La actriz Paloma Lorena escribe su autobiografía titulada Como un relámpago en la colección Memorias de la Escena Española que, bajo los auspicios de AISGE, dirige Amparo Climent y coordina en taller de escritura Juan Jesús Valverde. Un libro de memorias publicado en 2014.
Lo del título «Como un relámpago» no se refiere a su vida entera, una vida larga (en noviembre de este año cumplirá 80 años) e inmensamente provechosa, llena de trabajos en teatro, en cine, en la radio y en la casa, sino a su infancia feliz que pasó como un relámpago entre la luz de La Gomera, Tetuán y Tánger y -esto lo digo yo- a una visión de las cosas inmediata y certera con su envidiable capacidad de reacción para sobreponerse a cualquier trance.
Ya es hora de decir que Paloma Lorena, quien en realidad se apellida Amyach Paredes, es la mujer del dramaturgo Alfredo Mañas (Historia de los Tarantos, La Feria de Cuernicabra, Don Juan…) y la madre de Achero Mañas, el director de la película El Bola (1997). Y que precisamente fue gracias a una beca que ella consiguió para New York, como pudo llevarse para allá a toda la familia, y así fue como Achero empezó a formarse para trabajar, primero como actor a las órdenes de los directores Adolfo Aristarain, Carlos Saura, Ridley Scott, Manuel Gutiérrez Aragón, Jorge Grau, etc; y más tarde lanzarse a dirigir.
Pero esto de la beca no lo cuenta ella en estas Memorias, que muy discretamente cierra y concluye cuando el avión despega hacia lo desconocido, sin dar más detalles pero con este bello cierre: A la semana siguiente de echar definitivamente el telón en la Sala Cadarso, emprendí el vuelo Madrid – New York. Pensaba: «Qué privilegio ser actriz. Nacer con la vocación de interpretar es lo mejor que puede sucederle a un ser humano. Interpretar es volar. Y además viajar. Conocer otros seres, otras culturas, otros mares y otros océanos, otros bosques y otras riberas, otros escenarios.» (pág. 194).
Era el año 1984. La obra con la que acababa de echar el telón en la Sala Cadarso era Seascape, de Albee, autor de culto en NY al que el crítico de ABC calificó para el estreno en España de «Pulitzer de desconsolación», en un juego verbal digno de mejor causa. Las críticas eran desiguales, aunque con gran éxito de público. Parece que la crítica iba por un lado y el público por otro, menos mal, y aquí viene a cuento lo que ella aclara humorísticamente: «El distanciamiento brechtiano se lo aplicaban a todo el teatro. Y más de una vez los que habían aplaudido nos ponían a parir.» (pág. 129)
Pero vamos por orden. Lo primero que se siente al leer esta autobiografía apasionada de Paloma Lorena es pura envidia. ¿O acaso no es de envidiar el haber pasado la primera infancia durante la Guerra Civil en el Peñón de Vélez de La Gomera?
Había nacido en Madrid en noviembre de 1935, y a aquel islote solitario y maravilloso -así es como describe ella La Gomera– llegó con menos de un añito gracias a que su padre, que acababa de aprobar las oposiciones a Telégrafos renunciando a una incipiente carrera de actor para mantener a su familia, olfateó la que se avecinaba y pidió el traslado. Allá se van todos, con la abuela la primera, un personaje importante en la vida de la familia, y allí transcurrió su vida durante toda la Guerra, buceando y comiendo frutos rifeños en plena naturaleza, a salvo de lo que se repartía fuera.
O eso había creído su padre. Porque en esas circunstancias, su olfato falló y allí la tranquilidad se acaba al llegar un día en un bote los falangistas, que sospechaban que el padre podía ser un agente doble con su maquina de emitir señales cifradas que sólo él conocía, Con lo cual, la familia toda acabó metida en una de espías.
Los falangistas que custodiaban el Peñón los tienen vigilados día y noche sin permitirles moverse, ni siquiera a ella que era un bebé a gatas con su tacatá, hasta que, claro, en esas circunstancias una Nochebuena, al estar todos tan juntos, los falangistas acabaron siendo amigos y sentándose a la mesa.
De allí, ya más crecida, su vida siguió en Tánger y después en Tetuán, ciudades de las que guarda maravillosos recuerdos y amistades de por vida -allí vive aún su hermano cuando ella vuelve con sus hijos y su marido en 1989-, sobre todo porque en la primera estaba la Filodrammatica Dante Alighieri que fue su colegio, situado en el monte Marshan, un internado italiano en el que nació su vocación de actriz con sus primeros papeles escolares, sito en el palacio de Muley Hafid.
En este palacio estaban también el Consulado y la Casa de Italia y tenía un teatro de 500 butacas. Era el único teatro además del Cervantes, hoy en ruinas, y tan importante que los periódicos de Tánger mandaban a los críticos a ver las funciones escolares y el público que lo llenaba era variopinto, tanto de familiares de escolares como público en general. El palacio estaba lleno de mármoles y sus techos y paredes eran cerámicas y maderas labradas por lo que, cuando años más tarde vio la mezquita de Córdoba, exclamó: ¡Es como mi colegio!.
Allí, en este entorno de privilegio cosmopolita, el profesor Benjamina Gigli, su director teatral, les instruía en Dibujo Pintura y Commedia dell’Arte, y con él fabricaban máscaras, maquetas de decorados, modelados, y les incitaba a leer en voz alta y a improvisar diálogos sobre situaciones. ¿A que da envidia? Por lo que su llegada a Barcelona con 16 años a principios de los 50, fue dura pero rápidamente, gracias a su formación, pudo engancharse en grupos universitarios de Teatro, los llamados Teatros de Arte y Ensayo, particularmente el Teatro de la Juventud que dirigía Jorge Grau. Esto suavizó mucho la llegada a esta ciudad que, por entonces, era absolutamente gris y de espaldas al mar frente a la explosión de luz y cosmopolitismo de Tánger.
Mucho más tarde, cuando en 1989 hizo una gira por Marruecos con Noches de luna blanca y pasó con su familia (Alfredo Mañas y dos de sus cuatro hijos) por Casablanca, Rabat, Tetuán y Tánger (su paraíso de la infancia), vio que La Filodramatica se había convertido en un restaurante de lujo y pudo recorrer de nuevo, «improvisada cicerone enamorada que lleva de la mano a Alfredo», la medina, la misteriosa casba, los bacalaitos morunos, el Café París, el Zoco Chico… Cada vez que volvía a Tetuán y a Tánger volvía a su verdadera casa, pero cuando en 1984 despegó para Nueva York, lo hizo con la misma alegría.
Pero volvamos a los 50. En el cuadro de actores de Radio Barcelona compartió micrófonos con grandes figuras que rápidamente pasaron a compartir con ella la escena (inolvidable la anécdota con Casademont cuando ambos protagonizaban la historia de Chopin y George Sand, El vals del adiós, siendo ella mucho menor que él, al revés que en la historia) y contactó con directores como Ángel Carmona, Diego Asensio, el citado Jorge Grau, todos ellos al frente de grupos experimentales de Barcelona que enseguida la introdujeron en los círculos intelectuales y artísticos de vanguardia de la ciudad, con Gil de Biedma, Caballero Bonald, Goytisolo, Carlos Barral. Allí fue donde conoció a su marido, Alfredo Mañas… y entre los artistas, su en adelante inseparable escenógrafo Guinovart, Tarráts, Tápies…
Ya casados, Alfredo y ella se vienen a Madrid y también Jorge Grau al acabar la mili, aunque en adelante se dedicaría al cine, pero antes, a la vuelta de un viaje a París, su padre, que no había ido, se empeña en que estrenen en el Romea La Feria pagando el alquiler. Alquiler que, aunque la obra fue un éxito y todos cobraron, nunca recuperó. Se ve que a su padre Aymach nunca le abandonó el gusanillo del teatro y siempre les ayudó, también en la compra del piso de Carabanchel, donde aún vive Paloma.
A la manera de María Teresa León y Margarita Xirgú, se había empeñado con otros en llevar el teatro por los barrios. Esto ocurría en Barcelona de 1953 a 1957. Eran grupos experimentales antes de formar el Teatro de la Juventud , con el que estrenaron en un local de la calle Ros de Olano Palabras en la arena, del propio Mañas, y la Historia de una escalera, de Buero Vallejo, que tuvo la gentileza de ir a verlos y se entusiasmó. Más tarde ella conocería a Victorita, la mujer de Buero, que por entonces era clavada a Nathalie Wood.
Fue así, formando parte de estos grupos, como representó El sueño de una noche de verano, con Carmen Contreras, La rosa de papel, con Julieta Serrano, Amparo Baró, Enriqueta Sevillano (buenísima actriz que nunca aceptó papeles en el Teatro comercial), Las preciosas ridículas de Molière, pero con Fedra de Unamuno, prohibida, debieron hacer trampa y llamarla Hipólito ocultando también el nombre de su autor, aunque los censores descubrieron la trampa y adiós función.
Por eso se lanzaron a algo mucho más barato que el teatro: llevar la poesía por las tabernas con el cartel de Guinovart por todo aderezo. Eran los barrios obreros del extrarradio de Barcelona y las tabernas más míseras donde no había más calor que el de los carajillos y los entusiastas aplausos. El poema que más gustaba a los obreros era El niño yuntero de Miguel Hernández, seguido de Un hombre pasa con un pan al hombro, de César Vallejo, amén de Pido la paz y la palabra, de Otero y otros de Nicolás Guillén y Bertold Brecht.
Resultó que entre los obreros había «secretas» infiltrados y los recitadores se acostumbraron a dormir en comisaría, si bien «nunca nos tocaron». Curiosamente, siempre se llevaban los poemas pero nunca el poster de Guinovart. Pemán, con su poesía al Cristo de la Victoria, les salvó más de una vez de ser detenidos en estos recitales revolucionarios.
Pero antes de Fedra de Unamuno tuvo la ocasión de representar una de espías, Los pichones están en el horno, con Lilí Murati, «actriz húngara bellísima y con mucha clase», afincada primero en Barcelona y luego en Madrid con compañía propia que le ofreció un contrato con mejores papeles, pero no aceptó al estar ya estaba enfrascada en los ensayos de Fedra.
Otro de los privilegios que dan envidia es el haberse codeado, en casa de Tío Alberto, con Cocteau y el actor Jean Marais, invitados permanentes en la casa de Palamós, donde estaban también Luis Escobar, Dionisio Ridruejo, Blas de Otero… Hablamos de Tío Alberto el de Serrat, quien existió de verdad y al que éste en agradecimiebto dedicó su canción Tío Alberto, aún me la sé de memoria, un inagotable protector de artistas consagrados y jóvenes promesas que, sobre todo en los veranos, llenaban su casa y allí, compartiendo mantel y tertulia, estaban Paloma y Alfredo, ella lo describe así: «El tío Alberto, el último mecenas, un ilustrado del textil que acogía en su casa de Palamós a artistas, pintores consagrados y jóvenes promesas.» (Pág. 107). A Otero lo compara semejante en carácter, retraído y huraño, con Víctor García, el director de teatro totem de Nuria Espert, a la que dirigió en Fedra, director y amigo de ella misma y de su marido Mañas. Personas muy valiosas pero muy retraídas y que se encogían penosamente ante extraños.
En Madrid, gracias a la intervención entusiasta de Antonio Olano a favor de Alfredo Mañas, presentaron La Feria y Fuenteovejuna, ambas dirigidas por Alfredo y protagonizadas por ella, en el IV Festival de la Casa de Campo. No era la primera vez que actuaba al aire libre pues antes había formado parte del elenco de Felipe II, de Pemán, en los veranos de El Escorial. Eran no menos de 30 artistas y los importantes (Mari Carrillo, María Guerrero, Amelia de la Torre, Enrique Diosdado, Guillermo Marín y Ricardo Lucia) dormían en el único hotel de El Escorial, El Miranda, mientras que el resto (ella misma, Fernando Guillén, Laly Soldevila, Jesús Puente, Pablo Sanz y Javier Martín) tenían que ir cada día en autocar desde Plaza de España. Allí, en los calores del autocar, sólo el de masculinidad probada y testada por las mujeres del grupo podía atreverse a sacar un paypay. Y allí, entre risas y jacarandas, a burlarse de la obra unos y otros, ja, ja, ja, y el chivatazo de la oportunista que, al llegar a El Escorial, resultó un: «Paloma, tú te vas, que ya estás sustituida» de parte de la jefa Troitiño, y hala, llorando en taxi para casa embarazadísima como estaba. Menos mal que en aquel julio ardoroso de Madrid sucedió el alojarse en la casa palacete de Tío Alberto en Palamós.
Yerma ocupa un papel importante en la vida de Paloma Lorena. La pieza había sido estrenada por Margarita Xirgu en 1934 con la presencia del poeta y hasta 1961 nadie se atrevió con ella. Luis Escobar, propietario del Eslava, la dirigió en su teatro en 1960 y 1961, primero Yerma fue Aurora Bautista (Federico, de dos años, hijo de Lorena y Alfredo, era el niño que Fedra llevaba de la mano), sustituida, tras un viaje por México, por Asunción Sancho. La escenografía era de José Caballero. Más tarde, con Víctor García, la heroína trágica sería siempre la Espert, con escenografía de Fabià Puigcerver.
Ella actuaría en dos Yerma, la de Escobar en 1961 y la de Víctor García (1971, «la mejor Vieja Pagana, Esperanza Navarro, le aseguró Víctor). Lo que significó para España la dirección de Víctor García y sus espectaculares escenografías que recorrieron el mundo. Yerma fue repuesta de nuevo en 1986 (él había muerto en el 82) y la de Luis Escobar a la vuelta de Spoletto, donde la habían llevado al Festival, fue espectacular por la presencia de los «grises» escoltando las puertas (de la calle y de las salas entre el público, con el aplauso inmenso después de los 5 minutos de silencio pedidos por Luis Escobar), En 1955 en París habían estrenado La Feria de Cuernicabra, de Alfredo, en el Teatro de la Cité, con excelentes críticas de Le Fígaro.
Merece la pena recordar el viaje al Festival de Spoletto con Yerma, de Escobar, previo a su estreno en El Eslava. Un viaje memorable, propio más de sibaritas del arte (así era Luis Escobar) que de cómicos en el que los dos, Alfredo y Paloma, llevaban siempre en brazos el capacho con su último bebé, Alfredo, al que luego, durante los ensayos, en el palacio donde se alojaban cuidaban unos condes. La condesa, de 30 años, le enseñó a Paloma a preparar la pasta «al dente». La llegada de ambos con su bebé a Roma y la bajada del avión causó tal sensación que los paparazzis no apartaban el objetivo del capacho, Luis Escobar alucinaba porque allí había grandes figuras de la escena y toda la atención iba al capacho. Así que Luis Escobar no sólo incluyó al bebe en el viaje sino que dio un papel a Mañas en el coro de Yerma para que fueran los tres, exclamando risueño: «¡Ni que fuéramos cómicos de la legua! ¡Y a mucha honra!»
A propósito de cuidarle los niños, Paloma Lorena es la primera persona a la que oigo hablar de Marujita Díaz en términos tan elogiosos (y sin necesidad de que se muriera antes, dado que el libro es de 2014): «Antonio Gades hacía sólo unos meses que se había casado con Marujita y ella venía con él a los ensayos. Cuando me traían desde casa al bebé, ella lo cogía en brazos y lo acunaba con muchísimo arte hasta que, en una pausa del ensayo, yo bajaba al patio de butacas y le daba el pecho. No sólo era una magnífica actriz de cine con una comicidad nada rebuscada y una de las estrellas del momento, sino que también era una mujer solidaria y generosa. Gracias, Maruja» (pág. 137)
Los ensayos a los que se refiere eran del Don Juan, de Mañas, que protagonizaba Gades y donde Paloma hacía de Elvira. La obra se estrenó en el Teatro de la Zarzuela el 20 de noviembre de 1965 con música de García Abril. Y si relacionamos estas palabras con las que anteriormente dicen que Gades no tenía un clavo cuando se metió a producir la obra ni confesó nunca de dónde había salido el dinero de la producción del Don Juan (pág. 135), tenemos que… Que no hay que ser muy sagaz para encontrarnos con Marujita Díaz metida a productora por amor. Para mí está nítido quién pagó el Don Juan y por qué a Gades no hubo forma de sacarle ni una palabra sobre el donante o la donanta.
Sobre los viajes con Luis Escobar, especialmente el referido por Italia en plan sibarita, desde el vuelo con Iberia hasta el palacio donde se alojaban en Spoletto, las visitas guiadas -y pagadas por él- por toda la región de L’Umbria, hay que subrayar el carácter absolutamente excepcional de este trato a los actores que ella ha dejado claro. Lo normal era lo contrario, como se ve en mi anterior semblanza sobre Miguel Palenzuela y en la dedicada a Rafael Castejón. Por lo cual, hablando de la vida azarosa de los cómicos y de sus eternas carencias económicas a cargo de empresarios sin escrúpulos, cuenta Paloma Lorena la sabrosa anécdota que Paco Rabal les narró una noche en la terraza del Café Gijón con su voz maravillosa de aguadiente «La del alba sería», la huida protagonizada por él y su troupe usando las sábanas como cuerdas para descolgarse desde los balcones de una pensión de pueblo. Y eso que no eran cómicos de la legua sino una compañía profesional, lo que no impidió que el empresario se largara dejándoles a deber su trabajo (pág. 22).
Yerma en el Eslava con el genial Luis Escobar deja anécdotas tan sabrosas como las cenas en el camerino de ella entre dos funciones, con la lechuga y el tomate atascando los lavabos ¡en un teatro que él acababa de comprar y reformar por entero en 1958!, cenas a las que acabó el propio Luis apuntándose. En el reparto, Irene López de Heredia quien, al ser dueña de unas bodegas, aportaba el vino para las cenas, primero clandestinas y animadas por la guitarra y la voz de Mría Dolores Pradera, también en el reparto, y después admitidas y compartidas.
En cine, destaca su intervención en La tía Tula (pág. 180), cuyas mejores escenas se cortaron y se perdieron para siempre, y antes Santa Teresa, de Orduña, en el papel de una monja amiga. En ambas era amiga de la protagonista, Aurora Bautista, quien había sido Yerma en el Eslava. Pues bien, ella era la amiga que fumaba en La tía Tula cuando las amigas de la novia se reunen en vísperas de la boda, y en esas escenas de mujeres solas, ellas hablaban de la virginidad de una manera tan explícita, que los censores las cortaron. No se conservan. De lo que más orgullosa está es de haber trabajado dirigida por su hijo Achero en Noviembre 2003, y Todo lo que tú quieras (Achero 2010).
Pero Paloma Lorena también se mete a empresaria y allí comprueba en cuerpo propio esa maldición que dice que lo peor de pedir una subvención es que te la den (pág. 166)
Llego al final de Como un relámpago (os aseguro que desearía copiar cada dato porque cada uno es un bocado de la historia de España) y en estas páginas finales observo una marcada ausencia del marido. Alfredo Mañas, de quien siempre estaba enamorada. Veo en internet que murió en 2001, hecho que no ha mencionado a pesar de que el libro está editado en 2014, supongo que por pudor, o por no amargarse ni amargarnos el final. En realidad el libro se cierra con su marcha a NY en 1984 y ya en el avión con la citada égloga a la profesión de actor (pág. 194).