En El Salvador, la actividad minera estaba prohibida por ley desde 2017. Hace apenas dos horas, por 57 votos de 60 posibles, la Asamblea Legislativa acaba de derogarla, contra las críticas de grupos ecologistas y ambientalistas, así como con el rechazo explícito de la jerarquía de la Iglesia Católica.
Según una encuesta reciente del Instituto Universitario de la Opinión Pública (LUDOP), el 59 por ciento de la ciudadanía salvadoreña sigue pensando que –dadas las condiciones del país– las actividades extractivas son un peligro para la vida y la sociedad de El Salvador.
El mismo sondeo del LUDOP (vinculado a la Universidad Centroamericana Simeón Cañas) concluyó que 95 de cada cien salvadoreños piensan que «vivir cerca de una mina conlleva algún peligro».
Una comisión de la Asamblea Legislativa salvadoreña aprobó el pasado 21 de diciembre revertir la legislación anterior sobre las minas, una decisión que abrió de manera acelerada el camino para anular por completo la ley de 2017.
El presidente Nayib Bukele –reelegido para un segundo mandato en 2024, en condiciones constitucionales democráticamente discutibles– ya comunicó a la opinión pública a primeros de mes que El Salvador tiene yacimientos de (al menos) dieciocho minerales, metales y tierras raras utilizables en lo que llaman quinta revolución industrial.
Según la agencia EFE, Bukele citó los ejemplos de Canadá, Catar, Israel y Suiza para preconizar la explotación de futuras minas de cobalto, litio, níquel, platino, oro, iridio, tantalio, titanio y germanio entre otras materias, sin olvidar las «tierras raras que son utilizadas para la electrónica avanzada».
Calificó de «tontería» la ley protectora de 2017 y señaló que impulsaría una explotación responsable de esos recursos mineros. Se comprometió a «mejorar el medio ambiente», a pesar del repentino impulso a las actividades extractivistas.
Previamente, en la comisión parlamentaria antes citada se dijo que la minería metálica estaría exclusivamente bajo el control del Estado (no habría concesiones privadas) y que se prohibiría el uso del mercurio. Los portavoces ecologistas inciden en los recovecos de la nueva normativa, que permiten las iniciativas público-privadas, así como la acción de empresas transnacionales.
Para quienes se han opuesto hasta ahora a invalidar la Ley de Prohibición de la Minería Metálica de 2017, el discurso oficial es como un cuento de hadas para niños pequeños.
Entre las voces que se han levantado contra los proyectos de Bukele, destaca el episcopado de El Salvador, que en un comunicado consideró que «la mayor riqueza de un pueblo es la vida de las personas y su salud».
En aquel país, el más pequeño de América Central y el único centroamericano sin salida al mar Caribe, hay precedentes de sobreexplotación de recursos naturales, que han conducido a una amplia deforestación y erosión de los terrenos. Según la organización ecologista Gaia, El Salvador es el segundo país más desforestado del continente americano «después de Haití».
Las aguas del gran río Lempa (navegable) y de sus afluentes –que recorren las tierras salvadoreñas, de origen volcánico en gran medida– desembocan en el océano Pacífico.
En el Lempa, que abastece de agua a la mayoría de los salvadoreños, está también un gran embalse que suministra energía eléctrica a todo el país, un territorio altamente sísmico.
El Salvador –con una extensión muy similar a la provincia extremeña de Badajoz– ha sufrido históricamente terremotos destructivos y mortíferos.
En buena medida, eso explica el consenso que llevó a aprobar la ley de 2017 que prohibió el extractivismo minero.
Diversos defensores del medio ambiente señalan que reanudar la actividad minera «aumentaría la deforestación, erosión, pérdida de suelos fértiles y, lo más grave, la contaminación del aire y del agua, causando muerte y enfermedades irreversibles en gran parte de nuestra población, sobre todo en nuestros hermanos más pobres».
Esas mismas fuentes sugieren que –dados los reflejos autoritarios del presidente Bukele– la nueva normativa podría conducir incluso a la criminalización de los ambientalistas.
Los opositores a los proyectos mineros presidenciales, reiteran las probables «consecuencias irreversibles» de la minería en El Salvador.
También la Conferencia Episcopal salvadoreña abunda en el mismo sentido al afirmar que «la práctica de cualquier tipo de minería sería, en nuestro país, gravemente dañina» y tendría «un gravísimo impacto en el medio ambiente, la fauna y la flora», y en primer lugar, desde luego, en «la salud y la vida de la población».
El mismo texto recuerda que los productos químicos utilizados para la extracción de los metales son siempre «sumamente tóxicos y letales» y convierten las aguas «en veneno letal». Una letalidad destinada a permanecer en la tierra durante siglos, dicen los obispos salvadoreños.
Por el contrario, el partido oficialista Nuevas Ideas (NI) del presidente Nayib Bukele defiende que no habrá daños medioambientales porque se prohibiría el uso de mercurio en «todas las fases del ciclo minero». Sin embargo, según señalan portavoces ecologistas, no se ha prohibido el uso de otros elementos como el cianuro, altamente tóxico y que puede incidir en las fuentes hídricas que se precisa utilizar en el proceso minero.
Alejandro Henríquez, del grupo Rebelión Verde de El Salvador (REVERDES) ha repetido que «las personas más empobrecidas son las que van a sufrir los impactos mortales de la minería, mientras otros harán grandes negocios».
En la red social X (exTwitter), la destacada periodista Angélica Cárcamo, destaca que el voto de la comisión que ha impulsado la derogación de la ley de 2017 tomó su decisión «un sábado, en vísperas de Navidad, sin discusión [previa] en comisiones, sin análisis técnicos, sin escuchar a especialistas, sin consultar a las comunidades… Pero decían que serían diferentes a los anteriores, y es cierto: son peores».
A mediados de junio, el gobierno de Guatemala revocó la licencia que había concedido a una empresa de capital canadiense para explotar la mina de Cerro Blanco, un proyecto que había sido rechazado en referéndum por la ciudadanía guatemalteca.
Cerro Blanco sería una explotación minera que amenazaría el río Lempa y el lago Güija, que comparten Guatemala y El Salvador, donde el Lempa es la principal fuente de agua de la capital salvadoreña.
Coincidiendo con la sesión parlamentaria, diversas asociaciones llamaron a protestar ante la Asamblea Legislativa, mientras se votaba.
Y esa protesta ha tenido lugar bajo un lema inequívoco: La minería responsable no existe.
En varios estados centroamericanos y del Caribe, los conflictos medioambientales son numerosos y, con frecuencia, tienen que ver con empresas transnacionales cómplices de los poderes locales y que ignoran a los habitantes y la realidad de esos países.
En casi toda América Latina, y no sólo en los países más extensos, como Brasil, Colombia o Perú, la deforestación y el extractivismo minero son considerados por muchos expertos como amenazas mayores contra las fuentes hídricas y la biodiversidad.