En las últimas semanas, alrededor de 150 000 refugiados rohinyás han huido a Bangladesh escapando de la represión del gobierno de Myanmar.
En Myanmar, antigua Birmania, se persigue a los rohinyás a causa de su origen étnico y su religión. En términos de derecho, se trata de crímenes contra la humanidad como asesinatos, deportaciones o traslados forzosos de la población.
Amnistía Internacional denuncia lo que a todas luces parece una limpieza étnica y tiene abierta una petición al gobierno del país, pidiendo que cesen las persecuciones y la represión contra esa minoría en un país mayoritariamente budista.
Son innumerables las informaciones acerca de los homicidios cometidos por las fuerzas de seguridad de Myanmar, y las imágenes de los satélites muestran pueblos enteros incendiados. En menos de dos semanas, más de 350 000 rohinyás han huido de Myanmar, atravesando la frontera para refugiarse en Bangladesh. Otros miles de personas ponen diariamente su vida en peligro intentando llegar a Bangladesh en barcos de pesca; muchas están gravemente heridas o llevan niños con ellas. También hay cientos derohinyás bloqueados en las regiones montañosas del Estado de Arakan, un sector al que tienen prohibida la entrada las organizaciones humanitarias.
La violencia en el norte del Estado de Arakan forma parte de un contexto de discriminación flagrante y sistemática de losrohinyás en Mianmar, que se prolonga desde hace décadas y lleva a cabo un ejército vindicativo que hoy dirige el general Min Aung Hlaing.
Y lo más lamentable es que, en este contexto, la Premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi, portavoz de la Presidencia de la República de la Unión de Birmania (Myanmar), quien permaneció durante años en arresto domiciliario durante la anterior Junta de los generales, echa la culpa de lo que está pasando a los “terroristas” y asegura que el gobierno defiende “de la mejor manera posible” a todos los habitantes del Estado de Arakan», haciendo suyos los argumentos de los dirigentes autoritarios más extremistas que han puesto en marcha una auténtica campaña de limpieza étnica.
Para Amnistía Internacional (AI), «la oficina de Aung San Suu Kyi está dando una respuesta intolerable a la catástrofe humanitaria” que está ocurriendo en Myanmar. “Todos los seres humanos están dotados de razón y consciencia. Estos son los términos del artículo primero de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, internacionalmente reconocida. Sin embargo, hay días en que algunas personas parecen dudas de esa creencia fundamental de que todos estamos dotados de la capacidad de discernir el bien del mal”.
Y el 6 de septiembre de 2017 fue uno de ellos: Aung San Suu Kyi salió del silencio mantenido acerca de la catástrofe que tiene lugar en Myanmar, “país que la Premio Nobel de la Paz dirige de facto”. Las palabras con que su oficina comentó por primera vez la ofensiva del ejército son una respuesta intolerable a la catástrofe humanitaria que está ocurriendo. “La realidad sobre el terreno es que las minorías étnicas del Estado de Arakan padecen terribles atentados a los derechos humanos, perpetrados en el marco de una campaña militar ilegal y desproporcionada. La mayor parte de las víctimas son rohinyás, grupo étnicos mayoritariamente musulmán, perseguido en el país desde tiempo inmemorial que en la actualidad cuenta con cerca de un millón de individuos.
Los hechos son irrebatibles. En la madrugada del viernes, 25 de agosto de 2017, un grupo armado rohinyá lanzó una serie de ataques coordinados contras las fuerzas de seguridad, en el norte del Estado de Arakan. Desde entonces se han sucedido los enfrentamientos, pero el ejército birmano responde a la violencia de la minoría con una política de “tierra quemada”, totalmente injustificada y desproporcionada, disparando contra los civiles y arrasando pueblos enteros. Desde entonces, más de 150 000 rohinyás, en su mayoría mujeres y niños, han huido a Bangladesh, en cuya frontera se están viviendo “escenas de proporciones bíblicas; niños, ancianos, mujeres y hombres han caminado durante días sin pararse ni un instante, en medio del barro y de lluvias torrenciales, para llegar a campamentos y pueblos donde cada vez escasean más los alimentos, el agua y el material sanitario
El balance se eleva ya a varios cientos de muertos. Negando la entrada a los investigadores de la ONU, las organizaciones humanitarias, los observadores de los derechos humanos y los periodistas, “Myanmar demuestra su voluntad de impedir que los ojos del resto del mundo vean lo que pasa en el norte del Estado de Arakan”. Allí, los rohinyás están privados de nacionalidad y no pueden participar en la vida pública, y sufren severas restricciones en los derechos de libertad de movimiento y acceso a la educación, la sanidad y los medios de subsistencia. Además, tienen prohibido construir mezquitas y reunirse para rezar.
En esta situación, Aung San Suu Kyi culpa a los «terroristas» de lo que está pasando, excusa las actuaciones intolerables de los militares y permite que los rohinyás sigan siendo un blanco propiciatorio. Aunque no es ella, sino el ejército birmano, el primer responsable de lo que está ocurriendo, tiene el deber moral de denunciar la injusticia y recordar algo que dijo cuando era una prisionera de otros militares (que no parecen diferenciarse mucho de los actuales): “No debéis dejar nunca que el miedo os impida hacer lo que sabéis que es justo”.
Un pueblo perseguido
Los rohinyás son una minoría étnica, esencialmente musulmana, que cuenta con cerca de 1,1 millones de personas que viven mayoritariamente en el Estado de Arakan, en el oeste de Myanmar, en la frontera con Blangladesh. A pesar de que viven en el país desde hace generaciones, el gobierno les considera inmigrantes ilegales llegados del vecino Bangladesh, no les reconoce como ciudadanos de forma que la mayoría son apátridas. A causa de la discriminación sistemática, viven en condiciones lamentables, separados del resto de la población. No pueden desplazarse libremente y tienen un acceso limitado al trabajo, la educación y la sanidad.
En 2012, las tensiones entre rohinyás y rakhines, la población mayoritariamente budista de Myanmar, dio lugar a varias revueltas que obligaron a decenas de miles de rohinyás a abandonar sus viviendas e instalarse en sórdidos campamentos para personas desplazadas, donde viven confinados y separados de otras comunidades.
En octubre de 2016, como consecuencias unos ataques letales contra puestos de policía, llevados a cabo por rohinyás armados en el norte del Estado de Arakn, el ejército de Myanmar inició una campaña de represión contra el conjunto de la comunidad. AI ha recogido testimonios sobre violaciones de los derechos humanos a gran escala, y entre ellas homicidios, detenciones arbitrarias, violaciones y agresiones sexuales a mujeres y niñas y el incendio de más de 1200 edificios, casi todos escuelas y mezquitas. AI lo calificó entonces de crímenes contra la humanidad.
La última oleada de refugiados llegada a Bangladesh es consecuencia de la respuesta militar de Myanmar al ataque orquestado por un grupo armado rohingya el 25 de agosto pasado. Una respuesta que, para AI, es ilegal y perfectamente desproporcionada, al tratar a una población entera como enemiga. El gobierno de Myanmar ha reconocido haber matado al menos a 400 personas hasta la fecha; personas a las que califica de “terroristas”.
La mayor parte de las atrocidades las ha cometido el ejército birmano, considerablemente independiente del gobierno civil y que no responde de sus actos ante los tribunales civiles. Un ejército que lleva mucho tiempo cometiendo violaciones de los derechos humanos con los rohinyás y otras minorías religiosas
Según las Naciones Unidas, las personas que están llegando a Bangladesh están heridas, hambrientas y traumatizadas, y necesitan ayuda humanitaria urgente. La frontera entre ambos países está minada desde el 8 de septiembre. El pasado 10 de septiembre explotaron dos minas terrestres en uno de los pasos fronterizos de Amtali; y el mismo día, a un pastor de Bangladesh le estalló otra cerca del pueblo de Baish Bari, cuando recogía su rebaño en una zona cercana a la frontera. “Todo indica que las fuerzas de seguridad de Myanmar minan deliberadamente los pasos que utilizan los rohinyás. Es una práctica cruel e insensible que añade una persecución sistemática al desamparo de las personas que huyen”.
El ejército de Myanmar es uno de los pocos (con Corea del Norte y Siria) que utilizan abiertamente minas terrestres antipersonales, prohibidas por un tratado internacional que data de 1997, ya que matan y mutilan sin discriminación, sin distinguir entre combatientes y personal civil. Para AI, “las autoridades tienen que poner fin a esa estrategia y permitir que los equipos de retirada de minas acudan a las zonas fronterizas. Igualmente, deben permitir que equipos de expertos de la ONU investiguen las violaciones generalizadas y sistemáticas cometidas en el Estado de Arakan, y entre ellas el uso de minas terrestres”.