Roberto Cataldi[1]
Cuando promediaba los veinte años, recuerdo, una noche vi por televisión un debate entre Ulises Petit de Murat, un hombre de letras que fue presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, y un empresario cuyo nombre olvidé. Ulises, fallecido en los 80, pertenecía a la “alta cultura” y, a través de sus intervenciones en los medios me impresionaba como de carácter muy fuerte y algo intolerante.
Cuando el periodista que coordinaba les pidió a ambos que explicitaran lo que para ellos significaba la cultura, el empresario describió un panorama muy amplio –quizá demasiado-, que comprendía hasta objetos industriales que se fabrican en serie, invocando la creación. Hoy muchos antropólogos compartirían su visión. Pero Ulises, visiblemente irritado, le espetó: ¡por favor señor! Creador era Leonardo Da Vinci… Su interlocutor, muy molesto, sin perder la calma, le dijo –palabras más, palabras menos- que éste trataba de limitar la cultura a un ámbito exclusivo.
Es evidente que el elitismo intelectual encastilló la cultura a su más reducida, selecta y elevada expresión. En fin, dos posiciones que siempre están presentes.
En los últimos veinte años hemos asistido a una verdadera revolución de los medios y formatos para difundir el arte, la cultura, la educación, y por supuesto el entretenimiento y el ocio. La tecnología ha sido el centro de esta nueva revolución, cercando peligrosamente el viejo orden de los negocios culturales e hiriendo de muerte a más de un empresario. Algunos plantean un panorama apocalíptico y aprovechan para sembrar el pánico. Lo cierto es que en estos veinte años hemos visto de todo, incluso aquello que era impensado, por ello en sólo dos décadas se ha dibujado un nuevo mundo, el mundo de la cultura digital. Y los que peinamos canas, nacidos y formados en la cultura analógica, debimos enfrentar una situación inédita, para la que no estábamos preparados, así entramos a este nuevo mundo por la ventana, mientras nuestros hijos y alumnos lo hacían cómodamente por la puerta.
En la educación se produjo un hecho curioso, pues, por primera vez en la historia de la humanidad, los alumnos estaban mejor predispuestos y revelaban mayor habilidad en un campo que sus maestros y profesores. Este campo de la computación y de los medios digitales se daba a conocer con una nueva gramática de cuño anglosajón.
Muchos agoreros sepultaron al enfermo cuando aún éste tenía vida, revelando una mentalidad estructurada y reduccionista, muy estrecha, pero en ocasiones sólo se trataba de auténticos fanáticos habituados a combatir aquello que no entienden y, no faltaron los que se sumaron a esta tesitura impulsados por intereses económicos personales.
Entre lo analógico y lo digital, no creo que exista genuina incompatibilidad, más bien pienso que expresan de distinta manera los objetos culturales. Estoy convencido que pueden y deben complementarse. Yo siempre usé reloj pulsera analógico, ya que me gusta ver el recorrido de las agujas del reloj, cómo se desplazan en el espacio. Sin embargo al lado de mi cama, sobre la mesa de luz, tengo un reloj despertador digital, cuyas letras luminosas me permiten ver la hora en la oscuridad. A los dos los hallo muy útiles. Algo similar me sucede con la birome y la computadora, hay cosas que necesito escribirlas a mano, y otras que lo hago directamente en el teclado.
La creación, la innovación, y las industrias ligadas a las diferentes expresiones culturales, hoy deben adaptarse a una descarnada realidad económica (economía de la cultura), a la vez que no pueden negar una realidad social que posee muchas aristas filosas, esto lo vio André Malraux hace casi sesenta años cuando asumió como ministro de cultura de Francia. La situación cultural actual, por cierto muy compleja, debería atenerse a lo que consideramos razonable y justo, en otras palabras, la ética.
Desde hace años oímos hablar acerca de la muerte del libro impreso a manos del libro digital. El tiempo transcurre y la verdad es que se trata de una expresión de deseo del mercado digital, ya que el libro digital no supera en el mundo el 5 % de las ventas. Y no es que yo esté en contra, tengo publicaciones digitales, pero el libro impreso pone en acción todos los sentidos del lector, situación que no logra la pantalla.
Algunos críticos del mundo analógico, piensan que todo está en la nube, y que ésta es la única realidad, porque no habría otra realidad posible, en consecuencia lo anterior estaría inevitablemente condenado al olvido. Internet ha permitido el ingreso de legiones de personas, algunas pasan las horas de su vida frente a la pantalla, llegando a desarrollar una verdadera dependencia. En este mundo de la virtualidad se han modificado las relaciones interpersonales ya que surgen rápidamente amistades, noviazgos, casamientos, los individuos se asocian tras un emprendimiento, se arman foros de discusión sobre temas disímiles. Los artistas y sus fans hoy pueden tener una relación directa. El actor neozelandés Russell Crowe tiene dos millones y medio de seguidores en su cuenta de twitter. Ni hablar de los políticos que irresponsablemente pretenden gobernar a golpe de tuits, como si ahora el ágora estuviese en la red.
El exceso de tecnología ha convertido en “autistas tecnológicos” a muchos jóvenes. En efecto, van por la calle mirando la pantalla del celular y con los auriculares puestos escuchando música, totalmente ausentes, no prestan atención al semáforo, no escuchan las bocinas de los autos ni tampoco las voces de los otros transeúntes que tratan de alertarlos sobre un peligro inminente, así se producen accidentes en la vía pública. Para peor la distracción tecnológica también alcanza a los conductores de vehículos y a los ciclistas que irresponsablemente ponen en peligro sus vidas y las de otros.
Durante los años de la Guerra Fría la propaganda de este lado del mundo procuraba exaltar los valores de Occidente, asentados históricamente en una moral judeo-cristiana, con la sumatoria de la filosofía griega y el derecho romano, y el posterior añadido del Renacimiento (el hombre pasó a ocupar el centro del universo) y la Ilustración. El marketing occidental remarcaba el goce de la libertad, la democracia representativa y los derechos humanos, en consecuencia muchos se mostraban felices de que el destino los ubicase en el sitio correcto. Del otro lado se situaban regiones y países con tradiciones culturales diferentes, como el Hinduismo, el Islam, el Confucionismo, la filosofía de Han Fei (el legalismo chino) y otras corrientes de pensamiento. Lo curioso es que éste mundo, que hablaba otras lenguas, que tenía sistemas y creencias distintas, nucleaba el mayor número de habitantes del planeta, con lo cual a la gran mayoría el destino les había asignado vivir en un sitio nocivo, lo que no sería justo. Esa era la percepción que teníamos desde un cierto provincianismo occidental.
Hoy por hoy vivimos en un cosmopolitismo no exento de serios problemas pero que favorece la desmitificación. Las culturas se entrecruzan y hay mestizajes que son fructíferos. Claro que el orden político, que termina incidiendo en la cultura, está en crisis o tal vez en decadencia, lo demuestra el “consenso de Washington” sobre el que se basa el multilateralismo, con la democracia liberal y la economía de mercado. Las clases medias se sienten perdedoras y en consecuencia muchos avalan los nacionalismos que pretenden recobrar sueños del pasado. Se condena la inmigración, se rompen alianzas, se promueve el aislacionismo y el proteccionismo. En fin, surge un nuevo relato populista cuyo núcleo narrativo ya conocemos. Nuestros días transcurren en un mundo multipolar donde emergen Estados Unidos, China, Europa, Rusia, Japón, Latinoamérica, África y el Sudeste asiático.
La desconfianza recíproca y el resurgimiento autoritario son notas dominantes. Unos pelean por el dinero, otros por el poder, y no faltan los que pelean por ambos, aunque el dominio económico conduce al dominio político y, la cultura está al final de la cola. La promoción y el cuidado de la cultura dependen de las convicciones de la clase dirigente y de la receptividad de las sociedades. No es casual que aquellos países que están muy bien posicionados en el ámbito de la cultura también lo estén en la educación, la salud y la seguridad social.
- Roberto Miguel Cataldi Amatriain es médico de profesión y ensayista cultivador de humanidades, para cuyo desarrollo creó junto a su familia la Fundación Internacional Cataldo Amatriain (FICA)