Historia de amor en plena guerra fría, que transcurre entre la Polonia estalinista y el París bohemio, “Cold War” es una película exquisita, para espíritus exquisitos, contada como un melodrama antiguo, llena de delicadeza y elipsis, a la que muchos espectadores criticarán por falta de “calor”; es cierto, el filme es frío como el tiempo en que transcurre.
El realizador polaco Pawel Pawlikowski (“My summer of love”, “La mujer del quinto”, “Ida”, Oscar a la mejor película extranjera en 2015) ha elegido a Joanna Külig (“Las inocentes”, “Ida”) y Tomasz Kot (“Dioses”) como protagonistas de una realización magistral y elegante, un ejercicio de estilo cuajado de logros formales, empezando por el formato cuadrado (4/3 dicen los expertos) y la fotografía de blancos y negros intensos; y acertando también con los muchos silencios de la narración.
Con 60 años y un Oscar en su haber, Pawlikowski ha rodado «Cold Tar» (Zimna Wojna) como homenaje a sus padres; la película, que a su paso por el último festival de Cannes dividió a la crítica, se inspira directamente en la relación que tuvieron y cuenta la trayectoria de Viktor, un músico director de orquesta, enviado por el Partido Comunista a buscar cantantes y bailarines en los pueblos para crear un espectáculo propagandístico (igualito, igualito que aquellos coros y danzas de nuestra memoria que actuaban de vez en cuando en un escenario de la madrileña Casa de Campo y recorrían Latinoamérica –que llamaban Iberoamérica o Hispanoamérica- bailando jotas y soplando gaitas).
En uno de esos castings Viktor elige a la joven Zula, un personaje casi increíble, que estuvo a punto de matar a su padre en un enfrentamiento –“Tenía demasiada tendencia a confundirme con su mujer”- y a partir de ese momento la historia se centra en la relación de ambos, diez años en los que él quiere que huyan a un Occidente, que sueña como la tierra de la libertad y donde encontrará inspiración musical, y ella explica lo apegada que está a su país.
Finalmente Viktor da el paso y Zula se le une en París, una ciudad que en 1949 se parece poco al sueño bucólico de su amante pero que sirve al realizador de excusa para ofrecernos una sesión de jazz inolvidable, como símbolo de la transgresión, de haber escapado a la opresión. Después regresan a Polonia…
Pero, ni el este ni el oeste, la pareja no soporta el mundo tal y como es, lleno de hipócritas y cobardes. Ni contigo ni sin ti, je t’aime moi non plus, no saben estar separados ni tampoco juntos. Quedan para el recuerdo las soberbias interpretaciones de los dos protagonistas y un último plano desgarrador.