«Hay un complot contra la estabilidad del país», declaró el miércoles el presidente argelino AbdelMadjid Tebboune, en un encuentro con los wali (prefectos). Según Tebboune, que lo plantea retóricamente como interrogación, quizá hay una contrarrevolución en marcha. Resulta sorprendente.
Tebboune acusa al funcionariado local de los desajustes que pueda haber en la lucha contra la pandemia. Como si siguieran órdenes de conspiradores ignotos. Por el contrario, en los cuarenta minutos de su intervención el presidente pareció elogiar (incluso) al Hirak, el movimiento popular anterior a su controvertida elección (diciembre de 2019) auspiciada por la burocracia estatal y militar. Se trata de una respuesta tipo.
Un discurso que recuerda al de los viejos dirigentes de los sistemas soviéticos de la época breznehviana. Aquellos tiempos -aparentemente felices- en los que la URSS y sus satélites vivían una situación que era descrita como ‘de estancamiento y estagnación’. De bloqueo incomprensible incluso para quienes lo imponían. Sucedió primero bajo Leónid Brézhnev (1964-1982), y después bajo sus sucesores (breves) Yuri Andrópov (1982-1984) y Konstantin Cheenenko (1984-1985). Éste último duró poco más de un año antes de pasar el testigo a Mijail Gorbachov. Después, en tropel, llegaron la perestroika, las reformas improvisadas y la disolución de la URSS. A la estagnación siguió el caos político.
En Argelia, puede estar sucediendo algo parecido. El sistema no puede ser derribado por la movilización popular, aunque le pouvoir sea incapaz de reformarse a sí mismo. Los dirigentes saben que cambiar es necesario para sobrevivir, pero sólo saben responder con hábitos del pasado. Con gestos intermitentes de represión de cualquier esbozo de protesta.
Estamos donde estábamos. Al cumplirse un año del Hirak (febrero de 2020), en esta misma publicación decíamos: «Las autoridades practican una política de detenciones y liberaciones periódicas sin cometer errores del pasado –una represión total- ni dar pasos auténticos hacia una verdadera oferta de diálogo y un constatable proceso de transición».
Nada se mueve. Pero el bloqueo de la movilización callejera en Argelia -que cesó voluntariamente por la pandemia- recuerda al período posterior a la primavera de Praga y a la fase de protestas populares en Polonia antes de la fundación del sindicato Solidarność. Bajo la estagnación y su apariencia superficial, la cólera persiste.
Otro periodista condenado
El último gesto de represión intermitente es el de la condena a tres años de cárcel contra el periodista Khaled Drareni, proceso ya descrito hace tres días en esta misma publicación por nuestro colega Jesús Cabaleiro.
Las acusaciones y supuestos delitos de Drareni son los de «incitación a una concentración no armada» y «ataque a la unidad nacional». El periodista del sitio digital Casbah Tribune y corresponsal de la cadena francesa TV5 Monde los habría cometido (supuestamente) por hacer su trabajo. Cubrió la última manifestación del Hirak, principal elemento político colectivo que sigue cuestionando el núcleo duro de clanes de poder instalado en Argelia, desde hace décadas. Porque en cualquier caso, con una u otra apariencia, subyacen una o varias fracciones de la jerarquía militar siempre al fondo del decorado.
Casi ocho meses después de la elección a trompicones de Tebboune, le pouvoir (el poder, el sistema) no ha sabido esbozar ninguna solución a la parálisis del país. Pese a que el Hirak ha tenido que refugiarse en las redes sociales ante la imposibilidad de reanudar las manifestaciones en las calles. Pero los ánimos no parecen haber cambiado tanto desde que se iniciara el Hirak en febrero de 2019. Desde su victoria temporal, limitada, que impidió la quinta reelección de Abdelaziz Bouteflika. La pandemia ha servido al régimen para mantener la respiración. Nada más.
A finales de julio, un grupo de expertos presentó –bajo amparo oficial- sus propuestas de revisión «profunda» de la Constitución. Incluso la información gubernamental es escueta sobre el asunto. Ningún entusiasmo. Todo indica que su porvenir es dudoso. Seguramente, otro acto vacío.
Sigue habiendo decenas de prisioneros de opinión y la puesta en libertad de algunos opositores como Karim Tabbou o de la activista Amira Bouraoui no han tenido continuidad. Y hay que recordar que ambos están a la espera de nuevo otro juicio en septiembre. El arresto y la libertad intermitentes -como práctica regular- son algo sistematizado. No faltan los ejemplos entre los trabajadores de la prensa y los periodistas, como Moncef Ait Kaci (corresponsal de France24) y Ramdan Rahmouni (reportero gráfico) que fueron detenidos y liberados un día después (el 29 de julio), a modo de advertencia. Acusación en su caso: trabajar sin acreditación para ejercer en un medio de prensa extranjero. Singular: ambos parecen haber sido los gestores de la entrevista que la citada cadena pública internacional francesa hizo al presidente Abdelmadjid Tebboune en el aniversario de la independencia de Argelia.
Recomposición en las alturas
Como siempre, en estos tiempos de estagnación, los argelinólogos hablan de ‘recomposición’. Entiéndase: de las clases dirigentes. En esa recomposición, quedan atrás los dos antiguos primeros ministros Ahmed Ouyahia (condenado a quince años de cárcel) y Abdelmalek Sellal (a doce años), una decena de exministros, de familiares de autoridades, así como una lista de militares de la alta jerarquía de las fuerzas armadas, que fueron al infierno del sistema tras la caída de Bouteflika. Dieron con sus huesos en la cárcel bajo distintas acusaciones de corrupción. La mayoría de ellos sufre condenas duraderas. Alguno de ellos ha suspendido una huelga de hambre por sufrir COVID-19. Otros detenidos de ese grupo, sencillamente, según sus abogados, sufren el virus sin que se sepa bien su estado. Moussa Benhamadi, exministro de Correos y de las Comunicaciones, falleció en la cárcel el pasado 17 de julio.
Entre los exjerarcas militares también la lista de condenados y encarcelados es alargada. No la citaremos. Aumentó esta semana. El general Ghali Belksir, exjefe de la Gendarmería argelina, está en paradero desconocido. El tribunal militar de Blida acaba de emitir una orden de detención internacional contra él. Algún medio especula con los Emiratos como su posible destino. Otro condenado, Abdelghani Hamel, exjefe de la policía, ha declarado que el anterior se relacionó con capos de la droga y que está en España. Hamel fue condenado a doce años de encarcelamiento el pasado jueves 13 de agosto.
En el caso de Ghali Belksir, la acusación es de alta traición que puede acarrearle la pena de muerte si fuera capturado y juzgado en su país. ¿En qué consiste la grave traición de Belksir? «Posesión de informaciones y documentos secretos para entregárselos a agentes de un país extranjero», dice el diario Liberté de Argel que apunta que la orden de detención internacional se ha emitido a sabiendas de que «las capitales occidentales no reconocen la justicia militar argelina. Una orden similar se emitió contra el antiguo ministro de Defensa, Khaled Nezzar, sin que haya tenido consecuencias hasta el momento».
Nezzar, quien fuera el hombre más poderoso del país, también se fugó y fue condenado en rebeldía a veinte años por parte del mismo tribunal de Blida. Hace un año, el gobierno bloqueó Youtube y Twitter tras la difusión de un vídeo de Khaled Nezzar llamando a los militares a desobedecer y rebelarse. Continuará.
Entretanto, cabe preguntarse sobre la credibilidad (o no) de las estadísticas del coronavirus. Sobre su impacto en las prisiones argelinas. La siempre vital rumorología callejera de Argel sigue fabricando bulos y teorías: entre otras, que la pandemia es un invento del poder para acabar con el Hirak.
La gestión de la crisis sanitaria quizá no ha sido tan exitosa como proclaman las autoridades. No faltan las voces que consideran precipitadas las medidas de desconfinamiento. Y como en otros países, el número de afectados aumenta de nuevo. A finales de julio, se había multiplicado por seis desde el final de la fase de confinamiento. El 31 de julio, los festejos populares del Aid-l-Kebir (la fiesta del cordero, en memoria del sacrificio de Abraham) no fueron lo más propicio para respetar el distanciamiento social. Algunos expertos argelinos habían aconsejado la suspensión pura y simple de esa celebración religiosa. El gobierno la mantuvo siguiendo la opinión de las autoridades religiosas.
En Argelia, todo sigue su curso menos la transición política que el Hirak pareció estar a punto de encarrilar hacia un verdadero cambio. Los clanes del poder -lo que ciertos intelectuales argelinos han calificado de «burguesía burocrática»- no han cambiado mucho desde que hace 65 años el coronel Houari Boumédiène diera el golpe que derribó al inestable Ahmed ben Bella (primer presidente después de la independencia, 1962-1965).
Fue entonces cuando se confirmó ese poder burocrático-militar que es como un camaleón que cambia de color según características propias, internas. El historiador argelino Daho Djerbal afirma que desde el golpe de 1965 «basta cambiar algunos nombres, reemplazar burguesía-burocrática durante-la-formación-del-marco-estatal por Estado-de-clase al servicio de una oligarquía capitalista neoliberal depredadora y corrompida». El marco del Estado argelino sigue siendo el mismo. De ahí, surge un profundo pesimismo social, histórico, que sigue siendo muy arraigado entre el pueblo de Argelia.
Mientras tanto, y utilizando embarcaciones de fortuna, cientos de jóvenes siguen intentando llegar a las puertas de la Unión Europea. La estagnación del régimen argelino sigue teniendo, entre otros, ese precio que pagar.