Se publica “Por último, el corazón”, la última novela de la escritora canadiense
Margaret Atwood (Ottawa, 1939) es antes que nada una novelista cuya obra, internacionalmente reconocida, fue galardonada en 2008 con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras “por su compromiso con la defensa de la dignidad de las mujeres”.
Pero una gran parte de este reconocimiento se debe también a su labor como crítica literaria, que ejerció con gran rigor gracias a las enseñanzas del gran teórico Northrop Frye, quien fuera su profesor de Literatura en la Universidad de Toronto. En La maldición de Eva (Lumen) se pueden leer artículos y conferencias que Atwood ha ido publicando en paralelo a su labor narrativa y en los que reflexiona sobre la creación literaria, la lectura y también la relectura, a través de la que afirma haber llegado a descubrir el verdadero valor de muchas obras. De ahí que una de sus recomendaciones sea la de volver una y otra vez a los clásicos.
Uno de los objetivos de las críticas de Margaret Atwood se centra en la reivindicación de los derechos humanos (es miembro de Amnistía Internacional) y, fundamentalmente, de los derechos de la mujer desde una óptica feminista. Justifica su feminismo, en la literatura y en la vida, para colaborar a que una mujer pueda rebelarse contra las convenciones sociales sin tener que arrojarse al tren, como Anna Karenina. Lo extraordinario de las mujeres escritoras del siglo XIX –dice- no es que fueran tan pocas, es que hubiera alguna.
Nada es lo que parece
Llega ahora a las librerías la última gran novela de Margaret Atwood, “Por último, el corazón” (Salamandra), en la que la escritora canadiense actualiza todas las obsesiones de su literatura en una historia distópica que es al mismo tiempo una crítica social a los métodos de control y alienación del capitalismo contemporáneo. El mundo es un lugar peligroso en el que los delincuentes campan por sus respetos. Hay que construir más cárceles porque las que hay no son suficientes para meter en ellas a todos los que infringen la ley.
Los protagonistas de la novela, una pareja formada por Stan y Charmaine, viven una situación crítica después de haber perdido su trabajo y su vivienda a causa de una de las crisis cíclicas del sistema. Un anuncio publicitario de Proyecto Positrón, una institución que promete una vida cómoda con un trabajo que no requiere grandes esfuerzos ni conocimientos a cambio de restringir algunas libertades, atrapa a la pareja en una situación claustrofóbica que le impide evadirse del lugar al que han comprometido su futuro.
Consiliencia y Penitenciaría son los dos espacios en los que se mueven los habitantes de Positrón, alternándose cada 30 días en cada uno de ellos. El experimento consiste en ocupar las celdas de los reclusos durante ese tiempo mientras éstos ocupan sus viviendas y sus puestos de trabajo ese mismo periodo “Porque los ciudadanos siempre han sido un poco reclusos y los reclusos siempre han sido un poco ciudadanos, y Consiliencia y Positrón sólo han hecho oficial esa dualidad” (p.200). Así, con la excusa de ahorrar dinero al contribuyente, el Estado no tiene que incluir en sus presupuestos los gastos que ocasiona el mantenimiento del sistema penitenciario, mientras la institución vive del trabajo de los internos y de corrupciones permitidas por el Gobierno, como el mercado clandestino de órganos para trasplantes. De ese modo, los guardianes tendrían menos tendencia a abusar de su autoridad, porque al mes siguiente les tocaría a ellos estar encerrados, mientras los prisioneros tendrían por lo mismo un incentivo para el buen comportamiento. Las acciones violentas y la rebelión están castigadas con penas muy duras.
Entre las obligaciones que tiene Charmaine en Consiliencia está la de deshacerse de algunos elementos subversivos utilizando la cabeza y olvidándose del corazón (de ahí el título), labor que se convierte en rutinaria y que lleva a cabo con precisión y regularidad hasta que en el curso de este trabajo tiene que enfrentarse a una situación que no puede controlar.
La novela, en la línea de “1984” de Orwell y “Un mundo feliz” de Huxley, es también una crítica a los nuevos totalitarismos, a la sociedad de consumo que rinde un culto desproporcionado a los grandes iconos (Doris Day, Elvis Presley, Marlyn Moroe), a los nuevos métodos de control social (la videovigilancia, el análisis de las expresiones faciales para descubrir sentimientos ocultos, la manipulación del cerebro para cambiar comportamientos), a la política que busca la eficacia y el ahorro antes que el bienestar y la libertad de los ciudadanos… Esta situación desemboca en la construcción de una sociedad deshumanizada en la que no cuentan las necesidades personales ni los sentimientos, y en la que las relaciones sexuales caminan hacia la robotización personalizada con modelos cada vez más perfeccionados.
Entre la novela negra y la ciencia ficción (la autora prefiere llamarla ficción especulativa), Margaret Atwood sitúa a sus personajes en un entorno aplastante que los va despojando poco a poco de sentimientos y de principios, de aquellas máximas de una sociedad ya desaparecida y que la protagonista evoca en las frases que le decía de su abuela Win, las únicas con sentido común. La gran pregunta se la plantea uno de los protagonistas al final de la historia: “Si haces cosas malas por motivos que te han dicho que son buenos, ¿eso te convierte en una mala persona?”.