Cuenta el anecdotario que, cuando Jorge Luis Borges era niño, sus padres, conociendo sus gustos, le regalaron un diccionario bilingüe inglés↔alemán, obsequio que él aceptó asegurándoles:
—Gracias. Lo leeré.
Cuesta figurarse a un niño capaz de engullir de la A a la Z un diccionario bilingüe —que, si es bueno, son dos diccionarios—, salvo que el niño se llame Jorge Francisco Isidoro Luis y se apellide Borges, en cuyo caso lo arduo de imaginar es aquel hipotético niño borgiano. ¿…Hipotético? Sí; esto es, conforme a la hipótesis de que Borges, sobre ser inmortal desde el día en que murió, fue Borges desde el día en que nació, conjetura a la que cabe oponer una corazonada: la plena condición borgiana excluye la infancia —o se es Borges o se es niño—; luego, lejos de adquirirse por nacimiento, se forja, entre otras mudanzas, transitando de la inocencia a la experiencia.
Si, como afirma John M. Coetzee en su ensayo sobre el autor de Ficciones, «él, más que nadie, renovó el lenguaje de la ficción, abriendo camino a toda una generación de novelistas hispanoamericanos», mayor aún es la deuda de la lexicografía hispánica con Julio Casares, cuyo monolingüe Diccionario ideológico de la lengua española (1942) sí admite una lectura lineal y orgánica más allá del picoteo consultivo con que solemos aproximarnos a los lexicones; pues, además de la obligada sección alfabética, incluye una parte sinóptica y otra analógica, que atienden respectivamente a criterios de categorización y afinidad semánticas so el lema «Desde la idea a la palabra; desde la palabra a la idea» (de ahí su apellido de «ideológico»).
En su discurso de ingreso en la RAE, pronunciado hace ya un siglo bajo el título «Nuevo concepto del diccionario de la lengua», nuestro lexicógrafo no se anda por las ramas a la hora de exponer el afán tan modernizador como conservador que desde 1915 animaba su ambicioso proyecto:
Va siendo ya hora de acometer derechamente, sin pararse en viejas rutinas, ni siquiera en tradiciones respetables, la catalogación metódica, sistemática, racional de las palabras redimiendo de una vez a la lexicografía de la tiránica y estéril arbitrariedad del orden alfabético.
Por si algún académico tuviera dificultades para asimilar el «nuevo concepto» de acceder a la palabra a partir de su definición, don Julio precisa:
Y para esto hay que crear, junto al actual registro por abecé, archivo hermético y desarticulado, el diccionario orgánico, viviente, sugeridor de imágenes y asociaciones, donde al conjuro de la idea se ofrezcan en tropel las voces, seguidas del utilísimo cortejo de sinonimias, analogías, antítesis y referencias; un diccionario comparable a esos bibliotecarios solícitos, que, poniendo a contribución el índice de materias, abren camino al lector más desorientado, le muestran perspectivas infinitas y le alumbran fuentes de información inagotables. Quédese para el repertorio alfabético el papel del empleado subalterno, sin criterio ni iniciativa, que os entregará automáticamente el libro deseado si le facilitáis la signatura exacta. No le pidáis más, porque nada más puede daros.
Culminar la titánica tarea de dividir más de 80.000 voces castellanas en distintas categorías (reducidas, en la parte sinóptica, a sólo treinta y ocho) y campos semánticos le costó al compilador de «el Casares» decenios de minucioso trabajo y no pocas penalidades, incluida la pérdida de las galeradas 539 a 644 —sobre un total de 2321— de la parte analógica, cuando el estallido de nuestra más reciente guerra civil lo precipitó a huir con su familia de su casa en la Ciudad Lineal, que sería desvalijada por milicianos con nula sensibilidad filológica.
Cuando al día siguiente de la terminación de la guerra en Madrid, me acercaba con el corazón encogido a lo que había sido mi hogar, aún se veían a derecha e izquierda del camino, como hojas secas de un otoño maldito, mis pobres papeletas [las fichas de su diccionario] descoloridas y arrugadas…
…recordaría al final de nuestra última guerra hasta la fecha. También su editor, Gustavo Gili Roig, sufriría pérdidas por valor de 500.000 pesetas de la época en libros de temática religiosa reducidos a pasta de papel, amén de su detención, entre otras, por la checa de Vallmajor, no más sensible a la filología que sus camaradas madrileños. Sin embargo, sería Gili quien a la postre persuadiría y socorrería a Casares para que reanudase la composición del diccionario, después de que él hubiera desistido del proyecto, abrumado por los padecimientos en la guerra.
La lectura de este primer diccionario legible linealmente obliga a concluir que al menos tantas tribulaciones no fueron en vano. La exquisitez del triple lexicón, evidente en la armonía de su conjunto, se aprecia en infinidad de detalles como la elegancia de las definiciones. Con frecuencia, las de verbos, adjetivos y sustantivos invocan más que evocan imágenes que «al conjuro de la idea se ofrezcan en tropel»; por ejemplo, ésta: ‘inexorable’. «Que no se deja vencer de los ruegos».
No me cabe duda de que, en los funestos tiempos que corren, cualquier revisor de estilo que aún conserve su empleo se apresuraría —fiel a su pobre espíritu de «subalterno sin criterio»— a apisonar tan impecable castellano hasta reducirlo al equivalente informático de la pasta de papel: algo que no ofenda a sus romos oídos ni perturbe su angosta noción del Orden; que arrase toda diversidad, por legítima que sea, como menos deseable cuanto más enriquecedora. Algo que satisfaga su aversión a la excelencia, su «tiránica y estéril arbitrariedad», encajando sin fisuras en su estreñido concepto de lo normal; cegando «perspectivas infinitas» y extinguiendo cuantas «fuentes de información inagotables» queden al alcance de su estulticia. Algo, ante todo, que deje constancia de su paso por el texto; pues nada caracteriza al pésimo corrector de estilo como esa nece(si)dad de intervenir incluso allí donde no es capaz de hallar error alguno, fingiendo corregir lo que estaba perfectamente, aun a costa de empeorarlo. Algo, en el mejor de los casos, como: «Que no se deja convencer por los ruegos».
Las consecuencias de este arrasamiento aniquilador de cualquier variante correcta que les suene rara a los oídos más obtusos son calamitosas en términos de empobrecimiento de la lengua, de sus recursos expresivos, en aras sólo de la más ramplona uniformidad: una grisura desprovista de matices que no por obvia en lo léxico deja de manifestarse también en lo sintáctico —donde según don Manuel Seco reside el «genio de la lengua»—, afectando a nuestra propia capacidad de pensamiento independiente.
Decía más arriba que un buen diccionario bilingüe son de hecho dos diccionarios asimétricos, uno en cada dirección. Como ejemplo señero de esta asimetría respetuosa por igual con los preciosos matices, mutuamente enriquecedores, de ambos repertorios léxicos, citaré A Pronouncing Dictionary of the Spanish and English Languages (1852), debido a don Mariano Velázquez de la Cadena, cuyo volumen español-inglés refiere unas 42 500 entradas, por unas 49 mil del inglés-español, según cálculos por Cecilio Garriga y Raquel Gállego basados en un recuento del cinco por ciento de sus páginas. Además de esta disparidad (acentuada porque el vol. ES-EN, aun conteniendo menos entradas, conste de 95 páginas más que el EN-ES), «el Velázquez», que fijó el estándar para esta combinación de lenguas hasta muy avanzado el s. XX —singularmente en EE.UU.— y aún hoy retiene parte de su antiguo prestigio, ejemplifica a la perfección aquel sabio buen hacer decididamente propio de épocas pretéritas.
En contraste, la mayoría de los actuales lexicones EN↔ES online —singularmente Google Translate— acusan una marcada dependencia del español con relación al inglés, como reflejando extralingüísticamente la geopolítica en la terminología. Así lo delata la duplicación especular, no matizada, de un único repertorio fuente (el inglés) cuya correspondencia en la lengua meta (el español) se presenta unívocamente plagada de burdos calcos a plomo. Ello surte el efecto de empobrecer nuestro léxico degradándolo a una subordinación servil y acomplejada respecto de aquel idioma, percibido como superior por muchos hablantes del nuestro que, queriendo afectar mayor cultura, no demuestran sino su papanatismo.
Así, por ejemplo, mientras el vetusto Velázquez traduce correctamente el inglés reunion como ‘reencuentro’ o ‘reconciliación’, Google Translate no vacila en espetarnos, como falso equivalente castellano, el infame calco ‘reunión’, que se corresponde mejor con las voces inglesas meeting o gathering. Con ello no sólo se ningunea (que no ignora, como sin duda calcaría Google Translate) la equivalencia exacta en español, sino que se contribuye decisivamente a consolidar otro pésimo calco, de los que empobrecen nuestra lengua hasta tal punto, que más nos valdría hablar con propiedad una ajena.
Otro tanto puede decirse de la voz inglesa honest, para la que el venerable Velázquez ofrece varias equivalencias en castellano; a saber: ‘sincero’; ‘honrado, recto, justo’; y ya en tercer lugar, ‘honesto, casto, recatado’; a la que sigue todavía una cuarta: ‘robusto, bien parecido’; y aun dos más en forma de traducción no literal ni menos calcada, sino atenta al contexto fraseológico: «A downright honest man, Hombre de bien á carta cabal»; y «Honest fellow, Compañero festivo»). Huelga añadir que Google Translate nos sirve el calco ‘honesto’ como plato único para equiparar, diluyéndolas, las muy diversas acepciones de honest en español, lengua que, antes de lexicalizar el calco, reservaba el adjetivo ‘honesto’ para aludir exclusivamente a la moralidad sexual, como evidencian las colocaciones, en trance de desuso, ‘proposiciones deshonestas’ o ‘abusos deshonestos’.
Ítem, el decimonónico Velázquez traduce el nombre inglés addiction como ‘afición’ o bien, alternativamente, como ‘dedicación, entrega, rendimiento, sacrificio’. ¿Y el calco español ‘adicción’? Está tan firmemente lexicalizado en nuestra lengua que ni Google Translate ni ningún hispanohablante del siglo XXI concibe otra traducción viable de addiction. Pues bien, el Velázquez ni siquiera lo recoge, al menos no bajo esta entrada, lo que tampoco extrañará a quien recuerde que hasta no hace tanto, en buen castellano, se podía ser adicto a tal o cual (partido) político, nunca a cual o tal sustancia.
De ello da fe, entre numerosas pruebas documentales, la definición correspondiente en la novena edición del DRAE (1843). He aquí un ejemplo pintiparado de cómo calcos léxicos en apariencia inocuos terminan por conformar nuestro pensamiento, al trasvasarnos una carga ideológica de índole puritana, aboliendo de paso la antigua distinción entre uso y abuso, junto con la lección civilizadora que entrañaba. Tampoco es casualidad, sino subsecuencia de lo anterior, que nuestro actual concepto de ‘aficionado’ vaya limitándose a la definición adoptada por el inglés al incorporar a su léxico esta voz española. En la próxima entrega de #LinguaTertiæReiPublicæ seguiremos, Dios mediante, pormenorizando este proceso de entrega gratuita o arrebatamiento a jirones de nuestro común patrimonio lingüístico.