Un libro y un documental rescatan la figura de uno de los pianistas más fascinantes
Este 2017 se han celebrado dos aniversarios relacionados con Glenn Gould, el de su nacimiento en septiembre de 1932 y el de su fallecimiento a los 50 años en octubre de 1982.
Glenn Herbert Gould fue uno de los músicos más fascinantes del siglo XX, un pianista legendario que interpretó como nadie a los clásicos y a los contemporáneos, de Johann Sebastian Bach a Arnold Schönberg, de Beethoven a Shostakovich, con un estilo muy personal y una puesta en escena que convertía sus interpretaciones en espectáculos deslumbrantes.
Un libro reciente, “Glenn Gould. No soy en absoluto un excéntrico” (Acantilado), de su amigo y colaborador, el escritor francés Bruno Monsaingeon, rescata el universo de un músico excepcional a través de evocaciones, documentos, entrevistas, escritos y vivencias que descubren la biografía excepcional de un artista carismático. Incluso se incluye una divertida rueda de prensa ficticia de Gould con diez periodistas.
Además de escritor, Monsaingeon es cineasta especializado en documentales dedicados a músicos e intérpretes: Menuhin, Richter, Rostropovich… y del propio Gould (“Glenn Gould. The Alchimist”, 1074, un documental que estos días se ha repuesto en algunas salas). De los cuatro libros que Monsaingeon le dedicó al pianista es éste el más personal.
Fruto de su particular concepción de la música, Gould aplicaba a sus interpretaciones algunas de sus maniáticas obsesiones, consideradas en su día como excentricidades. Bruno Monsaingeon cita algunas: ir muy abrigado incluso en verano (el primer encuentro entre Gould y Monsaingeon fue en un caluroso julio de 1972 y el pianista llevaba abrigo, bufanda y botas de nieve), llevar guantes de manera permanente (a veces dos pares), sumergir las manos en agua caliente antes de cada concierto, tararear las melodías mientras interpretaba las obras y, lo más destacado, viajar siempre con la misma silla desmontable, con respaldo, veinte centímetros más baja que los taburetes, que le servía para sentarse delante del piano con las rodillas encogidas (apenas utilizaba los pedales) y le permitía situar el teclado a la altura del pecho y atacarlo con las manos desde abajo, sin intervención de brazos y muñecas, consiguiendo así un sonido claro y limpio; deslumbrante. A pesar de sus rarezas Gould no se consideraba para nada un excéntrico (de ahí el subtítulo del libro), y luchó toda su vida con obsesión para neutralizar esta etiqueta, que consideraba más fruto de la crítica sensacionalista que de una valoración profesional.
La partitura no era para Gould una pauta para interpretar la obra allí contenida sino como una modelo que posa para un escultor o un pintor. Un músico en este caso. Con ello afirmaba la autonomía del intérprete en relación con la partitura: para él existían muchas versiones posibles, y sublimes, de la misma obra, con lo que desaparece la distinción entre creación e interpretación, a pesar tener muy pocas composiciones propias.
Nacido en Ontario (Canadá) hijo único de una familia de músicos no profesionales, Glenn Gould aprendió a tocar el piano con su madre, pianista y organista, cuando apenas contaba tres años. A los diez ingresó en el Royal Conservatory of Music, donde recibió clases de Alberto García Guerrero, y a los 14 ya interpretaba como solista el Concierto para piano número 4 de Beethoven acompañado de la Orquesta Sinfónica de Toronto. Debutó en Nueva York en 1955 con un recital de piano en el Town Hall. Al día siguiente Columbia Masteworks le ofreció grabar un disco con las Variaciones Goldberg de Joahn Sebastian Bach, primera de las tres versiones que haría a lo largo de su carrera. En 1965 se convirtió en el primer pianista canadiense en actuar en la Unión Soviética después de la guerra.
Sin embargo Glenn Gould odiaba los conciertos. Pensaba que la mejor manera de escuchar música era en la intimidad, mejor en absoluta soledad, para que la música pudiera transportar al oyente a un auténtico estado de contemplación, como hacía la poesía de los místicos con sus lectores. Pensaba que los asistentes a un concierto no participaban de la historia de amor en que, según decía, consiste la relación entre una partitura y un intérprete. Por eso prefería siempre las grabaciones a las interpretaciones en público y por eso, después de un concierto en Los Ángeles el 10 de abril de 1964, se retiró de los escenarios cuando estaba en lo más alto del éxito para centrarse en sus programas de radio y de televisión y en las grabaciones que hacía en el estudio privado que había ordenado instalar en su casa, llevando a cabo experimentos de sonido ya con las primeras técnicas digitales. Con esta actitud llevaba la contraria a quienes afirmaban que la esencia de la música está en su interpretación en vivo y no en las grabaciones en estudio.
En efecto, Gould podía hacer un disco con tomas grabadas con años de diferencia, en pianos diferentes, usando micrófonos distintos e introduciendo efectos sonoros, como en la Sonata Nº 5 de Scribiani. Pero para él, si el objetivo de la música es el de conmover al público, todo valía para conseguirlo: “si el fin último de la música es algún tipo de éxtasis, lo inmoral sería no aprovechar cualquier medio que conduzca a ese fin”.
Desde su desaparición de los escenarios Glenn Gould quiso llevar una existencia en absoluto retiro, al estilo de Howard Hughes y J.D. Salinger, y en cierto modo lo consiguió. El escritor austriaco Thomas Bernhard noveló su biografía en “El malogrado”, una obra que Monsaingeon califica de “realidad distorsionada”.
Glenn Gould murió prematuramente de un infarto cerebral, en Toronto, cuando acababa de terminar la grabación de su última versión de las Variaciones Goldberg y preparaba una nueva de El Clave Bien Temperado de J.S. Bach. La grabación de uno de sus conciertos en vivo junto a Leonard Bernstein, el Concierto para piano y orquesta de Bach, ha quedado para la posteridad como uno de los testimonios sonoros más excelsos de su arte interpretativo.
Permítanme que les recomiende verlo y escucharlo en las grabaciones de You Tube. Me lo agradecerán.
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