En la primera y segunda parte de este texto se explicaba el surgimiento tardío de las bibliotecas públicas en España. Un proceso que fue paralelo a las reformas que propició Claudio Moyano, ministro de Fomento desde mediados del siglo XIX. Asimismo, debe recordarse el impulso decisivo de la Segunda República.
Nuestro caso de estudio, la Biblioteca de Vallecas, se inauguró en 1933. En 1935, tenía casi 2600 volúmenes. En esa época, el número de lectores rondaba los 23.000; las consultas fueron más de 28.000. En aquellos tiempos, había un catálogo de materias, pero no de autores. Entre ellos, Valle Inclán, Barbusse, Kipling, estaban entre los más solicitados. Y citábamos el fusilamiento del primer alcalde democrático de Vallecas, Amós Acero. En esta tercera y última parte, se explican los duros procesos de “depuración”, humana e intelectual, que tuvieron lugar al final de la Guerra Civil, los vaivenes personales y profesionales del director Matéu i Llopis, quien se admiraba de la probada preocupación de los lectores más modestos si –involuntariamente- dañaban o deterioraban un libro prestado.
Inocencia Soria1
El primer bibliotecario y su trayectoria
Este director, Matéu i Llopis, quien firma las Memorias, llegó a ser un peso pesado del ámbito bibliotecario. Nacido en Valencia en 1901, murió en Barcelona en 1998. Reputado historiador, muy conocido por su amplia obra en el campo de la numismática, fue catedrático de Paleografía y Diplomática en distintas universidades y director de la Biblioteca Central de Barcelona (actual Biblioteca de Cataluña); también de la red anexa de Bibliotecas Populares de la Diputación de Barcelona. Dirigió la Escuela de Bibliotecarias y la revista «Biblioteconomía», además de ser jefe de sección del Instituto «Nicolás Antonio» de Bibliografía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Ocupó también otros diversos cargos, tales como Inspector de Bibliotecas de la zona de Levante (1953) o Decano de Filosofía y Letras de la Universidad de Barcelona. Su obra científica puede seguirse a través de un volumen publicado en 1984 por la Universidad Barcelona, bajo el título Titula de Felipe Mateu y Llopis.
Tras ingresar por oposición en el Cuerpo Facultativo de Archiveros y Bibliotecarios en 1930, estuvo destinado en la sección de numismática del Museo Arqueológico Nacional y compaginó sus funciones en este museo con su cargo como archivero-bibliotecario de Vallecas. Tenía 31 años cuando se hizo cargo de la biblioteca.
En la hoja resumen de su expediente personal como empleado del Ayuntamiento de Vallecas, conservado en el Archivo de la Villa de Madrid, aparece su cargo como Archivero-Bibliotecario en propiedad, nombrado el 7 de agosto de 1933, en virtud de Concurso, con toma posesión el 15 de septiembre de 1933 y su excedencia (escrita a lápiz) el 24 octubre de 1940.
En la Guerra Civil
El 9 de octubre de 1936 se cerró al público la Biblioteca Nacional. Pero en Madrid, a pesar de la proximidad a los frentes de batalla, algunas bibliotecas públicas intentaron mantener sus servicios. La Biblioteca Popular del Hospicio registró en el segundo trimestre de 1938 unos 8300 lectores, la de José Acuña situada en plena Gran Vía, debido a los continuos bombardeos, cerró el servicio en sala pero se mantuvo el de préstamo de libros. Incluso para atender a la población que se había trasladado a zonas más seguras al noroeste, se crearon pequeñas bibliotecas circulantes. Así se abrieron al público las bibliotecas de Prosperidad-Guindalera y la de Ventas (Martínez Rus 2003).
Por otra parte, la organización Cultura Popular, nacida en 1936 para coordinar todas las manifestaciones populares de partidos, sindicatos y asociaciones, creó una red bibliotecaria en batallones, hogares del soldado, hospitales de sangre o locales de partidos.
Vallecas estaba próxima al frente que se extendió más de quince kilómetros entre las carreteras de Valencia y Andalucía. Estaba atravesada por la carretera de Valencia, vía de comunicación del Madrid republicano con Levante, principal fuente de aprovisionamiento de víveres y material bélico y, por tanto, objetivo militar a ganar por las tropas franquistas (Elorriaga, 2001).
Aunque ya no hay Memoria publicada de la Biblioteca de Vallecas en 1936, se pueden rastrear los datos gracias a los libros de registro. En 1936 continuaron incrementándose sus fondos. Además de los meses anteriores a la guerra, en julio, agosto y septiembre de 1936 entraron más de 70 libros procedentes de la JIAL y de otros donativos. En septiembre de 1936 se compraron 131 libros a varios libreros. En octubre del 36 se anotaron también más de 80 donativos y se compraron 125 a la librería de M. Canales (que sigue funcionando actualmente en la Cuesta de Moyano, 24), entre ellos las más importantes obras de Joaquín Costa y el teatro completo de Ibsen. El 31 de diciembre de 1936 se cierra el registro de entrada con el número 3.344. En total los fondos en el recuento a 31-XII-1936, excluidas bajas, eran de 3187.
El último libro anotado en el Libro de Préstamo data del 17 de julio de 1936 y fue devuelto el 31 de diciembre de 1936.
Cabe deducir que la actividad de la biblioteca cesó como servicio al público en 1937, aunque se mantuvo el préstamo durante la guerra para los empleados del Ayuntamiento. Aparecen préstamos hechos en 1937 y 1938 devueltos en 1940.
La proporción de obras extraviadas por razón de préstamo durante la guerra fue tan sólo del 2 por 1000. Figura como extraviado un manual práctico de fotografía anotado el 6-III-1937
La evacuación del patrimonio y el bibliotecario de Vallecas
Apenas iniciada la sublevación militar, la República puso en marcha medidas de protección del patrimonio cultural y ordenó a los profesionales en activo colaborar en las tareas para seleccionar y poner a salvo los tesoros bibliográficos y artísticos.
El 23 de julio se creó la Junta de Incautación y Protección del Tesoro Artístico que, “a lo largo de los tres años de duración de la guerra puso en práctica novedosas y acertadas medidas de protección del patrimonio cultural. Estas medidas comprendieron el traslado de obras de arte hacia zonas alejadas de los frentes de batalla, la planificación detallada de todos los aspectos que implica este tipo de transporte, la incautación de numerosas obras de arte propiedad de coleccionistas particulares o de la Iglesia, habilitación de depósitos, protección de archivos y bibliotecas, labor pedagógica, y un largo etcétera que permitió mitigar la destrucción, expolio o pérdida de los bienes culturales inherente a la guerra (Argerich 2003).
Gran parte de la documentación de esta Junta se conserva en el Archivo del Instituto de Patrimonio Histórico Español y en la Biblioteca Nacional para el caso del patrimonio bibliográfico.
El salvamento de lo más emblemático de nuestro patrimonio, incluidos los fondos del Museo del Prado implicó su traslado primero a Valencia, donde se construyeron depósitos especialmente habilitados para su protección. Desde allí hubo nuevos traslados hasta que, en febrero de 1939, el Gobierno de la República, con la colaboración del Comité Internacional para el Salvamento, depositó el Tesoro Artístico en la sede de la Sociedad de Naciones en Ginebra, para garantizar su protección y seguridad hasta el final de la guerra.
La labor llevada a cabo por las Juntas del Tesoro Artístico y el Comité Internacional para el Salvamento fue muy reconocida en Europa y Estados Unidos, pero explotada tendenciosamente en España por la propaganda franquista.
En el contexto de evacuación del tesoro artístico tuvo lugar un controvertido episodio en el que se relaciona al que fue bibliotecario de Vallecas y conservador del Museo Arqueológico, Felipe Matéu i Llopis, con actividades para dificultar la evacuación de las monedas visigóticas del Museo Arqueológico Nacional, según informes elaborados en el marco de los procesos de depuración, por el propio bibliotecario, una vez finalizada la guerra, en mayo de 1939, y utilizados posteriormente por la historiografía más derechista.
“La consideración de las medidas de evacuación del tesoro artístico como un acto de rapiña, expolio o saqueo por parte del Gobierno de la República es otra práctica derrotista que llegaría a convertirse en lugar común de la propaganda franquista durante la guerra y aún después de que ésta finalizara, y en la que participaron muchos funcionarios del Cuerpo Facultativo (…) En este sentido, abundan los ejemplos de oposición o resistencia de funcionarios de este Cuerpo a la evacuación de bienes del tesoro artístico que se encontraban bajo su custodia y habían sido reclamados por las autoridades republicanas para ser trasladados a otros depósitos o establecimientos o para ser enviados al extranjero a exposiciones internacionales, llegándose en algunos casos al sabotaje. Así, es muy conocido el episodio protagonizado por Felipe Matéu Llopis y Felipa Niño Mas, que emplearon toda clase de estratagemas y subterfugios para tratar de evitar la salida de numerosas piezas del monetario del Museo Arqueológico Nacional cuando el Subsecretario de Instrucción Pública acudió personalmente a retirarlas, a comienzos de noviembre de 1936 (Pérez Boyero, 2010, 274).
En Valencia
En noviembre de 1936, ante la proximidad de las tropas franquistas, el Gobierno se trasladó de Madrid a Valencia. En medio de una situación muy dramática, junto a los miembros del gobierno, se desplazaron funcionarios de los distintos ministerios, incluidos un buen número de profesores universitarios y bibliotecarios.
Entre ellos se encontraba la prestigiosa María Moliner quien, a mediados de abril de 1937, presentó su valioso Proyecto de Bases de un Plan de Organización General de Bibliotecas del Estado, que se publicó en 1939. El Plan se puso en marcha y, entre abril de 1937 y marzo de 1938, se repartieron alrededor de medio millón de libros y se crearon 188 bibliotecas.
A Valencia se trasladó también, en 1937, el bibliotecario de Vallecas, Felipe Matéu i Llopis. Allí sería director accidental del Archivo del Reino y, a instancias de María Moliner, formaría parte de una comisión para reorganizar el rico monetario que poseía la Biblioteca de la Universidad de Valencia (Faus Sevilla, 1990).
Acaba la guerra. Las depuraciones de bibliotecas
Muchas bibliotecas municipales fueron destruidas parcial o totalmente durante la contienda; otras continuaron su actividad posteriormente, previa depuración de sus fondos. Algunas de las que no sufrieron daños materiales acabaron abandonadas por falta de público. Según García Ejarque, el 75 % de las bibliotecas municipales republicanas sucumbió tras la guerra y calcula que se destruyeron 155 establecimientos (García Ejarque, 2000).
La de Vallecas volvió a funcionar en enero de 1940. En una hoja aparte, pegada en el segundo Libro de Registro y firmada por Felipe Matéu i Llopis, aparece el recuento efectuado el 2 de enero de 1940. A fecha de 31 de diciembre de 1936 había registradas un total de 3187 obras; y a 2 de enero de 1940, la cifra total era de 7814 volúmenes. La biblioteca había crecido en 4027 ejemplares.
¿Pero cuál es la procedencia de este crecimiento? Las anotaciones del año 1940, muchas de ellas inscritas en los meses de febrero, marzo y mayo, aparecen bajo los epígrafes “Obras incautadas y Agregadas” o “Incautación” o “Recuperación” o marcadas con la letra “R”. Son obras editadas antes de 1932 consideradas “no dañinas”, bastantes sobre la historia del arte, incautadas a otras bibliotecas cerradas por el régimen. El Libro de Registro sigue reflejando más obras procedentes de incautación en los años siguientes hasta marzo de 1944.
La depuración de las bibliotecas se llevó a cabo durante y después de la guerra civil. Desde el Ministerio de Educación nacional se ordenó la “depuración de las bibliotecas escolares, de Misiones pedagógicas, circulantes, de recreo, etc., retirando de ellas los libros inmorales, propaganda de doctrinas marxistas y todo lo que signifique atentados a la unidad patria, menosprecio a la religión católica y oposición al glorioso Movimiento Nacional“. Entre los títulos retirados, aparte de los más políticos, aparecen clásicos de la literatura. Como los fondos de las bibliotecas públicas eran bastante similares, los expurgos también lo fueron.
Los detalles del expurgo de la Biblioteca Pública Municipal de Vallecas pueden seguirse también a través de su Libro de Registro. Constan anotados como baja al lado derecho de las obras. Entre otros muchos aparecen dados de baja: Los 7 libros de Seneca, obras de tipo político sobre la reforma agraria o el estado de los soviets, pero también la obra de Sánchez Rivera Lo sexual. Peligros y consecuencias de las enfermedades y vicios sexuales; todas las de Blasco Ibáñez, Andréiev, Emilio Zola o Máximo Gorki y otras muchas de Ortega y Gasset, Benito Pérez Galdós, Valle-Inclán, Oscar Wilde, Dostoievski o Tolstoi.
Aparte de las incautaciones, las compras por parte del Ayuntamiento y los donativos de la nueva Junta de Intercambio (a partir del 2 de julio de 1940) son, como era previsible, obras de Ramiro Ledesma, José Antonio, Luis Rosales, o Manuel Machado o Franco.
Las depuraciones de bibliotecarios
A medida que avanzaban las tropas franquistas se firmaban leyes represivas. La Ley de 10 de febrero de 1939 fijando normas para la depuración de funcionarios públicos supuso el corolario a todo un conjunto de decretos y órdenes promulgadas al poco de iniciarse la guerra. Invitaba a la delación de los propios compañeros y mantuvo como señal inequívoca para su funcionamiento la arbitrariedad en los expedientes de depuración (Redondo Abal, 2012).
Los funcionarios más castigados fueron sin duda los maestros y profesores en todos sus niveles, pero también bastantes integrantes del Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos que pagaron caro su pasado republicano. Un elevado porcentaje de sus integrantes – cercano al 25 %– sufrirá al término de la guerra las consecuencias de la depuración franquista.
Como el resto de los funcionarios, todos los miembros del Cuerpo, tanto los que habían permanecido en el bando republicano, como los que no, fueron sometidos al procedimiento establecido por la Ley de 10 de febrero de 1939 de depuraciones. En virtud de los procedimientos, unos fueron declarados «pronunciados», es decir pudieron permanecer en el servicio tras demostrar su lealtad o afinidad con el Nuevo Estado, o sencillamente que habían sido siempre apolíticos o no se habían demostrado abiertamente simpatizantes del Gobierno Republicano. Algunos de los que fueron declarados culpables de apoyar a los perdedores pagaron con su vida o se exiliaron; otros sufrieron la separación definitiva del servicio o fueron postergados (Torreblanca, 2008).
En aquel momento la carrera de los funcionarios y sus remuneraciones estaban estructuradas por el sistema de escalafones en el que primaba la antigüedad y que no desapareció definitivamente hasta 1973, año en el que se implantó la clasificación de puestos de trabajo y las plantillas orgánicas (Torreblanca, 2008). La sanción de postergación se establecía durante un periodo que podía abarcar de uno a cinco años y con ello el funcionario quedaba paralizado dentro del escalafón, siendo superado por aquellos que le seguían. En tiempos tan convulsos no faltaron quienes de forma artera y, en muchos casos anónima, acusaban a los que les precedían para poder medrar. Eso dio lugar a la irónica frase “¿Quién es masón? El que va por delante de mí en el escalafón”.
El bibliotecario de Vallecas Felipe Matéu i Llopis salió bien parado sin ninguna sanción de su expediente de depuración.
José María Lacarra, conocido medievalista y archivero, cercano a las posiciones falangistas, quien tuvo un papel protagonista en la depuración de los funcionarios del Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos, a través del informe sobre “los funcionarios del Cuerpo” y mediante las declaraciones efectuadas en la instrucción de los expedientes de depuración de sus compañeros, incluye a Matéu i Llopis entre el personal del Cuerpo Facultativo que demostró con hechos su adhesión a la causa del Movimiento Nacional (Pérez Boyero, 2010, 282).
María Moliner fue sancionada con la pérdida de 18 puestos en el escalafón del cuerpo Facultativo de Bibliotecas. En el informe del juez instructor el 13 de noviembre de 1939 es calificada de roja por los testigos declarantes (entre ellos Felipe Matéu i LLopis). Más tarde, se consagrará a la realización del famoso Diccionario del uso del español (Martínez Rus, 2014, 101.
Luces y sombras del bibliotecario
El Diccionario Akal de Historiadores Españoles Contemporáneos clasifica a Felipe Matéu i Llopis, en cuanto a su orientación política, como “conservador, católico, regionalista cultural, simpatizante del movimiento catalanista valenciano en su juventud, miembro de la Acción Católica Nacional de Propagandistas, se adapta pragmáticamente al franquismo” (Pasamar, 2002).
En relación a su posición ante el catalanismo Alfonso Manjón Esteban, en Las reconstrucciones del pasado nacional: Cataluña en el discurso de la historiografía de posguerra (1939-1959) le incluye entre “algunos insignes historiadores catalanes (incluso con antecedentes catalanistas) que o bien participaron del proyecto político de la dictadura o bien aceptaron ésta de forma pragmática” y glosando la figura del historiador Vicens Vives, sostiene que en 1956 se produjo una «cruzada anti Vicens» en la que participó el catedrático Felipe Matéu i Llopis, entre otros miembros del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de Madrid y de la misma Universidad de Barcelona (Manjón, 2013).
No debía de caerle simpático a Hipólito Escolar que en su obra Gente del Libro se refiere a él en estos términos: “Matéu, valenciano de origen, había tenido a su cargo en Madrid la biblioteca popular del Puente de Vallecas y en Barcelona compartía la dirección bibliotecaria de la Diputación con la cátedra de numismática. Era un hombre un tantico estirado, que dirigía con mano firme a las bibliotecarias de su organización” (Se refiere a la Escuela de Bibliotecarias de Barcelona, compuesta sólo por mujeres, idea de Eugenio d’Ors). En otro pasaje del mismo libro le critica más abiertamente: “Matéu pensaba que los demás debían regir su conducta por estrictas normas éticas, aunque para lo que le convenía tenía manga ancha y procuraba llevar el agua a su molino. En una reunión del consejo de inspectores se empeñó en defender una interpretación particular del reglamento de oposiciones con el fin de ayudar a un recomendado” (Escolar, 1999).
Sin embargo no cabe duda de que en su trabajo debía ser bastante riguroso. García Ejarque alaba la labor que Matéu desarrolló en la Biblioteca Central de Barcelona: “Como corolario a la labor que Matéu desarrolló durante una larga etapa de más de 30 años de difícil equilibrio para él es justo decir que la tradición bibliotecaria catalana no pudo encontrar entre los funcionarios del Cuerpo Facultativo ni mejor ni más respetuoso guardián de sus esencias e independencia, ni más competente y celoso impulsor de la obra heredada de Rubió” (García Ejarque, 2000).
Vallecas en el recuerdo de Felipe Mateu i Llopis
Sea como fuere y aunque con tintes algo paternalistas, Felipe Matéu i Llopis recuerda años más tarde su paso por la Biblioteca Pública Municipal de Vallecas y la consideración que sus lectores tuvieron hacia el patrimonio bibliográfico. Así evoca el respeto al libro de los habitantes de Vallecas en su artículo publicado en 1954, Misión y Deontología del Bibliotecario:
“Quienes no han estado en contacto con el pueblo, con las clases llamadas populares, no pueden comprender las posibilidades de su riqueza espiritual. No temáis que los lectores de aquellas clases, labriegos, obreros, artesanos, gentes que no pasaron por una universidad o un instituto, os mutilen un libro, os lo hurten u os lo manchen. El humilde no es capaz de mutilar un libro; lo fue el estudiante de ingeniería que cortó con cuchillas de afeitar los grabados referentes a iluminación de carreteras de una revista técnica; el químico a quien fue más fácil cortar también las páginas de la enciclopedia que le interesaban que obtener copia de las mismas, el heraldista que se llevó los escudos de la enciclopedia genealógica. Si por un descuido del lector humilde -que forra el libro cuando se lo lleva en préstamo- cayó en las páginas del volumen una gota de café, una chispa de cigarro o sufrieron aquellas los arañazos del gato, veréis al prestatario acudir azorado, confundido y dispuesto a pagar el precio del libro a costa de su corto jornal.”
Y hasta ahora
Después de la guerra, la biblioteca se volvió a abrir en febrero de 1940. Su siguiente bibliotecario fue otro miembro del Cuerpo Facultativo, Carlos Ramos. A partir de 1952 se va a encargar de la biblioteca diverso personal municipal no profesional.
En 1953, la biblioteca registraba 10.994 volúmenes. A partir de esa fecha ni siquiera se siguieron registrando las obras por falta de personal cualificado y fue cayendo en estado de abandono. En marzo de 1956 se enviaron algunos de sus fondos a la Biblioteca Municipal de Madrid.
En octubre de 1976, la biblioteca se encontraba en estado de total abandono. Contaba aproximadamente con 7000 volúmenes, muchos de ellos completamente desfasados y en lamentable estado por la humedad. A instancias de Enriqueta Ortiz de Rozas, directora de Bibliotecas Municipales, se cerró para mejorar sus instalaciones y modernizar sus fondos. Tras cuatro años cerrada, el 24 de abril de 1980, el alcalde de Madrid, Enrique Tierno Galván, reinauguró la biblioteca. En enero de 1990 se volvió a cerrar por obras y se amplió. Se añadió una sala en el piso superior, que había sido sede del antiguo juzgado de Vallecas que se había centralizado en la calle Pradillo. Se volvió a abrir en junio de 1991. Hasta hoy sigue prestando sus servicios en el mismo lugar en que nació, en el número uno de la calle Puerto de Monasterio. [imagen 20]
- Inocencia Soria es directora técnica de la Biblioteca Central Militar
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