El poeta nicaragüense regresó a su país para morir en la precariedad después de una de las carreras más brillantes de la poesía hispana
El 6 de febrero de 1916 moría en León (Nicaragua), la ciudad en la que había pasado una parte de su infancia, el poeta Rubén Darío. A pesar de que no vivió mucho tiempo en nuestro país los españoles consideramos a Rubén Darío como si fuera uno de los nuestros.
De hecho, todos los manuales y antologías de “Literatura Española Contemporánea” han tratado siempre su obra como la de uno más de los poetas modernistas de nuestra literatura.
Algunas de sus poesías son de las más conocidas entre nosotros y su nombre se evoca con frecuencia entre los grandes poetas en lengua castellana. Sin embargo el conocimiento de su biografía no está a la altura de su popularidad como poeta, mientras el resto de su obra permanece escandalosamente ignorada.
Una corta vida intensa
Poco antes de morir, cuando ya ni siquiera tenía fuerzas para tomar la pluma, Rubén Darío dictó a un amanuense una autobiografía para que fuese publicada en la revista “Caras y caretas”. El diario “La Nación” había publicado tres capítulos de una frustrada novela autobiográfica, “El oro de Mallorca”.
En estas fuentes y en algunos otros documentos ha buceado el hispanista Ian Gibson para escribir “Yo, Rubén Darío” (Aguilar), una excelente biografía del autor de “Azul”, donde narra en primera persona la vida intensa de un poeta que vivió hasta el límite los placeres de la vida, que gozó de la popularidad y de la admiración de toda la América hispánica, que fraguó su propia decadencia en ríos de alcohol y cuya precariedad económica lo convirtió en víctima de sus propias contradicciones.
A lo largo de las páginas de “Yo, Rubén Darío”, Gibson traza el itinerario del poeta desde que fuera abandonado por sus padres y criado por una abuela casada con el coronel Félix Ramírez (quien lo llevó por primera vez a conocer el hielo, según relata Darío en su autobiografía: como había hecho el padre del coronel Aureliano Buendía, el personaje de “Cien años de soledad” de García Márquez), hasta su muerte en Nicaragua, en donde se reunió con su esposa legítima, Rosario Contreras, y su hijo Rubén Darío, a los que había abandonado hacía casi 20 años.
Venía a morir a su país tras una última etapa de decadencia dedicada a escribir panegíricos para el dictador guatemalteco Estrada Cabrera (otro personaje de novela, éste protagonista del “Señor presidente” de Miguel Ángel Asturias), quien lo rescató, para su servicio, de la miseria a la que el alcoholismo le había arrastrado en Nueva York, ciudad a la que había viajado para unas intervenciones que resultaron frustradas y en cuyas calles terminó practicando la mendicidad.
Desde que comenzara a publicar sus poesías a los 13 años hasta su muerte a los 49, muerte digna de un relato de su admirado Edgard Alan Poe (su cuerpo fue troceado y su cerebro extirpado para analizarlo y descubrir el misterio de su genio) Rubén Darío saboreó las mieles de la fama desde los 21 años en que publicó su primer libro, “Azul….”; conoció las del sexo en prostíbulos y serrallos de todas las ciudades en las que vivió y a las que viajó, y gozó de las del amor en la fidelidad apasionada de Francisca Sánchez, una bellísima española, analfabeta, a la que conoció durante uno de sus paseos con Valle-Inclán y a la que enseñó a leer y a escribir.
La misma a la que iba a abandonar en Barcelona con su otro hijo llamado también Rubén Darío (otros dos del mismo matrimonio habían muerto años antes) cuando viajó a Nueva York en busca de mejor fortuna. Buenos Aires, París, Madrid… fueron los escenarios de un personaje contradictorio, un anticlerical que fue recibido por el Papa León XIII, un antiimperialista (véase su “Oda A Roosevelt” y sus artículos “El fin de Nicaragua” y “Por el lado norte”) que escribió durante la Conferencia Panamericana de Río de Janeiro de 1906 “Salutación al águila”, una exaltación de los Estados Unidos, y un anticolonialista (como puso de manifiesto en su poema “Colón”) que compuso uno de los más hiperbólicos elogios a las “Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda”.
Pese a todo, la poesía
La edición de las Obras Completas de Rubén Darío por Galaxia Gutenberg es una de las aventuras más bellas y arriesgadas del mundo editorial español.
El primer volumen recoge toda la obra en verso de quien fuera uno de los más grandes poetas de la lengua castellana.
En otros dos se reunirán sus Crónicas completas y sus Cuentos y críticas literarias. Volver a leer, o descubrir por primera vez, la intensidad de “Azul…”, la sensualidad de “Prosas profanas y otros poemas”, el arrebato de los “Cantos de vida y esperanza”, es sumergirse en el universo mismo de la poesía, sentir la belleza y la luminosidad de una obra concebida como una experiencia hedonista: Rubén Darío pensó siempre que la búsqueda de lo más bello era necesario para el hallazgo de lo más humano.
De su conocimiento de la poesía francesa Rubén Darío extrajo los fundamentos para el modernismo. En sus primeras composiciones, calificadas de parnasianas, sus poemas estaban habitados por cisnes, ruiseñores, princesas, jardines de ensueño, versos sonoros…, en un estilo en el que el idioma se confunde con la música. Influido por Verlaine, la más poderosa de sus fuentes poéticas, que había promovido “torcer el cuello al cisne”, Rubén Darío abandonó el parnasianismo para abrazar el simbolismo, en cuyo seno encontró el modernismo su verdadero sentido. Evadiéndose de una realidad que no le gustaba (“Yo detesto la vida y el tiempo en que me tocó nacer”, escribe en el prólogo a “Prosas profanas”), Rubén Darío encontró en el mundo oriental y en la mitología y la antigüedad grecorromanas los materiales para la protesta contra el industrialismo y las crueldades que lleva consigo el progreso, cuyas conquistas nunca asimiló: ni el automóvil le parecía un objeto bello, como a los futuristas de Marinetti, ni creía en la electricidad, el avión, el trasatlántico o el cinematógrafo. Su obra fue como la última despedida de los dioses que venían reinando desde el Renacimiento y que sentían la proximidad de los nuevos mitos de la cultura de masas. Llegaban para desplazarlos.
Rubén Darío periodista
En estos días en que asistimos al renacimiento del periodismo literario en el mundo de la cultura hispanoamericana no está de más echar una mirada a quienes fueron los epígonos de un género en el que muchos escritores han tenido un hogar al que regresar después, y aún durante, su aventura literaria.
Uno de ellos fue Rubén Darío. El ensayista mexicano Carlos Monsiváis hizo hace unos años uno de los elogios más emocionantes de los nuevos escritores de periódicos (Martín Caparrós, Leila Guerriero, Cristián Alarcón, Josefina Licitra), bautizados por la Fundación García Márquez como “los nuevos cronistas de Indias”. Incluso han nacido nuevas revistas (“Gatopardo”, “El Malpensante”, “Etiqueta Negra”) para acoger los trabajos de aquellos a quienes las páginas de los diarios se les quedan pequeñas para narrar la contemporaneidad.
En esta tesitura es interesante advertir la obra pionera de Rubén Darío “¿Va a arder París…?” (Veintisiete Letras), una recopilación de artículos de quien fue uno de los mejores cronistas del tránsito entre los siglos XIX y XX, cuya obra periodística es tan ignorada que en muy amplios sectores sólo es conocido como poeta.
Texto de Rubén Dario en La NaciónSin embargo Rubén Darío escribió durante toda su vida, allí donde estuviera, para multitud de periódicos y revistas de varios países (Nicaragua, El Salvador, Chile, Guatemala, Cuba, España…) y sobre todo para el diario argentino “La Nación”, al que permaneció fiel hasta su muerte. En París llegó a dirigir con gran éxito las revistas “Mundial Magazine” y “Elegancias”. Las numerosas recopilaciones de sus crónicas (“España contemporánea”, “Peregrinaciones”, “La caravana pasa”, “Tierras solares”, “Opiniones”, “Parisiana”, “Todo al vuelo”) apenas tuvieron un mínimo eco en nuestro país. En “¿Va a arder París…?” queda de manifiesto su perspicaz observación de unos años convulsos desde un observatorio privilegiado: la capital cultural del mundo de entonces.
A España llegó por segunda vez en los primeros días de 1899, como corresponsal de “La Nación”, para narrar durante 16 meses la decadencia de una sociedad que acababa de perder sus últimas colonias (a destacar su artículo “Madrid”. Pág. 69). Una tercera estancia en nuestro país como embajador de Nicaragua lo convirtió en un admirador rendido de la literatura y la poesía españolas de aquel momento y en un ciudadano más de un Madrid agitado, poblado por una fauna de personajes admirables.
A algunos de ellos los evoca en textos magistrales: Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Valle-Inclán, Leopoldo Lugones… En estos artículos Rubén Darío inicia ya la crítica al industrialismo de la cultura de masas (“La vida intelectual”. Pág. 121): “El objeto principal, si no el único, es ganar dinero, más dinero, todo el dinero que se pueda (…) No habiendo otra preocupación que la ganancia inmediata, se da al público lo que le agrada, lo que exigen sus gustos y su humor pasajero. Y el pueblo paga, es justo…”.
Los textos de “¿Va a arder París…?”, escritos entre Madrid y la capital de Francia, donde vivió intensamente sus años más jóvenes y donde encontró la inspiración y los materiales para crear el movimiento modernista, constituyen un valioso documento para conocer la vida y la obra, las afinidades y los rechazos, las pasiones, de un escritor de agitada biografía.