La miel del olvido

Cuando aquella tarde de noviembre Abuelita entró en la habitación no sabía que estaba inaugurando un panal. Con el grácil movimiento de la mano que la había caracterizado durante los últimos noventa años separó la horquilla de sus cabellos. Una cascada de cenizas se desprendió de su nuca y cayó en tres tiempos cubriéndole la espalda hasta finalizar en un breve pozo de luz formado sobre el cobertor de la cama gracias al agujero que en el techo había dejado la piedra lanzada por un cazador infantil sin mucho tino.

 

Ana-Fernanda-Rosillo-Colmena La miel del olvido
Ana Fernanda Rosillo: Colmena

La puerta se entornó suavemente con un gritito de coyuntura artrítica (la casa envejecía con Abuelita como si fuese inmanente a ella); por la estrecha abertura se deslizó una de las nietas. La mirada de la anciana la siguió por la alcoba con la atención que mereciera una danzarina exótica. La joven, luego de encender una veladora, cerrar un cofrecillo y dar vuelta por rutina al reloj de arena, se sentó al lado de Abuelita y comenzó a cepillarle el pelo con reverencia cual si participara en una ceremonia ancestral.

Las palabras se fueron tejiendo entre ellas espesándose en una manta de confianza que finalmente las abrigó por completo. La tarde terminó de cerrar los párpados dando paso a la noche. Antes de dormir, Abuelita se volvió hacia su nieta y le susurró la misma conjura que había heredado de su madre: “el corazón compungido ahuyenta la dicha de los sueños; toma lo que te desagrada y lánzalo sobre el capitel de la cama; allí los malos ratos se irán quedando quietos hasta que un día vuelvas a ellos y descubras que el olvido los ha endulzado”.

Al morir Abuelita nadie quiso clausurar su habitación ni darle otro uso. La cama de alto capitel siguió siendo el refugio donde la familia acudía a refrescarse el alma y la conciencia cuando alguna pesadumbre amenazaba con romper el frágil hilo que mantiene enhiesta el alma. Siguiendo el mandato de Abuelita, cada quien cumplía el ritual con una mueca de escepticismo en los labios: todo aquello que causaba desazón, incertidumbre, dolor, bochorno era lanzado simbólicamente detrás de la cabecera de la cama.

La casa de Abuelita se fue encogiendo entre cardos, acacias y cerezos cuyas flores alfombraban la entrada. La piel de pisos y paredes se cubrió de grietas: parecería que las gruesas venas que afloraban en el cuerpo de sus habitantes se reflejaran especularmente en la estructura del hogar. La decisión más sensata aunque difícil de tomar y aún más de aceptar fue emprender la rehabilitación y ampliación de la vivienda.

Un viernes, ella y él emparentados consanguíneamente entraron una vez más -tal vez la última- al cuarto de Abuelita. Cerraron la puerta y se tendieron en la cama que albergaba tantas confidencias. Un perro ladró y pasó jadeando por el patio trasero. Minutos de suspenso. En silencio esperaron alguna reacción, algún reclamo de los demás habitantes de la casa. Nada. Volvieron a la caricia larga y tendida. Las rodillas laceradas de ella pedían relevo de posición mismo que era negado por el gusto de la cabalgata a ras de madrugadas.

Cruzó a la izquierda por la comisura, siguió derecho por aquel brazo. Luego, viró. Cambió la ruta. Se detuvo un rato sobre aquel lunar. Rodeó los hombros, respiró en el pecho. Atravesó la cordillera de las costillas. Se encontró de pronto en la morada del centauro y perdió la noción del lugar. Ya no hubo contención al erotismo en su máxima expresión reconquistada. Todas las aguas caídas en su campo en el último mes se embaularon entre sus piernas. Todo el tiempo que arruinó la morada se hizo posibilidad de simiente o cimiento.

De pronto escucharon un zumbido particular; algo hervía tras el capitel de la cama. Con asombro vieron cómo en una eclosión aurinegra miles de abejas pasaron sobre sus cabezas y escaparon por la ventana entreabierta. El asombro bastó para ahogar cualquier grito. Se levantaron al unísono y entre ambos movieron la cama. Una enorme colmena se dibujaba en ella cual retablo; cada alvéolo estaba colmado con la espesa y ambarina miel que dejan tras suyo los sinsabores olvidados.

Ileana Ruiz
Ileana Ruiz (Venezuela). Activista de derechos humanos, investigadora social y periodista. Asesora en resolución de conflictos, educación popular, participación ciudadana y derechos humanos y profesora de la Universidad Nacional Experimental de la Seguridad. Articulista en el semanario venezolano “Todosadentro” del Ministerio de la Cultura desde 2006. Premio Nacional de Periodismo de Opinión, 2013. Entre sus publicaciones: De la indignación a la implicación (2006); Pueblo de agua: Cuentos para la educación en derechos humanos sobre la identidad del pueblo warao (2009); Servicio de policía bajo la mirada ciudadana (2010); La clave del acuerdo. Practiguía para la resolución pacífica de conflictos (2011); Pasos dados poco a poco. Memoria y cuentos del proceso de constitución de los Comités Ciudadanos de Control Policial (2012).

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