbecho. Salvo Juan Benet, quien posiblemente sea un escritor por derecho propio, los demás somos fruto de un momento y pasaremos con él”. Para reflexionar.
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