En el estallido neogaláctico que viene dándose dentro y en los alrededores del sistema educativo (mundial), ese que está teniendo lugar en el proceso de enseñanza-aprendizaje de las sociedades actuales, hay ahora mismo dos digamos escuelas (valga la expresión, que no el chiste) enfrentadas claramente. Y en medio estamos muchos, pero no la mayoría, pues la mayoría se decanta bien por una de esas escuelas, la tradicional, la clásica, la que considera que para que alguien aprenda basta con que haya alguien que sepa enseñar, o bien por la otra, la innovadora, la revolucionaria, que dice que nada (o casi nada, admiten algunos de sus miembros) del pasado educativo sirve ya para el presente y menos aún para el futuro.
Las he definido con un trazo muy grueso. Voy a intentar dibujarlas con un dibujo bastante más preciso.
De un lado, estarían quienes defienden que los contenidos siguen ganándole la partida a las maneras de enseñarlos. De otro, quienes consideran que lo importante es enseñar a que quien aprende aprenda a aprender, lo que sea: que sea capaz de aprender lo que sea útil cuando necesite usar aquello que sea capaz de aprender por sí sólo.
A un lado, se sitúan quienes consideran al maestro, al profesor, al enseñante, como el eje esencial del proceso de enseñanza-aprendizaje, al vehiculador suficiente de ese trasvase de saberes de la sociedad civil afincada en la realidad a la descendencia de la sociedad civil que ha de aprender lo que es de interés para ser un ciudadano consciente, útil, provechoso. Al otro, están los educadores que consideran que en ese proceso de transmisión es tan importante el origen de uno de los sentidos como el origen del otro, el que aprende como el que enseña, porque, finalmente, ambos aprenden y ambos enseñan, los mismos educadores que creen que, incluso, los alumnos han de aprender de los demás alumnos.
Asimismo, vemos en una parte a quienes consideran que la evaluación es un método idóneo para medir, valorar, decidir, pero un método de uso reducido, no necesariamente de forma continua, y en la otra, a quienes perciben en la evaluación permanente del aprendiz, pero también del enseñante y del mismísimo proceso educativo, el eje sobre el que pivota todo el sistema.
En definitiva, en los dos extremos que dominan de alguna manera este embrollo asombroso que es hoy la educación están, en un rincón (de pensar), quienes estiman que lo que hay que hacer es aprovechar las nuevas tecnologías para que todo siga igual y, en el otro, quienes ven en las nuevas tecnologías una herramienta valiosísima para conseguir que los alumnos del presente se preparen para ser los ciudadanos y trabajadores de un mañana en el que casi nada de lo que hoy triunfa entonces existirá.
Frente a frente quienes dicen ser capaces de seguir formando ciudadanos con los procedimientos tradicionales y quienes tachan a la escuela tradicional de castradora y asesina de expectativas.
En realidad, los unos van en decadencia, cada vez son menos, según parece, mientras los otros crecen a merced del vendaval de los tiempos que vienen gritando innovación, innovación, innovación.
Y en esas estamos. Y en España sin pacto educativo.
Lo de los deberes para casa lo dejo… para mejor ocasión.